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012.- Verde infancia

María Dolores P. Martínez Martínez

 

Siempre me había atraído el color verde: en la ropa, en las comidas, en los ojos, en la música, en la poesía de Lorca…, incluso me gustaban los chistes verdes. Lo que no sabía es que ese color iba a influir tanto en mi vida.

Al comienzo de la última crisis económica del país, la fábrica en la que trabajaba mi padre dedicada al sector del metal, realizó un ERE de la noche a la mañana. Los días posteriores, después de firmar el finiquito y cobrar la pequeña indemnización, fueron muy amargos. Estaba preocupado al principio y después, desesperado. No dejaba de dar vueltas a su cabeza sobre lo inexplicable de su situación cuando un año antes nada lo hacía presagiar.

Su nueva rutina era levantarse temprano, a pesar de lo poco que le había gustado siempre madrugar y las regañinas que me echaba a mí por lo mismo. Despertaba a mi madre y se iban a pasear, después de que a mi hermano y a mí nos dejaran en el colegio. Cogían el Paseo de la Castellana, llegaban hasta el Retiro, deambulaban entre el verdor esperanzado de los castaños, a la orilla del agua del estanque. Se sentaban al lado del Palacio de Cristal y allí hacían cientos de conjeturas, como que el dinero se acabaría, que a pesar de los currículos que enviara sería difícil encontrar trabajo, entre otros motivos por su edad. Mi madre tenía excedencia en el trabajo debido a mi larga enfermedad, de la cual estoy ya casi recuperado.

Al enterarse un tío de mi padre (al que apenas llamaba ni se preocupaba de él), que se había quedado sin trabajo, nos llamó para ofrecernos ir a vivir a Andalucía, a un pueblo de Granada, donde tenía varias fincas de olivos, mucha producción y escasa mano de obra. Al principio y cuándo nos lo comentaron, nos pareció una locura. Mis padres no tenían ni idea de cultivar el campo, ni nosotros de si sabríamos respirar aire puro. El trabajo de mi padre consistió en ser mando intermedio en una gran empresa del metal, mi era madre enfermera… ¿qué podríamos pintar allí?, pensé para mí.

Desecharon la idea y no pensaron más en ello, ¡bueno, yo sí!, lo de comer aceitunas a destajo me atraía, y el aceite de oliva con pan y azúcar era mi merienda preferida.

Una noche de esas de insomnio que mi padre tenía frecuentemente, comenzó a pensar en la posibilidad de mudarnos a vivir allí y dejar la gran ciudad. Me contó que tuvo la impresión de que su cabeza ardía en la almohada, que su corazón se desacompasaba (pobre papá), le dio por acordarse del cuadro del pintor sevillano: Juan Valdés Leal, “In ictu oculi” (en un abrir y cerrar de ojos), con la leyenda: “La vida humana finaliza, de un soplo, como una vela que se apaga”. Lo había visto hacía unos meses, y como me sucedía a mí con el color verde, no comprendió esa noche de pesadillas que ellas le iban a ayudar a tomar una decisión trascendental.

Al día siguiente, a la hora de la comida y reunida toda la familia, nos comunicó que íbamos a comenzar una nueva vida antes de que se apagara la actual, que no podíamos quedarnos a esperar a que cambiara la situación, cuando teníamos muy pocas esperanzas de mejora. Que en un abrir y cerrar de ojos (como el título del cuadro), tendríamos que hacer las maletas e ir a donde nos ofrecían casa, trabajo y colegio para los niños. Las caras de asombro que teníamos eran para fijarlas en un sello. Mi hermano Juan, de catorce años, solo acertaba a decir:

–¡Pero papá, es una locura!

Mi madre balbuceaba:

–¡Si yo no he salido nunca de mi ciudad!

Solo a mí me hacía cierta ilusión ir a vivir al campo.

Dejó que nos expresáramos, pero ya estaba decidido. Se sorprendió a sí mismo de la intransigencia con la que trató el tema.

Transcurrieron dos meses después de aquella reunión y llegó el día de la mudanza. La mañana amaneció brumosa y fría. Cuando nuestros enseres ya estuvieron apilados y tapados como si tuvieran vergüenza de que se les fuera a colocar en suelos más toscos y oscuros, el camión arrancó lentamente; detrás de ellos, iba mi madre conduciendo nuestro coche, yo, volví la cabeza hasta que la lluvia desdibujó del todo la que fue nuestra casa hasta entonces, vislumbrando que nuestra vida se descomponía perdida en una niebla cetrina de incertidumbre, miedo y esperanza.

Como os iba diciendo, mi padre nos llevó a Granada a intentar vivir lo mejor posible de los olivos. Yo era el hijo pequeño y el que mejor se adaptó a la nueva situación. Mi padre trabajaba mucho; mi hermano no paraba de protestar y echar de menos a sus amigos y a alguna novieta de las que solo se miraban a los ojos, ¡qué más hubiera querido él que darles algún besillo!, pero es que era muy pesado.

Mi madre, con el tiempo me di cuenta, que ese rol de mujer sometida y comprensiva tan anticuado era su forma de ser, buena, dócil, y más cuando no tenía seguridad en las decisiones que iba a tomar.

