007.- Verde y charol
Desde su confortable y tranquilo despacho sabía que había llegado la hora de escribir sus memorias o más bien de evocar un conjunto de experiencias, vivencias y anécdotas de su ya larga trayectoria, y esparcirlas sobre el montón de folios en blanco que de forma muy ordenada tenía colocados frente a sí.
Alzó la vista, y a través de la ventana observó las bien alineadas filas de olivos que tan afanosamente había cuidado durante años y que habían crecido a la par que sus hijos, aportándole asimismo casi las mismas alegrías y quebrantos que ellos, y que ahora, entre otras situaciones, son lugar de recreo y esparcimiento de sus primeros nietos. Esas hileras de alineación casi perfecta, le recordaban a las formaciones que en otra época había tenido que hacer junto a sus compañeros de academia, “Qué tiempos aquellos”, pensó.
Ahora todo el mundo lo conoce como “Gutiérrez”, por el apellido a secas, incluso Charo lo había llamado durante toda su vida de esa forma tan peculiar, ella, inseparable compañera y orgullosa madre de sus hijos, le transmitió todo su cariño, ánimos y fuerza en los mejores y peores momentos de su carrera, ahora, al recordarlos no puede evitar que una lagrima resbale por su rostro como síntoma de alegría y tristeza, todo en uno.
Cuando se casó con ella ya habían comprado la pequeña finquita donde construirían la que sería casa familiar, esta misma desde la que se asoma cada mañana a ver sus olivos y que se la adquirieron al tío Juan, que lo único que quería era que su labor de años no se fuese al traste con un nuevo propietario ávido de especulación y riqueza, les pidió que cuidasen de los olivos que había heredado de su padre y éste de su abuelo; les hizo prometer a ambos que seguirían con la tarea, y que al menos hasta que él muriese, no la abandonarían. Nada más sencillo para Gutiérrez, era lo que había pretendido desde que llegó al que sería su destino para el resto de su vida, y así lo ha venido cumpliendo desde entonces, a pesar de todos los avatares que se le han ido produciendo.
Unos años, con la inestimable colaboración de la climatología, y por qué no decirlo, de alguna que otra subvención y ayudas oficiales, y otros con todo en contra y sin más ayuda que la de sus manos y la de sus trabajadores y amigos, así fue manteniendo la explotación con la infatigable colaboración de su compañera, amiga y esposa, y más adelante también con la de sus hijos, estos heredaron la pasión y afición de sus padres. El olivar se lo fue agradeciendo año tras año, con cosechas, unas mejores que otras, pero casi todas con resultados que compensaban, en todo o en parte, sus esfuerzos. Eran otros tiempos, en los que con la ayuda inestimable del tío Juan, mientras tuvo fuerzas, y de otros vecinos del pueblo contratados para la labor y en una relación simbiótica, daban vida y frutos al olivar centenario.
Gutiérrez recuerda orgulloso, como se sentaba a la placida luz del atardecer a observar el fruto de sus esfuerzos, con la siempre agradable compañía de Charo, que en aquellos momentos gozaba de una salud y belleza inmensas.
De nuevo alza la vista, a través de los cristales puede ver un cielo plomizo que amenaza lluvia, esa que a veces ayuda tanto y otras sin embargo arrasa cosechas sin consideración humana, ni piedad divina, este año y hasta el momento está siendo un poco seco y el agua es siempre bienvenida en el campo, al menos cuando lo hace con una contenida moderación.
En este momento se le vuelven a agolpar los recuerdos y a duras penas es capaz de centrarse en alguno de ellos para relatarlo, pero hay uno que comienza a destacar sobre los demás y va tomando forma en el papel, se trata de aquella vez en la que, con el destino ya asignado pero pendiente de confirmación oficial y haciendo uso de sus días de vacaciones, se había desplazado al pequeño pueblo de la provincia de Jaén que terminaría siendo su residencia, lugar de nacimiento de la que un día sería su esposa y donde formaría una familia y también nacerían sus tres hijos.
