
006.- Segunda oportunidad
Entró al salón y su ambiente húmedo le sorprendió; en la chimenea no ardía madera. Ni siquiera estaban apilados esos montoncitos de leños de madera de olivo que a su padre le gustaba dejar preparados la noche de antes. Se dirigió a la cocina y tampoco olía a café recién hecho. Durante la campaña de recogida de la aceituna (la de este año sería desastrosa) a su padre le gustaba levantarse antes que nadie y preparar las cosas para el tajo. Le extrañó, pero pensó que se habría quedado dormido. Puso la cafetera al fuego y encendió la lumbre. Cuando comenzaba el crepitar de la madera decidió ir a avisarlo. Se asomó al dormitorio y lo llamó con voz queda, pero entre penumbras no lo vio. Encendió la luz y la cama estaba vacía. Su mirada se focalizó en el portarretratos de su mesita de noche. Era una foto en la que aparecían ellos, su padre y su madre de jóvenes besándose. Aquel portarretratos siempre estuvo en aquel dormitorio, en la cómoda (salvo una temporada) y después de morir la madre tras una penosa enfermedad colocado por su padre en la mesita de noche. Casi a modo de pequeño altar en recuerdo suyo. Su padre se había desvivido por ella de manera encomiable durante su devastadora enfermedad cuidándola hasta el último hálito de su vida. Cerró la puerta y un crujido procedente de la planta de arriba le sobresaltó. Subió intrigado el empinado y estrecho tramo de escaleras que conducía al altillo. Los escalones eran grandes y daban a una puerta pequeña y vieja que estaba entornada. Por el ventanuco ovalado apenas entraba luz puesto que aún no había despuntado el sol. Le costaba ver con tan poca luz y, cuando oyó algo bamboleándose en el techo, un frío intenso le recorrió el cuerpo. Sintió como si la muerte le tocara por dentro. Achicó los ojos para distinguir entre las sombras y encontró a su padre balaceándose inerte atado por una soga del cuello a una de las vigas.
Su padre, Ricardo Huarte, había nacido en ese mismo cortijo en una fría mañana de un mes de diciembre de 1946 y tras dedicar buena parte de su vida y su sangre al cortijo y sus olivares decidió morir allí en otro frío amanecer de un día cualquiera de diciembre setenta y cinco años después.
Su hijo primogénito que no sólo había heredado de su padre el nombre sino también un amor inmenso al campo, la naturaleza y los olivares pensaba en todo eso mientras se encaramaba al mismo taburete que muy poco antes había debido usar padre, para desanudarle la soga que le había quebrado el cuello.
Todo empezó con el abuelo. Trabajó en aquel cortijo como capataz y al final, tras una vida de sudor y penitencia consiguió comprarle las tierras al hijo del dueño cuando este falleció. Después, Ricardo Huarte, siguiendo sus enseñanzas, haciendo de cada moneda dos y robándole horas al sueño, partiéndose la espalda y trabajando como un animal de carga reformó el cortijo y amplió el número de hectáreas de olivos comprando la finca aledaña que daba al río.
Ese río que tanto frecuentaron después sus hijos: Ricardo y José.
Ricardo no podía imaginarse la tormenta de oscuridad y desesperación que hubo de anegar la cabeza de su padre. Nada podría justificar que hiciese algo así, pero mientras arrastraba por los hombros su cuerpo frío y rígido escaleras abajo pensaba en cómo pudo haber reaccionado así.
Dos semanas antes, su padre había tenido una discusión muy fuerte con Ambrosio (el propietario de un olivar cercano). Sucedió en la plaza del pueblo durante la celebración de la fiesta del primer aceite (un evento que desde no hacía mucho tiempo venía realizándose para promocionar la cultura del olivar). Ricardo Huarte le recriminó el que hubiera traído a su finca varios esquejes de no se sabe qué vivero y que uno de ellos resultara estar infestado por la Xylella fastidiosa (una bacteria de la que más valía ser precavido porque era letal para los olivos). Pies de gran porte y vigor en cuestión de unas semanas tornaban pálidos y secos consumidos desde dentro). Gran parte de los olivares de Ambrosio enfermaron, pero no dijo nada permitiendo así que la infección se propagase. Casi todos los olivos de Ricardo Huarte se estaban marchitando afectados por la Xylella.
