011.- El alma de los olivos
Los casi seiscientos kilómetros de conducción habían supuesto una especie de tregua en su sinvivir, pero ahora que se sabía cerca de la meta, sintió cómo el sufrimiento volvía a robarle el ánimo. Atrás había dejado los bloques grises de un Madrid siempre anónimo y el murmullo sordo del tráfico en la autovía para, lentamente, ir accediendo al sosiego de los espacios vacíos e inmensos del Levante almeriense. Los barrancos desnudos, los espartales ocres y las lomas requemadas le trajeron recuerdos de su infancia, memorias de dichas plagadas de chapuzones en las balsas de riego y de carreras junto a pitas y chumberas.
El contraste entre aquel entorno tan querido y el dolor que iba rezumando desde sus entrañas hizo que estuviese a punto de parar el coche y salir corriendo hasta dejarse caer sin fuerzas en cualquier sequeral perdido. Pero serenándose algo, tras respirar profundamente varias veces, se vio por fin con fuerzas para desgranar el poco trecho que faltaba.
Dejando la carretera de Carboneras torció al oeste hasta llegar al Llano y de allí hasta la alquería de Tomás, el padre de su padre. Al descrestar la siguiente línea de alturas distinguió el camino que moría en la hondonada, justo a las puertas del cortijo encalado que fue su casa en tantos veranos. Al irse aproximando adivinó al lado de la puerta la recogida silueta de su abuelo sentado, recortándose contra el fondo azafranado de un sol ya casi oculto tras la sierra de Filabres.
Paró el coche, quitó el contacto y buscó fuerzas para salir y enfrentar su mirada a la del anciano. Temía aquel momento, sabedor de que jamás tuvo secreto alguno para aquel viejecillo bajito y de profundos ojos azules. Sin embargo, consciente de que no había marcha atrás, abrió la puerta y salió.
Contrariamente a lo que esperaba, ni su abuelo, ni su inseparable Lista, la podenca canela que era como su sombra, hicieron ademán de acercarse a él. Simplemente se incorporaron y se quedaron mirándole con gesto sereno. Ajenas a su propia voluntad, las piernas del joven cubrieron la distancia que le separaba del viejo campesino, mientras un grito desgarrado rompió el silencio del descampado:
– ¡Abuelo!
Tomás abrió los brazos, mientras Lista ladraba dando brincos, hasta que Juan apretó al octogenario contra su pecho con todas sus fuerzas. Conforme empezaba a llorar en silencio y con los ojos cerrados, pudo percibir el olor que emanaba de la sempiterna gorrilla del anciano, una mezcla de romero, lavanda y naftalina que recordaba desde que tenía uso de razón.
El mayor dejó que su nieto echase fuera todo cuanto había reprimido durante semanas antes de decirle nada. Solo cuando notó que aflojaba el abrazo y que el temblor de los sollozos daba paso a una calma creciente, le habló con tono suave pero firme:
– ¡Juanico, sabes que yo también quería a esa chiquilla! ¡Era como un ángel! ¡En la gloria esté! ¡Madre mía, si solo hace unos meses que estuvisteis aquí pasando un fin de semana largo!
De nuevo el llanto, otra vez las sacudidas lastimeras y los suspiros entrecortados mezclados con quejas infinitas, hasta que se quedaron los dos con la mirada fija el uno en la del otro.
– Yayo, ¿por qué? ¿Por qué me la han quitado? ¡No puedo seguir! ¡No tengo fuerzas!
Un beso en la mejilla como única respuesta. Una sonrisa cariñosa mientras le sujetaba la cara bañada en lágrimas, con sus dos manos huesudas y callosas.
– ¡Ven, hijo mío! ¡Pasa, que vendrás rendido del viaje! ¡Vamos! – sentenció el campesino pasándole la mano por encima del hombro.
Sentado frente a la recia mesa de madera, por un momento repasó cuanto le rodeaba y se dio cuenta de que nada había cambiado desde la última vez, nada excepto que no tenía a Clara a su lado. Recordó que le había explicado una a una las fotografías de los estantes, los cuadros que colgaban de las paredes, las figuritas de porcelana del aparador y cómo, a cada relato le seguía una risa o una mirada de incredulidad. ¡Era tan cómplice de todo lo suyo! De nuevo se sintió solo, abandonado.
– ¡Vamos, Juanico! ¡Venga, tómate esto mientras preparo unas buenas gachas! – le animó Tomás, mientras dejaba frente a él un platillo de aceitunas del cuquillo y un vaso de vino de Ohanes.
