
013.- AOVE, pan y chocolate
Mi abuelo Francisco, era capataz en una finca de olivos. Siempre estaba trabajando, apenas tenía tiempo para nosotros, conocíamos la finca, habíamos estado otras veces. Era de un buen amigo de mi abuelo, vivía en Madrid, ese era el motivo por el que su hijo Mauro, de oficio perito agrónomo, estaba al cargo de la finca. Casado con Josefa, pero todos la conocían como Esperanza, por ser muy alegre, de carácter optimista ante la vida. Tenían una hija de 10 años, Manuela, había nacido con una enfermedad, siempre estaba delicada. No podía comer lo que quisiera, ni correr, saltar o montar en bici, puesto que la visión del ojo izquierdo era inferior a la del ojo derecho, sus padres temían que pudiera tener un accidente. Diabetes era el nombre.
Somos tres hermanos, en verano de 1979, fuimos a pasar un día a la Finca. Mi hermano Carlos tenía catorce años, Angelita diez y yo Gala, trece.
Mi abuela Pilar era la encargada de mantener la Finca limpia, preparar la comida y tener siempre víveres. Además de los dueños y mis abuelos vivían 14 personas más. La cuadrilla de “Platero” los que se ocupaban de los olivos, la recogida de aceituna, la poda, quema del ramón… Yo no entendía cómo el campo podía tener tanto trabajo. Los olivos no se mueven, no hablan y con sólo regarlos para mí ya era suficiente. ¡Bendita ignorancia!
A Manuela le encantaba montarse en el remolque del Land Rover para bajar desde la finca hasta la carretera a recogernos. Su padre la montaba primero en los asientos, con mi abuelo, que era quien conducía, ella protestaba pero D. Mauro la convencía rápido, le decía:
–¡Al asiento o te quedas aquí!
Ella daba un saltito para subir al Land Rover. Su padre se sentaba a su lado.
Al llegar a la finca ya estaba Manuela esperándonos, justo debajo del azulejo donde se leía “PLATERO”, sí, igual que el burro de Juan Ramón Jiménez. Manuela tenía una sonrisa encantadora. Estaba un poco nublado, pero para mí, era el amanecer más bonito que había visto. Por primera vez descubrí que los olivos también son plateados y al ver el azulejo por encima de la cabeza de Manuela, comprendí que aquel nombre también era por ese color del olivar.
Nos bajamos del coche, mi padre y mi madre saludaron de forma muy cariñosa a mi abuelo paterno y a D. Mauro. Manuela, estaba chillando de alegría, abrazada a mi hermana Angelita. Carlos se había sentado en el borde del remolque, apoyando sus pies fuertemente en el suelo del mismo, para mantener el equilibrio y no caerse. Manuela le quiso imitar, su padre le llamó la atención:
–Manuela siéntate bien, aquí junto a tus amigas.
Íbamos sentadas en capazos para la prensa de la aceituna y yo había elegido un pantalón corto ese día. ¡Cómo me estuvieron picando las piernas varias horas!
Se oyó la voz de mi abuelo:
–¿Estáis agarrados? Voy a arrancar.
Todos a la vez contestamos:
–¡Sí!
El camino hasta la subida a la finca fue muy divertido. Mi hermano se balanceaba en el remolque y nosotras no parábamos de reír. Era más divertido que cuando venían los feriantes a la ciudad. Había que agarrarse fuerte en los baches y en las pendientes, porque si no, nos deslizábamos por el remolque como una pelota sin control. Parecía que allí dentro no existiera la gravedad. Nos reímos mucho, tanto que hasta D. Mauro terminó riendo de vernos a nosotros tan contentos.
Llegamos a la Finca, tenía varias casitas de piedra antes de llegar a la casa de mis abuelos, estaban preparadas para que viviesen los empleados. Otras simplemente se utilizaban para guardar los aperos de labranza, el tractor o como cuadra.