El vecino se defendió de malas maneras y discutieron agriamente a la vista de todo el mundo. Cruzaron palabras horribles y cada una de ellas parecía estrujar el corazón de Ricardo Huarte con una tenaza al rojo vivo. Ya de vuelta, en el cortijo, su hijo intentó consolarlo de una manera tan inútil como lo es pretender apagar un fuego con un vaso de agua.
— Volveremos a plantar estacas y después de unos cuantos años todo esto habrá sido un mal sueño—le decía Ricardo a su padre que parecía una estatua de mármol rumiando su desgracia frente a la chimenea.
—Hijo, ya es tarde. Están secándose todos los olivos. Es la ruina—fue todo lo que acertó a decir.
Ricardo hijo, sabía —de sobra— que era una tragedia, por más que se lo intentase camuflar, pero no era menos cierto que los Huarte era gente esforzada y esa virtud nunca se pierde y nunca se olvida.
Aquel incidente de la discusión y la Xylella se lo contó a su hermano José, el biólogo, en un correo electrónico esa misma noche. Su respuesta llegó a los pocos minutos (para el mundo virtual la distancia entre Roma y aquel cortijo enclavado en la provincia de Jaén era menos que nada): “Tranquilo, marcho para allá. No os preocupéis”, contestó. Así era su hermano José. Seguro siempre de sí mismo.
A la mañana siguiente de la discusión con el vecino y buscando reconfortarlo Ricardo le dijo a su padre que José estaba informado y que había respondido que no se preocuparan. Su padre (y su madre cuando vivía) admiraban a José y quizá esas palabras del hermano (pensaba Ricardo) servirían para aliviarle de esa oceánica angustia que no dejaba de martillearle cabeza y espíritu.
—De esta desgracia no nos salva ni Dios—sentenció su padre alzando sus manos temblorosas como el que va a asestar el golpe definitivo a un clavo en la madera.
Cuando su padre compró aquel olivar atravesado por el río, Ricardo tendría once años y su hermano José nueve y acudían al río todas las tardes después del colegio.
—Mira qué rana —señalaba José con un palo en una dirección incierta y después—: ¡Mira! un martín pescador en la rama de aquel fresno — gritaba lleno de ilusión.
Muchas veces, José se agazapaba en la rivera horas y horas para observar a la fauna que acudía por allí y después, ya en el instituto también empezó a interesarse por la botánica. Conocía un sinfín de especies de árboles y no dejaba de preguntar al abuelo y a su padre y a todos los que entendían por el pueblo hasta que supo de ellos más que ninguno.
Abrazaba a los árboles.
Ricardo le veía pasarse minutos y minutos con los ojos cerrados rodeando el tronco de los árboles con sus brazos.
—Escucha, hermano —le decía—. Si abrazas a los árboles te conectas con la naturaleza.
Y Ricardo lo imitaba a veces, pero sin mucha convicción.
Allí, en aquel río, fue donde se gestó la pasión por la biología de José y, al correr del tiempo, por el trabajo en el laboratorio. En el fondo, Ricardo sentía un poco de envidia. Los dos aprendieron las labores del campo, pero José siempre mostró mayores inquietudes. No se conformaba con eso. Buscaba más. Decidió estudiar Biología en la Universidad mientras Ricardo colmaba sus aspiraciones siguiendo con las tareas del campo. José tenía estudios y visitaba universidades por todo el mundo. Para Ricardo, esa vida en el cortijo era suficiente, como lo fue para su padre y el abuelo, pero José necesitaba más. Recordaba Ricardo cuando con su esposa fueron a verle defender su tesis doctoral en la Universidad. Cuánta parafernalia, toda esa gente con rictus serio y esos birretes ridículos en la cabeza. Se sentían extraños entre toda esa gente de voces engoladas y ademanes artificiales. Parecían de otro mundo.
Y Ricardo casi de sol a sol hiciera frío o calor en los olivares de papá. Labrando y mimando la tierra, que era lo mismo que hacerlo de las esperanzas de papá, cuidando de su tesoro que después sería el suyo. Es cierto que amaba aquella tierra y sus olivares. La vida apacible del pueblo y los largos periodos en el cortijo con su mujer que también decía gustarle ese modo de vida, pero a veces pensaba en su hermano José que sin renunciar a todo aquel universo en el que crecieron no se detuvo en los límites que imponía la vida allí. Después del doctorado se fue a Italia a hacer un postgrado sobre algo relacionado con fisiología vegetal.