Desde que llegó supo que ya no se movería de allí el resto de sus días, las inmaculadas casas encaladas con tejados rojos, las calles empinadas y adoquinadas de un gris plomo que contrastaban con el blanco de las paredes, el imponente castillo de piedra, de un tono rosáceo por el reflejo solar que lo dominaba todo desde lo alto del cerro, la amabilidad de sus gentes de piel morena y curtida por el sol y sobre todo, el clima; él que había nacido en lo más profundo de la desangelada, fría y húmeda Galicia, añoraba ese sol radiante que reinaba en aquel cielo azul intenso, en el que tan solo destacaban unas nubes blancas como la nieve de su tierra natal, pero que eran una mera anécdota en el paisaje, y destacando sobre todos esos colores, el de los olivos, ese verde intenso, profundo, aromático que tan ligado a su carrera profesional y a toda su vida, le había acompañado siempre y llevaba luciendo sobre su cuerpo, con muchísimo orgullo, durante décadas.
Pero volvió a centrarse en su tarea y comenzó a rellenar folios a una velocidad vertiginosa, las palabras se agolpaban en su mente y su mano era incapaz de seguir el ritmo de sus pensamientos.
El comandante Gutiérrez había tenido desde siempre muy claro cuál iba a ser su profesión, era más una devoción que un trabajo propiamente dicho, nunca fue ladrón en los juegos infantiles y siempre se convertía en el defensor de toda causa, justa o no, posible o imposible en la que pudiese intervenir; también estuvo convencido desde muy joven que viviría en una tierra soleada y luminosa, lejos de la oscuridad que transmitían los bosques de robles, castaños y alcornoques que componen la típica fraga galega.
Cuando llegó a aquel lugar soñado, lo primero que hizo fue presentarse al comandante del puesto, a pesar de no estar obligado a ello todavía, allí conoció a los que serían sus compañeros de fatigas durante los siguientes años, aun hoy alguno continúa siéndolo, otros se quedaron por el camino; traslados, premios o sanciones, ascensos o lo más penoso, la perdida de la vida, esa que de forma tan dispar lo había tratado a él y a su familia.
Era un pequeño destacamento sin muchas pretensiones, pero después de pasar unos años en el inferno del País Vasco, sabía que ese lugar sería lo más parecido al paraíso terrenal que había conocido desde que ingreso en el cuerpo, era lo que soñaba cada noche en la soledad de su vivienda camuflada de aquel pequeño pueblo vizcaíno del que no quería ni recordar el nombre.
El que por esa época era comandante, hoy ya por desgracia fallecido, un veterano oficial de vuelta de todo y con muchas ganas de retirarse, le dio la bienvenida, estaba frente a un destartalado ventilador que hacia el mismo ruido que un helicóptero despegando, sentado ante la que un día seria su mesa de trabajo, estaba orientada hacia la ventana del despacho, desde allí se podían divisar los olivares cercanos, este le aconsejó que se fuese aclimatando a los extremos, muchísimo calor en verano y frio polar en invierno, lluvia intensa durante días y el resto del año sin apenas unas gotas de rocío mañanero, pues era lo que le esperaba en el futuro, también le sirvió de improvisado cicerone y lo acompañó a la única pensión existente en el pueblo por aquel entonces en busca de alojamiento temporal.
Paseando por las luminosas calles del pueblo pudo comprobar el respeto y condescendencia que los habitantes tenían con su superior, nada que ver con lo que había vivido como agente hasta entonces, el hecho de que fuese acompañado le posibilitó la obtención, sin problema alguno, de la habitación que sería su morada hasta que encontrara otra más espaciosa y acorde con su situación de forma definitiva, aun así no dejó de pasar por alto que desde la ventana, abierta de par en par, también se podía divisar un campo plagado de olivos hasta donde la vista abarcaba, en aquel momento no podía imaginar que parte de ese olivar algún día sería suyo.
Pero la casualidad quiso que en aquellos días se declarase un incendio forestal en los alrededores, amenazaba el cerro donde se situaba el castillo fortaleza de la localidad y a unos olivares cercanos, entre estos últimos se incluía la finca que acabaría siendo de su propiedad y que había divisado, sin saberlo, desde la soledad de su habitación.
El, por aquel entonces, cabo primero Gutiérrez no lo dudó un instante y se personó de nuevo en el puesto para incorporarse de forma inmediata a las tareas de extinción, eso hizo que el comandante comprendiese que le habían asignado a una persona con un alto sentido del deber, del honor y que, sin que mediase mucho tiempo, podría ser algún día su sustituto.