El joven no tenía hambre, sino una sensación de mareo fruto del viaje y del desánimo que no le abandonaba. Aun así, se quedó mirando las pequeñas olivas redondas y que iban del azabache al cárdeno sombrío, pasando por el verdinegro. Junto a ellas, el dorado vinillo del barco centelleaba con el reflejo del cercano hogar.
Deseando asirse a algo familiar y cierto, se acercó una aceituna a la boca y mientras lo hacía supo apreciar el aroma del pimentón, el tomillo, el ajo, el limón y la cebolla con la que había sido aliñada. Al saborearla, la pulpa generosa y sus matices le devolvieron por un segundo a tiempos mejores, en los que no tenían cabida los lamentos. Repitió el gesto varias veces con deleite, hasta que reparó en el vaso y se lo llevó a los labios. El vino pajizo entró sin estridencias, dejando adivinar en su suave graduación, esencias de retama y toques de barrica antigua. Cuando quiso darse cuenta, había dado buena cuenta del platillo de aceitunas y del vaso palmero de vino.
– ¡Abuelo, esto está buenísimo, como siempre!
– ¡Sí, hijo, lo auténtico nunca falla! – le respondió Tomás, mientras echaba la harina de maíz en el humeante perol de barro -. Y eso que, para los modernos, ninguna de las dos cosas, ni ese vinillo ni las olivicas, merecen la pena. Dicen que el vino de embarque no tiene salida comercial y que las lechinas necesitan demasiada mano de obra para ser rentables. Ya ves … ¡Ellos se lo pierden!
Durante la cena apenas hablaron y cuando lo hicieron, fue para comentar cosas del momento como los años que tendría el perol o cómo seguía refrescando por las noches a pesar de estar junio casi vencido.
A la mañana siguiente, aunque Juan se despertó con las primeras luces, al llegar a la cocina ya se encontró preparado el desayuno. Unas buenas rebanadas de pan de hogaza con aceite, requesón de cabra y café de puchero, le acabaron animar.
– Juanico, ¿cómo estás? ¿Un poco mejor? – exclamó Tomás, entrando en la estancia.
– Bueno, sí, yayo, pero en cuanto me olvido un segundo de ella, su sonrisa me vuelve a la cabeza. Es algo que me derrota …
– Ya, hijo, lo entiendo. Cuando murió tu abuela yo estuve a punto de dejarme ir y eso que estuve con ella casi sesenta años y tuvimos a tu padre y a la tía Carmen. Me imagino lo que tiene que ser perder a quien quieres, siendo joven y al poco de estar viviendo juntos – reconoció el anciano.
– Sí, abuelo, es algo que me supera. Sobre todo, porque se lo advertí. No te puedes imaginar la discusión que tuvimos un par de semanas antes de que se infectara. Le recordé que tenía asma y que sus propios compañeros le habían desaconsejado seguir trabajando con enfermos del virus, pero fue inútil. Me dijo que era enfermera y que por vocación no podía renunciar a ayudar en esos momentos difíciles. Ya ves, al final cayó y no pude ni despedirme de ella.
Juan dejó de hablar para luego agachar la cabeza y llorar sin el menor sonido. Tomás quiso respetar ese momento de dolor y tras darle un beso en la cabeza, le dejó tranquilo, consciente de que la serenidad y la reflexión serían el mejor bálsamo para restañar las heridas internas de su nieto.
Más o menos media hora más tarde, el joven reunió fuerzas para salir al exterior donde un sol franco bañaba las paredes albas del cortijo con tal intensidad que tuvo que entrecerrar los ojos.
– Hombre, ¿dispuesto a dar un paseo? – quiso saber Tomás.
– ¡Sí, claro que sí! ¿Dónde vamos? – respondió animado el joven.
– Aquí cerca, a la loma de los olivos, ¿Te acuerdas de ella?
– Sí, abuelo. Además, si no me equivoco, puede que aún tengan flores, ¿verdad?
– ¡Eso es! Veo que tienes buena memoria. Los olivos Lechín de Granada florecen tardíamente y además este año la primavera ha sido más fría de lo habitual. La semana pasada muchos mostraban aún sus rapas con orgullo, aunque ya vi algunos cuajando. Sabes que son caprichosos y puede que hoy ya estén llenos de drupicas poco más grandes que la cabeza de un alfiler.
Tomás andaba aún con paso vivo y sus pies menudos salvaban piedras y matojos mientras seguían la sinuosa y casi imperceptible vereda. La perrilla, como si supiera que el único que podía dar un mal tropiezo era el joven, de tanto en tanto se giraba para comprobar que el urbanita seguía en pie y manteniendo el ritmo de marcha.
