015.- Se muele aceituna y la pena
Fue en el tiempo de las brisas perfectas, de los primeros soles del estío, de las pieles mudadas de lagartos ocelados y culebras de rastrojos, cuando las olivas jugaban a verdes pleamares en el horizonte de Escañuela.
Entre La Nava y Cotrufe, no muy lejos de los adelfales y la dehesa de Davia, aprovechando un ruinoso molino que restauró, se refugió Serapio.
Adosada en su parte trasera el molino tenía una pila, la pila una enorme piedra labrada en su fondo –procedente de los cercanos lanchares– y la piedra un extraño dibujo que imitaba un rostro humano. Serapio, el molinero, decía que cuando el agua no estaba turbia se distinguían perfectamente las facciones de una mujer. Si sonreía era señal de que los días venideros devendrían halagüeños; en caso contrario se cernía alguna desgracia sobre el que se asomaba a consultar tan peculiar oráculo. Me preguntaba qué ocurriría si muchas personas de distinto futuro se interesaban a un tiempo, ¿podía la pétrea mujer mostrarse triste y alegre a la vez?
Había también una primorosa jaula de grillos vacía y una conejera reforzada llena de colorines colorados.
– Serapio, ¿cómo los amaestró?
Él se reía. Siempre lo hacía. Y mostraba una boca desdentada que lo envejecía todavía más.
– Fueron ellos los que me amaestraron.
Mis diez años escasos no alcanzaban a entender sutilezas de anciano.
– Digo que cómo no se le escapan por entre los alambres, caben de sobra.
Y venga a reír.
– Criatura, los colorines no están prisioneros, están ahí para protegerse de los peligros de afuera.
En verano dos parejas de golondrinas construían sus nidos en el alféizar de la ventana ciega del molino y revoloteaban piando en el crepúsculo. “Son las niñas de mis ojos”, decía el hombre; y yo no entendía por qué no quedaba ciego, ni siquiera tuerto, cuando se marchaban a mediados de septiembre.
Recuerdo también un cartel carcomido labrado sobre un redor en desuso en el que a duras penas podía leerse: “Se muele aceituna y la pena. Se venden ideas. Me alquilo para padecer.” Y un cerezo del que colgaban a principios del verano los más brillantes frutos que imaginarse pueda. (Es curioso lo selectiva que se torna la memoria de la niñez).
La gente del pueblo tenía por loco a Serapio y si consentía su vecindad era porque la calidad del aceite de su molino excedía en mucho a la de los más cercanos, superando incluso a la de las modernas almazaras; el cura, incluso, nos los ponía como ejemplo de recalcitrante ateo (la palabra recalcitrante, no sé por qué, me sonaba y olía a alquitrán).
– ¿Es verdad que no cree usted en Dios?
– ¿Quién te ha dicho eso, hijo? –contestaba preguntando, sin parar de reír.
– Don Luciano en la catequesis. ¿Es verdad que no cree en Dios?
– Eres igual que el Principito, nunca renuncias a una pregunta, ¿verdad?
Me encogía de hombros, sin saber quién era ese Principito.
– Dile a Donlu de mi parte que lo importante no es que yo crea en Dios, sino que Dios crea en mí.
Serapio se mofaba de los importantes del pueblo, de las fuerzas vivas, como él los llamaba, abreviando sus nombres; el farmacéutico era Dondi en lugar de don Diego, el maestro Dondo, por don Domingo, el alcalde Donda, en vez de don Damián, y don Deogracias, el sargento del cuartelillo de la Guardia Civil, fue bautizado como Donde. “Es una pena que el juez se llame Francisco, nos falta sólo la u”, se carcajeaba de sus propias ocurrencias.
Me decía que coleccionaba amaneceres de Arjona, investigaba lunas de Grañena, perfeccionaba sueños de Albaida, sembraba ilusiones, clasificaba brisas de Escañuela y cosechaba de todo un poco. Yo, en cambio, sólo lo veía cuidar de su modesta y trabajosa almazara, trabajar la aceituna, alimentar a sus animales (cerdos, ovejas y pájaros) y reír. Siempre reía, incluso cuando alguien del pueblo, a escondidas, lo visitaba con semblante abatido y charlaba con él durante un buen rato. Las más de las veces, por supuesto, con algunos capazos de aceitunas mediando como excusa.
A mi madre no le agradaba que yo frecuentase su compañía, no es que lo considerase peligroso ni desaconsejable, sin embargo, tampoco quería que en el pueblo se corriese la voz de que el hijo de la Andrea era amigo del aceitunero. Por eso no le decía la verdad, aunque tampoco la engañaba. Si me preguntaba dónde había estado, le contestaba que en el campo, o con un amigo, o aprendiendo a cazar grillos. Porque Serapio me enseñó cómo cazar grillos, siempre a favor del sonido y en contra del viento, para que éste no me delatase. Intentó enseñarme las treinta sonatas distintas que componían el repertorio de los grillos, una por cada día del mes, pero a mí todas me parecían iguales, el mismo monótono frotar de alas (élitros me dijo que se llamaban). Me desesperaba, no distinguía el canto melancólico de los últimos días del alegre de principios de mes, jamás notaba variación en el rostro de la mujer de la alberca –y eso que en varias ocasiones que me asomé el agua estaba cristalina–, me resultaba imposible diferenciar los ratones que campaban a sus anchas por los montones de aceitunas pendientes de pasar por la molienda. Él los había bautizado a todos: Rabilargo, Timidón, Trompetero, Donda –decía que se parecía al alcalde–, Mofletudo…, así hasta casi dos docenas.