Esperanza, nos esperaba junto a mi abuela Pilar. Era una señora muy culta, sabía mucho de libros, tenía una biblioteca enorme, más grande que la de nuestro colegio. Ella eligió el nombre de la finca.
La llegada había sido muy divertida, el viaje, el camino a la casa, los baches, las cuestas…Todo hacía presagiar que sería maravilloso.
Nos besaron y abrazaron. Manuela y Angelita salieron corriendo de la mano.
– ¡Marjorie! – gritó Esperanza– No corráis, id andando. Un poquito antes de las dos volvéis, será la hora de comer, no hagas esperar a tu padre, sabes que no le gusta que llegues tarde a la mesa.
–Sí mamá– respondió Manuela.
– ¿Cómo te ha llamado? – Le preguntó Angelita.
– ¡Ah, mi madre! Está todo el día leyendo sobre mi enfermedad y descubrió que la primera cachorrita que utilizaron para probar una vacuna contra la diabetes, se llamaba así. Para ella ahora soy “Marjorie”. Antes me llamaba “mi niña de miel”, pero al ser más largo lo ha cambiado.
Ambas rieron. Angelita le dijo:
– Me gusta.
Mi sorpresa fue ver que todos comeríamos en casa de Manuela. Mi abuela estaba preparando “pipirrana, tortilla de habicholillas y leche frita”. Y por supuesto un buen plato de aceitunas de allí. ¡Menudo banquete! Mi madre nos hacía leche frita sólo en días de fiesta. Imaginé que eso sería como una fiesta para Manuela.
El abuelo comenzó a hablar con D. Mauro de las tareas que había que hacer.
– Francisco hay que enviar una cuadrilla al sur de la finca para quitar jaramagos que han salido allí. Los he visto en mi paseo a caballo.
– No te preocupes, eso y regar los olivos que ayer no se regaron, está empezando a hacer cada vez más calor– respondió mi abuelo, mientras se montaban de nuevo en el Land Rover, para ir hasta el lugar donde estaba la cuadrilla.
Oí unos gritos que venían del exterior. Me asomé a la ventana, era el panadero. Avisé a mi abuela. Pero ella ya tenía en la mano preparada la talega del pan y el dinero. Me miró y sonrió.
–Buenos días Antonio– le dijo.
–Buenos días señora Pilar, ¿le pongo lo de siempre? ¿Un pan de hogaza grande?
–Sí – dijo mi abuela. – pero además una libra de cantos. Están aquí mis nietos.
–Aquí tiene y la harina de avena que me encargó D ª Esperanza.
– Hola niña ¿cuántos años tienes? – me preguntó el panadero.
– Trece, respondí.
–Más pequeña conocimos a D ª Josefa, perdón Esperanza. Tenía unos 8 años cuando empezó a venir a Jaén de vacaciones. Le gustaba subir al horno de mi padre, que antes estaba en “los Caños” y siempre que entraba decía:
– “¡Yo quiero un OCHIO!” Nos contaba que en Madrid no había Ochios, que ella echaba de menos sus Ochios y su “hoyuelo” de pan con aceite. Que nuestro aceite era el mejor del mundo, que no había probado merienda mejor que aquí. Era muy pizpireta, risueña, siempre sonreía.
Antonio se subió a su furgón y continuó su camino.
Entramos en casa de mi abuela para guardar lo que compró, allí estaban jugando las pequeñas, mi abuela nos dijo:
– Gala, Angelita id con Manuela tiene algo que enseñaros.
–Sí– dijo Manuela muy sonriente–Venid conmigo-.
Fuimos a su casa trotando, casi a la carrera, subimos las escaleras al piso de arriba. Manuela abrió una puerta y era una gran habitación, con una cama y dos colchones en el suelo.
–Después descansaremos un rato antes de ir a bañarnos a la alberca– Fueron las palabras de Manuela.
Angelita se puso a dar grititos de felicidad:
– ¡Bien, yupi!”
Justo en ese momento entró Esperanza.