Pasado un cuarto de hora de caminata, el terreno empezó a elevarse en una especie de amplia balconada que luego parecía vencerse hacia una pronunciada barranca. El olivar semejaba una ínsula de vida y alegría rodeada por un glauco mar de piedras, hierbajos y tierra agrietada. ¡Estaba precioso! Consciente de aquella belleza, el anciano se detuvo y, sin volver la cabeza, se quitó la gorra mientras decía en voz alta:
– ¡Juanico! ¿Ves tú también la plata de las hojas acariciando el azul del cielo? ¿Notas cómo las olas de verdor mecen al aire sin el menor ruido?
– ¡Sí, abuelo, esto es precioso! – reconoció Juan, sin dejar de admirar el orden y la exactitud con la que aquel medio centenar de olivos formaban a lo largo y ancho de una hectárea, cual tropa de soldados veteranos presentando sus armas con marcial gallardía.
– ¡Ven hijo, quiero que veas algo! – y arrancando de nuevo el paso, bordeó la línea oriental de olivos hasta llegar frente al ejemplar de la esquina misma, el más cercano al terraplén que moría en una reseca torrentera. Se sentó frente al árbol e hizo un ademán, golpeando varias veces el suelo con la palma, para que su nieto se sentara a su lado.
– Juan, sabes que nací en 1931 y que cuando me tenían que haber escolarizado, la guerra no les dio a mis padres la oportunidad de llevarme hasta la pequeña escuela de la aldea, porque el maestro no venía desde Carboneras. Crecí trabajando la tierra y aprendiendo de ella, pero no supe leer ni escribir hasta que tu padre me enseñó siendo yo ya mayor, con más de cuarenta años – empezó a referir el campesino.
– Si, yayo, todo eso lo sé, igual que también tengo claro que tu humanidad y tu verdadera cultura son enormes. Yo soy ingeniero, pero en casi todo, tengo que ser yo el que te pregunta – quiso aclarar el joven.
– No, mira, te cuento eso porque quiero explicarte algo que me hizo ver mi padre hace más de ochenta años. No tengo claro si para ti será algo importante, pero para mí, con mis limitaciones, siempre lo fue.
Juan, por el tono de revelación de algo secreto con que Tomás le empezó a hablar, se sintió transportado a las noches estivales de su niñez, en las que acababa dormido oyendo sus cuentos recitados de memoria.
– ¡Adelante, abuelo, dime!
– Antes quiero hacerte una pregunta y darte una información – aseguró con voz solemne – para, acto seguido, requerir: – ¿Te gusta este olivo que tenemos en frente? Míralo bien antes de responder – puntualizó el viejo.
Juan se quedó examinando la olivera de variedad Cuquillo que tenía delante y, aunque no sabía demasiado sobre cuidados y podas, fue consciente de que se trataba de un árbol magnífico. Con alrededor de 1,30 metros de altura en su cruz y un solo pie, lucía cuatro ramas de vida de igual grosor y magistralmente alineadas en ángulos exactos de noventa grados, de modo que cada una de ellas era equidistante de las demás traseras. Se le veía sano, cuajado de incipientes frutos y su porte y vitalidad sobresalían sobre sus congéneres.
– Pues que es un olivo Lechín magnífico, abuelo – concluyó el nieto.
Satisfecho, el anciano se quedó pensativo unos segundos mientras acariciaba a Lista, para seguidamente señalar:
– Ahora la información, Juanico. A este olivo, le alcanzó de lleno un rayo y lo partió por la mitad. Después, la chispa prendió en sus pies destrozados hasta dejarlos reducidos a poco más que tocones ennegrecidos y humeantes. Cuando siendo un crío de poco más de nueve años vine aquí con mi padre, noté el pesar de su mirada y me contó algo que nunca olvidaré. Eso es lo que hoy te quiero hacer ver, porque a mí me ha ayudado en los peores momentos.
– ¿Qué te enseñó, abuelo?
– Pues verás, él siempre sintió algo muy especial por los olivos. Su padre y antes que él, su abuelo, plantaron esta variedad ya casi olvidada en los campos de España. A pesar de ser de fruto pequeño, tardío y muy pegado a la rama, lo que dificulta su recolección, a ellos nunca les importó tener que ordeñarlos aceituna a aceituna con paciencia y mimo. Jamás consintieron que ni una sola de sus olivas tocaran el suelo. Para ellos, estos árboles eran como criaturas queridas a las que acunar con podas o pechos renovados, y decían que eran agradecidas porque les devolvían el esfuerzo con las aceitunas más sabrosas para aliñar y con el mejor aceite que paladear.