“Con tu hermano José da gusto hablar. Tiene algo especial. ¿A quién se le parece de vuestra familia?”, dijo una noche la esposa de Ricardo tras una cena familiar.
Ricardo no respondió, solo arqueó las cejas. José tenía mucho de su padre y mucho de su madre. Quizás no fuera perfecto y muy a su manera, como su padre, pero se entregaba a las cosas con plenitud. También como su madre.
Un día José llegó al cortijo procedente de Italia a pasar un fin de semana. Su intención era presentar en familia a Gina, una italiana con la que trabajaba en la Universidad de Roma desde que se marchó de España un año antes. Era una mujer muy hermosa y elegante. De silueta grácil. Sus ojos verdes despejaban el ánimo de quien quiera que los contemplase y derrochaba dulzura en cada gesto. La mujer de Ricardo no paraba de comentar —a la marcha de la pareja— lo guapa y refinada que resultaba Gina.
“Desde luego, tu hermano José con la buena planta que tiene se merece una mujer así”, decía con orgullo.
A Ricardo le pareció intuir que su mujer establecía una conexión íntima con Gina, una especie de comparación, pero no lograba entender cuál.
Ricardo descubrió la naturaleza de esa comparación poco después de que José les anunciara su compromiso oficial y por eso se negó en redondo a acudir a su boda en Roma. Al principio ponía pretextos como el cuidado del campo, del cortijo, después que no se encontraba con ánimo, que estaba agotado, pero su madre que, por entonces aún vivía, cada excusa que esgrimía se la tumbaba como castillos de naipes en el aire.
Y su madre que conocía lo que los ojos de unos hijos ocultan al mundo entero salvo a una madre lo estrechó contra su pecho como cuando era crío y le dijo: “No te abandones al consuelo del odio. Es siempre mucho mejor perdonar y dar una segunda oportunidad”.
Ricardo se quedó petrificado al escuchar a su madre porque aquellas palabras le estaban desnudado el alma por completo.
Su madre le contó cómo aprendió que el perdón era mejor que el odio y entonces Ricardo entendió por qué durante un tiempo el portarretratos con la foto de sus padres fue guardado por ella quitándolo de la vista. Su padre una vez cometió una vez un grave error, pero ella al final supo perdonarle.
Una segunda oportunidad que su padre supo aprovechar el resto de su vida.
“Si siembras la semilla del perdón sus frutos te lo compensarán”, le dijo su madre en una frase que aún en el silencio de la noche, a Ricardo, muchos años después parecía que acababa de escuchársela pronunciar.
José se desenvolvía con habilidad en el laboratorio; asía varios matraces Erlenmeyer con una sola mano y los agitaba mientras prestaba atención a cualquier otra cosa del laboratorio. Del bolsillo de su bata siempre sobresalía un bolígrafo y un bloc pequeño donde no dejaba de anotar números y abreviaturas que hacían referencias a temperaturas, matraces, placas de Petri y a si los crecimientos bacterianos eran positivos o negativos y bajo qué circunstancias.
Añoraba a su familia en España y se acordaba de su vida —cada vez más lejana— en el cortijo, el olivar, de su infancia, del río y la vida en el campo, mucho más de lo que podría imaginar su hermano, pero la biología y los laboratorios le tiraban más. Y, ahora, estaba Gina, la directora de laboratorio del departamento Histología Vegetal de la Universidad de Roma. Compartían además de amor y pasión por la biología un futuro en forma de importantes proyectos de investigación.
Las autoridades italianas andaban preocupadas y presionadas por la Unión Europea debido a una nueva enfermedad vegetal que apareció en la región de Apulia y que ya había secado a cientos de miles de olivos. Eso hizo que abrieran los puños para financiar líneas de investigación como en las que trabajaba Gina. Por ese motivo no le fue difícil a Gina convencer a los de su Universidad para que hicieran un buen contrato de investigación a José que era, además, un científico prometedor.
Fue una tarde de primavera, Ricardo no lo recordaba con precisión. Ni le apetecía hacerlo, aunque antes, es cierto, le producía placer el dolor que evocaba su recuerdo, pero el tiempo acaba matando todo, hasta los sentimientos más extraños. Su mujer tuvo que marchar rápidamente debido a que su madre sufrió un ataque de apoplejía y con las prisas olvidó el móvil sobre la mesa. José estaba por entonces ultimando su viaje para Italia. El móvil comenzó a vibrar deslizándose sobre la mesa hasta que terminó por caer al suelo. Ricardo hizo lo que no debió hacer: leer el whasap que le acaba de entrar. “Me siento mal, sobre todo por mi hermano”, indicaba el mensaje.