Mi primer día de escuela -aún no tenía edad de ir al instituto-, fue terrible: lo primero que me hicieron fue tirarme la cartera a un gran charco de agua, era invierno, hacía frío y allí me tuve que meter para recuperarla. Fui a quejarme al maestro (aún se dice maestro por allí), me acercaba despacio y disgustado hacia él, que estaba de espaldas hablando con otro hombre cuyo aspecto me resultó desagradable. Cuchicheaban algo sobre aceitunas, uno con acento marcadamente “granaino” y el otro como sudamericano; cómo comprenderéis, a mi edad, tampoco voy a distinguirlos claramente. Como no me oyeron, tosí, la reacción del maestro fue violenta.

–¿Eres tonto chico?, ¿por qué no llamas?

–Perdone, la puerta estaba abierta… –dije con voz atemorizada.

Con zancadas enormes y acercándose a la puerta, me la señaló con su manaza para salir por donde había entrado. Yo no daba crédito a su reacción, tampoco me consoló la mirada amenazante que me dirigió el otro hombre.

Cabizbajo, me fui hacia el campo, con mis queridos olivos, sin decir nada a mis padres, y allí me puse a contar olivas, que estaban sobre una especie de rejillas en el suelo después de haberlas vareado. Estaba solo. Mis padres, el tío y un peón que les ayudaba se encontraban comiendo. Al cabo de dos horas aproximadamente, y después de haber contado unas quinientas aceitunas, haber lanzado con rabia unas cien a lo lejos y mordisqueado unas treinta, apareció mi padre llamándome a gritos.

–¿Qué haces aquí?, han llamado de la escuela, que te has escapado. Creíamos que te había pasado algo.

Mi padre me dio un bofetón, ¡vaya día que llevaba! Y encima con un sabor en la boca muy amargo.

–Papá, que me han tirado la cartera, ¡los muy salvajes! Y el maestro, no me gusta, hablaba con un tío con malas pintas.

Mi padre, ya más conciliador y sin escucharme, me cogió de la mano y me llevó a comer, ¡menos mal que no se dio cuenta de todas las aceitunas que tiré!

Al día siguiente, atemorizado, pero dispuesto a disimular mi miedo, caminé con la cabeza muy alta por el pasillo que habían hecho los salvajes para que pasara yo. El maestro les reprendió sin fuerza. A la hora del descanso, me quise quedar sin recreo. Aprovecharía para estudiar. ¡No pude! El maestro me echó en cuanto apareció por una pequeña puerta, que nadie usaba, el tipo del día anterior; se lanzaron unas miradas entre interrogantes y malhumoradas, comprendí que yo les estorbaba.

–Juan: sal al recreo, te dejo que salgas del patio y des un paseo por el pueblo, pero ahora tengo que dar una clase particular a este señor.

Quise abrir la boca y decir un pero que no dije, porque otra vez con esa manaza me indicó la puerta.

Así transcurrían mis primeros días en este pueblo.

Por fin hice amigos, y hasta los más rebeldes se peleaban porque yo jugara al fútbol con ellos. Y alguno hasta se ofreció a ayudarnos para que su padre nos llevara en el tractor las aceitunas a la almazara. La que no iba bien era mi relación con el maestro. No entendía por qué me había cogido manía, si yo ya me iba con todos por la puerta principal de la clase al patio.

Un día, de madrugada, se oyeron fuertes repiques de las campanas de la iglesia. Nos asomamos por las ventanas para enterarnos de por qué repicaban. Al abrirlas, llegaron gritos de la gente del pueblo. Había fuego, procedía de los bancales de la fruta o de las fincas de olivos; no se distinguía con los nervios y el miedo, como tampoco las voces. Mis padres se vistieron apresuradamente y no sabían si llevarnos con ellos o no con el fin de evitar que nos pasara nada, porque no tenían claro qué es lo que sucedía. Al final nos llevaron con ellos y se pusieron a hacer lo que hacían los demás, pasar cubos de agua, hasta que llegaran los bomberos.

Muchas hectáreas de olivos se habían quemado, incluidas las nuestras. Sentí una pena infinita, ya no les contaría mis penas, ni sacaría brillo con las mangas del jersey a las más verdes para que brillaran, ni tomaría ese aceite verde, espeso, de sabor inigualable, con pan. Dijeron los medios de información que el fuego había sido provocado. Según las investigaciones, no se sabía quién o qué lo había provocado.

–No lo saben ellos, yo sí –pensé.

Una vez apagado el fuego y frías las cenizas, me acerqué por allí y me revolqué sobre ellas; había oído muchas veces la frase: “Hay que resurgir de las cenizas”, por eso yo lo puse en práctica, creía que así se conseguiría. Después de unos cuantos revolcones y manchado de ceniza, me fui a la escuela; allí estaba el maestro que, al verme, se acercó, y sin mediar palabra, me dio un doloroso y sonoro bofetón, no por lo sucio que iba, sino para que no hablara, lo vi en sus ojos.

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