– Ah, ya… – respondió Juan para demostrar que seguía atento, aunque sin saber dónde quería ir a parar su abuelo.
– Bueno, como te digo, el disgusto de mi padre al ver los restos calcinados de este olivo era obvio por todo lo que te he dicho. Pero entonces hizo algo que me desconcertó. Cogiendo el mulo con el que habíamos venido, me dijo que me quedara aquí porque necesitaba acercarse al cortijo a por algo. Poco después volvió con una sierra grande y, remangándose la camisa, se puso a cortar el tocón requemado a ras de suelo. Cuando después de un buen rato de esfuerzo hubo acabado, se sentó a mi lado para reponerse y, estando como estamos tú y yo ahora, me dijo:
– Tomasico, ¿ves ese tocón cortado a ras de suelo? ¿Qué crees que será en el futuro?
– ¿Pues qué puede esperar usted que sea, padre? Nada, tal vez un apoyo para sentarse o un buen lugar para dejar la fiambrera y almorzar. Poco más – respondí yo.
– Hijo, el alma de estos magníficos árboles no está en su tronco ni en sus ramas. Aunque la firmeza de sus robustos pies te parezca su corazón, o que el brillo de sus hojas y aceitunas te atraigan más que nada, no te dejes llevar por las apariencias. Su esencia, su verdadero espíritu está en sus raíces. No puedes verlas porque se hunden en la tierra como queriendo guardar su pudorosa belleza a ojos extraños, pero es así. El olor del aceite que tenemos en casa, su sabor mezcla de dulzor y toques amargos, o la pulpa carnosa de nuestras aceitunas, no son sino recuerdos del enorme vigor de esa raigambre clavada en la tierra.
– No le entiendo, padre …
– Te lo explico de otra manera, verás como así lo ves más fácil. Este triste muñón que apenas sobresale de la superficie, es el extremo visible de otro árbol vuelto del revés bajo el suelo, que sigue con un alma plena y llena de vida. Sus ramas no sienten el aire, pero sí recogen agua y alimento y, sin dejarse admirar por nosotros, nutren al ser gemelo que sí podemos tocar y cosechar. Tomas, sin hojas sigue habiendo raíces, pero sin estas, jamás habrá nada. ¿Lo entiendes?
– Creo que sí. Me está diciendo que, aunque no lo pueda ver, el olivo sigue vivo y que tengo que tener fe en que puede recuperarse. ¿Es así?
– ¡Eso es, hijo! Pero no solo hay que tener fe, también constancia diaria en esa creencia. Desde hoy y hasta que acaben tus días, lo cuidarás. Verás como de las primeras y débiles varetas que le salgan, a base de cuidado y cariño, llegará a ser un olivo aún más altivo que el que era antes del rayo. Y ¿sabes algo más?
– No, padre, dígame – le respondí aún confuso por cuanto me había enseñado.
– En esta vida, creo que los hombres somos como los olivos. Puede que sufras un revés brutal y te veas tan roto como estaba ese pobre olivo, pero si eres capaz de recordar que mientras tu alma siga intacta, sigues siendo persona, tendrás una segunda oportunidad. Por el contrario, si en lugar de buscar nuevas razones para vivir solo te dedicas a lamentar tu desgracia, acabarás siendo un triste leño reseco y muerto.
Tomás dejó de hablar. Girando la cabeza y posando sus pupilas en las de su nieto, le sonrió abiertamente, preguntándole sin palabras si había conseguido hacerle llegar el mensaje. Juan, sin apartarle la mirada, fue sincero al responder:
– Yayo, creo que empiezo a entenderte …
– Sí, hijo, te conozco bien y estoy seguro de que me has comprendido. La pérdida de Clara te ha fulminado en tus sentimientos, en tus ilusiones. Pero igual que ella murió por amor a los demás, tú debes vivir por ese mismo amor con mayúsculas. Tus raíces, que no son otra cosa que tus convicciones y tus valores, siguen intactas. Por eso, aunque tus ramas estén tronchadas y tus hojas secas, tu alma sigue viva y merece una oportunidad. Clara no querría otra cosa que no fuese verte crecer de nuevo hacia el cielo para dejarte mecer por el aire limpio de la mañana. Con esa idea tienes que levantarte cada día.
Juan levantó la vista hasta el azul turquesa de un cielo infinito y notó cómo una certeza calaba dulcemente en su conciencia: no, no estaba en un pozo, sino en un túnel. Su abuelo le acababa de enseñar que aquella oscuridad tenía salida.