–Hemos preparado ésta habitación para que podáis estar juntas, estos colchones los hemos hecho, para vosotras, con lana de nuestras ovejas, cuando se esquilaron en primavera, vuestra abuela le añadió tomillo e hinojo para que huelan bien.
Ese era el olor que yo había sentido, era como estar comiendo aceitunas. Luego supe que esas plantas aromáticas se utilizan como aliño para ellas.
Bajé a la cocina, pues en toda la casa había un olor dulce que me hizo curiosear.
–¿Abuela qué haces? ¿Qué es eso que huele tan bien?
–“Paparajotes” –dijo– Os van a gustar, es dulce, os chuparéis los dedos, para que Manuela pueda comerlos, se encarga una harina especial, la que ha traído el panadero, y sólo los emborrizamos de canela.
Mientras me contaba su deliciosa receta, entraron en la cocina Manuela y Angelita.
– ¡Qué suerte tienes, Manuela! –le dije. – Mi abuela Pilar guisando para ti.
Manuela me miró y asintió, diciendo a la vez que todo el mérito era de Pilar, que tenía unas manos de oro. Lo sabía, mi madre lo decía continuamente.
–¡La comida de la abuela es la mejor del mundo!
Yo, en esa época era muy golosa, estaba deseando hincarle el diente.
Pusimos la mesa y comimos todos juntos. Pregunté dónde nos bañaríamos, mi abuelo nos contó que dentro de la finca había una alberca, y que D. Mauro se había preocupado personalmente de adecuarla, quitando todo el ramaje que tenía alrededor, piedras o cualquier cosa que Manuela no pudiese ver con facilidad. Me alegré al saber que nos habían preparado una piscina sólo para nosotros. Comimos y nos fuimos un rato a la habitación de Manuela.
–¡A ponerse el bañador chicas! – oímos a mi abuela desde el principio de las escaleras – Os están esperando Carlos y el abuelo en el Land Rover.
Mientras me preparaba, encontré en la bolsa de las toallas una tableta de chocolate con leche. Pensé en lo buena que era mi madre y que siempre nos sorprendía con algo inesperado: ¡Una tableta de chocolate! Definitivamente estábamos de vacaciones
– Ten cuidado– dijo D. Mauro a su hija, a la vez que la ayudaba a subir en el coche.
–Sí papá –respondió.
–No se preocupe, me encargaré de vigilarlas– le dijo Carlos.
El camino no era nada largo, pero al estar entre los olivos, parecía que nuevamente íbamos de viaje. Cuando llegamos mi abuelo se fue con el Land Rover, pero no iba a la casa, quería ver si en alguna parte de la linde de la finca habían crecido “malas hierbas” como él decía, eso le quitaba fuerza al olivo, para que se desarrollara con plenitud y diese el mejor fruto, tanto para comer, como para hacer aceite de oliva virgen extra. El aceite de la finca era muy valorado. Todo el mundo de la ciudad lo conocía e iban a comprarlo a la cooperativa. No se vendía en tiendas. Sólo en la almazara que lo extraía. Era un sabor tan bueno que mojar pan en aceite era un pequeño placer para todos.
Estuvimos bañándonos mucho rato, riendo, salpicándonos agua, mi hermano Carlos me hacía “ahogadillas”. Angelita y Manuela se partían de la risa. De repente Manuela nos dijo que quería salir, se estaba mareando. Entre Carlos y yo la ayudamos. La sentamos en unas piedras y se echó en el costado de Carlos. Había palidecido, pensé que lo mejor era merendar. Mi abuela nos había preparado unos “cantos” de pan y aceite en una talega. Los repartí, le dije a Manuela:
– Come un poco, mi madre dice que el pan con aceite “resucita a los muertos”.
Seguidamente saqué el chocolate.
–¿De dónde has sacado eso? ¿No la habrás robado? – me preguntó Carlos con voz de asustado.
–Tranquilos –les dije– La he encontrado en la bolsa de las toallas, nos la ha metido mamá, seguro que quería sorprendernos. Repartí la tableta entre mis hermanos y al llegar a Manuela puso la mano, le di una sola onza, no sabía si ella podía comerlo.