Siguió fisgoneando su móvil con los dedos torpeando por la rabia aunque lo que había sucedido estaba claro.
Ahora entendía aquel paralelismo íntimo de su mujer con Gina.
Si había elegido a una bella mujer como pareja eso quería decir que ella, su cuñada, lo era también porque un hombre apuesto como José no tendría necesidad de acostarse con mujeres que no fueran bellas.
Ricardo borró del móvil aquellos whasaps, pero borrarlos de su cabeza le costó más.
Cuando regresó su mujer del hospital la abrazó, pero no sintió nada. Como cuando su hermano le decía que abrazase a los árboles
Pero aquello que entonces me pareció la más terrible de las tragedias luego, poco a poco lo fui olvidando y quizás aquella lección me hiciera llevar ahora con más entereza el suicidio de papá y la desgracia de los olivos secos.
Porque tarde o temprano el tiempo lo cura todo.
Y el olvido.
Dejé a papá ya frío y muy rígido sobre la cama y bajé al salón para avisar al médico. El ruido de unos neumáticos sobre la gravilla de la lonja anunciando la llegada de alguien me hizo colgar el teléfono. Salí al porche y vi a una furgoneta de alquiler de la que salió mi hermano José. Se dirigió a mí y tras decir: “Buongiorno fratello”, me abrazó. Después se separó de mí apenas una cuarta sin apartar su mirada de la mía. De alguna manera había percibido mi estado de ánimo —porque los hermanos por tiempo que no se vean se conocen entre sí tan bien como uno puede conocerse a sí mismo—. Me interrogó a bocajarro mirándome a los ojos; sin pronunciar una sola palabra y antes de que pudiera decirle algo me explicó que tan sólo hacía unas semanas Gina y él habían dado con la tecla para combatir a la Xylella. Me decía esto sacudiéndome los hombros como si ese zarandeo pudiera hacer que el rictus de mi cara acompañara de una manera acorde a esa buena noticia que acababa de darme.
—Hemos obtenido Gina y yo un producto que erradica por completo la Xylella. Está aún en fase experimental, pero sólo queda salvar los escollos burocráticos, por lo demás es seguro y sin ningún efecto secundario nocivo.
Como no le respondía él continuó explicándome más detalles.
— He traído cantidad suficiente como para sanar a todos los olivos. Si empezamos a aplicarlo hoy en unos días los olivos volverán a estar verdes y lozanos. La cosecha de este año ya está perdida, pero los olivos de papá seguirán dando aceituna por muchos años más.
Vio mis lágrimas correr por las mejillas y pareció no entender.
—Papá acaba de morir — dije.
José me miró como si no entendiera y, tras un instante, se precipitó al interior de la casa. Oí como subía las escaleras de maneara atropellada.
Cuando llegué al dormitorio me lo encontré abrazado a papá.
Estuvimos varios días José y yo, codo con codo, aplicando aquel tratamiento pionero por los olivares y una semana después — como había predicho José— todos los sueños de papá volvían a reverdecer. Su trabajo en el laboratorio había rescatado a los olivos de la desgracia. Durante aquellos días a José, después del tratamiento, le gustaba ir como cuando niño al río al que íbamos juntos.
Y volvió a abrazar a los árboles.
Decía que de alguna manera aquellos árboles seguían siendo suyos y que él pertenecía a ellos.
“Eso también lo decía papá”, le dije.
Y yo, que no abracé a papá cuando murió, ni puede sentir cuando abrazaba a los árboles e incluso hasta tiempo después me costaba sentir algo al abrazar a mi mujer, en ese momento, justo en ese mismo instante abracé a mi hermano. Lo abracé de verdad cómo él abrazaba a los árboles y comprendí todo. Empecé a sentir cosas de nuevo. Mi corazón resucitó y comenzó a brotar de él, como la savia brota en los árboles en primavera, como un perdón infinito que a quien más aliviaba era a mí más que a nadie.
Y le di las gracias por salvar el sueño de papá que era el mío.
Y a mamá por enseñarme la importancia de una segunda oportunidad.