Le asignaron la labor de control de acceso a las zonas de peligro y esta fue su primera relación con el olivar, desde cierta distancia pudo ver cómo el fuego amenazaba acabar con décadas o incluso siglos de historia y trabajo en apenas unos instantes, pero gracias al inmenso e incansable esfuerzo de cuantos se sumaron a la labor, consiguieron perimetrar, controlar y sofocar las amenazantes llamas, conservando los olivos y el fruto de los mismos, que por aquella época del año estaban en todo su esplendor.
Fue durante las tareas de extinción cuando vio por primera vez a Rosario, su queridísima Charo a la que, tras su respeto por el honor, símbolo de la Guardia Civil, había dedicado todo su tiempo y atención. Ella formaba parte de una brigada de voluntarios que ayudaban a los bomberos profesionales, los había reclutado su tío Juan, propietario de la consabida finca, que se encontraba amenazada por las llamas.
En aquel preciso instante, mientras la observaba desde su puesto de vigilancia y control, supo que sería su compañera de andadura por esas tierras andaluzas, le llamaron poderosamente la atención sus ojos verde oliva, como no, que destacaban en una cara dulce, fina y casi nacarada, que más parecía la imagen de una Virgen de las que se veneran por estas tierras que la de una simple mortal, aun no siendo muy alta, le resultó muy esbelta, a lo que contribuían su ajustado pantalón tejano y su blusa de cuadros verdes y blancos ceñida y amarrada a la altura de la cintura para posibilitar unos mejores movimientos en su tarea.
Cuando por fin pudieron sofocar el fuego, y en los corrillos que se formaron para comentar las vicisitudes que les habían ocurrido durante la jornada, Gutiérrez se fue acercando hasta donde estaba Charo, ella hablaba animadamente con otras chicas de su edad y algunos brigadistas profesionales, también estaba en el grupo el comandante del puesto que había llevado el mando de las intervenciones y que de inmediato lo presentó al resto.
En el momento que la fatiga y el cansancio fueron haciendo mella entre los contertulios, estos se fueron marchando, quedándose tan solo Charo con una de sus amigas inseparables, y Gutiérrez que había decido no separarse de ella ni un solo instante; y así ha sido desde entonces. Se ofreció a acompañarlas a sus casas y tuvieron que pasar justo por delante de la que un día seria su finca, Charo le dijo que esa era la de su tío, que se encontraba ya muy mayor y que no había tenido hijos, por lo que andaba buscando alguien que se la comprara.
No pasó ni un año, que a Gutiérrez se le hizo eterno, hasta que se casaron, hacía apenas dos meses que habían comprado la finca y estaban remodelando a su gusto la casita que les serviría de refugio familiar, desde la que podrían contemplar y trabajar los olivos que tan mimosamente había cultivado el tío Juan.
Charo era la más entusiasta, la que cada día desde que despuntaba el sol, tomaba las riendas y reunía a los trabajadores, dirigía desde primera línea las tareas necesarias para su buen mantenimiento, abonado, riego, poda, control de plagas y sobre todo el vareado y recogida de sus frutos, aunque Gutiérrez también ayudaba en la medida que su trabajo le permitía. Ella, con el tiempo, pasó a formar parte activa de la cooperativa del pueblo, participaba en las decisiones, aportaba ideas, siempre fructíferas y se encargaba de que nuevos agricultores de la zona se asociaran a la misma con el fin de que su aceite, el mejor del mundo según su apreciación, el preciado y admirado oro líquido que producían, fuese conocido en cuantas más regiones y países mejor, de ello fueron dando cuenta los numerosos premios y distinciones que obtuvieron bajo su dirección.
Ahora, cuando él dispone de algo más de tiempo para colaborar en las tareas agrícolas, Charo ya se ha marchado para siempre, sus hijos se han independizado y hasta alguno, siguiendo sus pasos y vocación, ha tenido que emigrar del pueblo, Gutiérrez solo tiene ojos para sus nietos y sus olivos, esos que le recuerdan tanto a su amantísima esposa, la que reposa de forma definitiva entre ellos, en un rinconcito del terreno y de su alma, bajo una pequeña lápida de jaspe verde, aportándoles a todos su fuerza y entusiasmo, y de los que Gutiérrez nunca se separará hasta que la vida decida llevarlo junto a ella.