El pan y aceite había empezado a hacer efecto, aquel sudor frío y la tiritera estaban desapareciendo.
Nos tomamos la merienda y Manuela dijo que quería volver a casa. Carlos contestó:
– Estupendo, me acuerdo del camino muy bien. No hace falta que esperemos al abuelo.
Nos volvimos despacito, caminando entre los olivos. Yo miraba a Manuela que iba de la mano de Angelita y cada vez su aspecto era un poco más sonrosado.
¿Qué habrá sido lo que ha hecho que Manuela se recuperara del mareo? ¿Por qué mi madre dice que el pan con aceite es milagroso? Me empezaron a surgir cientos de preguntas sobre lo que había pasado. Mi cabeza no paraba de pensar en que científicamente tenía que tener una explicación.
Llegamos a casa de Manuela. Mi abuela nos vio desde el ventanal y fue hacia nosotros.
–¿Qué pasa? ¿Os ha pasado algo? ¿Por qué habéis vuelto tan pronto? Y solos, sin que os recogiese el abuelo.
Le contamos lo que había sucedido y mi abuela fue a llamar a Dª Esperanza y D. Mauro que estaban en la cuadra con los caballos.
–¿Qué te ha pasado Marjorie? –Le preguntó Esperanza.
–Lo de siempre mamá, me he mareado, pero Gala me ha dado pan aceite y un poquito de chocolate y se me está pasando.
Sube a tu habitación y descansa un rato. Intenta dormir algo. Luego irán tus amigas.
–Vamos Manuela, yo te subo– dijo D. Mauro mientras la cogía en brazos.
–Chicos habéis hecho muy bien dando a Manuela algo de comer. Uno de los síntomas de su enfermedad son los desmayos. La rápida atención ha hecho que se recupere, sin ningún problema. Gracias, muchas gracias.
–Esperanza ¿quiere un vaso de achicoria? He hecho paparajotes –le dijo mi abuela.
–Sí, por supuesto y otro para ti– le contestó.
Desde aquel día que me sentí orgullosa de haber ayudado a Manuela. Pensaba de manera continua, que tenía que descubrir las propiedades del aceite. Todo es ciencia. Seguro que hay una base científica. Todas las personas mayores no iban a estar equivocadas cuando lo llamaban “Oro líquido”.
Terminé mis estudios obligatorios, me matriculé en la Universidad de Jaén, en Biología. Quería saber todo sobre el aceite. Aprendí que el AOVE está compuesto de hidroxitirosol, un polifenol que reduce e incluso puede llegar a evitar problemas vasculares, derivados de la diabetes mellitus. Tomar aceite, en dosis bajas, pero a diario, estaba aconsejado para reducir la inflamación vascular asociada a la enfermedad. Además de otras muchas propiedades beneficiosas para los enfermos de diabetes, supe que era un buen antioxidante, antiinflamatorio, anti infeccioso e incluso previene ciertos tipos de cáncer.
Carlos estudió diseño gráfico, Angelita publicidad y marketing. Entre los dos crearon una empresa. Angelita es muy creativa. Les va muy bien.
Manuela es Doctora en Olivar y Aceite de Oliva. Ahora las dos trabajamos juntas en la Universidad de Jaén. Formamos parte de en un equipo de investigación sobre las propiedades del AOVE, para combatir diferentes tipos de enfermedades.
Ella además ayuda a su padre en la finca. Extraen todos los años un aceite ecológico de exquisitas propiedades organolépticas. Su marca es: “FINCA PLATERO”. Variedad Picual, está catalogado dentro de los aceites como Frutado Verde Intenso. Ha ganado diferentes concursos de calidad, tanto de la provincia de Jaén, como Nacionales e Internacionales.
Mis hermanos les diseñan los envases del aceite y se encargan de las campañas de marketing.
Desde aquel día de verano en “Platero” sin saberlo, se habían unido nuestros destinos.