– Si son todos iguales –me irritaba por mi incapacidad para saber cuál era Timidón y cuál Trotero, y llegaba a pensar que me tomaba el pelo.
– Te parecen todos iguales, lo mismo que para un ratón todos los hombres son iguales, pero no es así…, ¿nos parecemos tú y yo?
Me desconcertaba y me escabullía de aquellas preguntas con más dudas.
– ¿También los tiene amaestrados?
– No, los ratones son demasiado parecidos a los hombres como para dejarse amaestrar.
– ¿En qué se parece un ratón a un hombre? –le intentaba devolver la moneda.
– Todos los animales se parecen a los hombres; lo único que nos diferencia de ellos es la sonrisa y el estado de celo permanente, ¿lo entiendes?
Asentía para no parecer más ignorante de lo que en realidad era; asentía y memorizaba aquella frase: sonrisa y estado de celo permanente, sonrisa y estado de celo permanente. Luego el cura se quejaba a mi madre de que no progresaba en el catecismo y la advertía de que, de seguir así, sería muy difícil que hiciese la comunión ese año. “Dice cosas muy extrañas, dice obscenidades”, escandalizaba don Luciano a mi madre. “¿Dónde aprenderás esas cochinadas?”, repetía mientras me zurraba con la zapatilla.
– Dice don Luciano que el hombre se diferencia del animal en la posesión de un alma inmortal, no en la sonrisa y el estado de celo permanente.
Serapio se desternillaba de risa cuando le relataba lo sucedido en la catequesis. También me desahogaba con él por mis trifulcas con mi madre: “Dice que cuando vuelva mi padre y le cuente lo que digo me va a correr el cuerpo a correazos, y que los guachos de ahora no tenemos vergüenza.” Pero cuando mi padre regresaba los fines de semana de la cantera no traía ánimo nada más que para dormir y para dejar reposar los pies, inflados como botas, en calderos de aguasal. “Cosas de críos”, me disculpaba ante mi madre. “Así nos va a salir él, un bala perdida…, tú, encima, ríele las gracias.”
– Pero, entonces, ¿los animales no tienen alma?
– Eres igual que el Principito –y en esta ocasión la sonrisa de Serapio se empañaba de un rictus de dolor, alegría y pena, como cuando llueve y hace sol–, no te gustan las preguntas sin respuesta…, y ya verás que eso es lo que más abunda en la vida… Yo estoy convencido de que los animales, como las almazaras, tienen alma, respecto a la de los hombres no estoy tan seguro. Pero no se lo digas al cura…, ni a tu madre.
– ¿Le duele algo?
El sufrimiento aparecía en la mirada de Serapio tras la visita de alguien del pueblo. Tardé tiempo en relacionarlo, pero no había duda de que así era.
– No, hijo, nada…, es que estoy trabajando –y el amago de sonrisa se le torcía.
Cuando peor lo vi fue el día que lo sorprendí hablando al arrullo de los giros del mortero con la viuda de Jonás. Su marido acababa de ser arrollado por un coche y ella se había intentado suicidar arrojándose desde la torre de la iglesia. En el pueblo se comentaba que la mujer acabaría mal, sin embargo, se rehízo enseguida. Serapio, por el contrario, pasó el peor mes que recuerde, recostado en el poyo de la almazara (su molino era el único de la comarca adornado con una pila y un poyo que casi circundaba su perímetro), con ojeras, lloroso, sonriendo sin fuerza (como cuando llueve y hace sol). Me asomaba a la pila y le mentía: “Sonríe, la mujer está sonriendo…, se le va a pasar el dolor, ya verá.” Parecía no escarmentar; tras la canícula, cuando se agostaron los cantos de los grillos y los pliegues de la corteza del cerezo se encresparon, apenas una semana después de recuperarse, se sumió de nuevo en el dolor, en esa ocasión no tan profundo.
Serapio me instruía incluso en los momentos de dolor. Decía que me dejaría en herencia la almazara porque sólo quienes las cuidaban como a seres vivos sabían sacarles provecho, y yo era uno de ellos. Por él conocí que el nombre de almazara procedía del árabe, y que significaba extraer. Me instruyó en el oficio, casi sin esfuerzo y sin darme cuenta. Le ayudaba a almacenar la aceituna en pequeñas pilas para molerla en el molino de rulo, donde se trituraba sin romper el hueso. La pasta que obteníamos se prensaba en capazos de esparto, que dejaban pasar los líquidos a modo de coladores. Y luego el trasiego de ese líquido que él llamaba oro andaluz, de una tinaja a otra, y a otra, hasta que quedaba totalmente decantado. No tenía yo entonces la suficiente fuerza como para exprimir la pastaba que quedaba, de la que Serapio extraía más aceite, que ya no era tan rico como el primero, pero sí me afanaba en recoger el orujo, apoderándose su olor de mis ropas y de mi piel para disgusto de mi madre, que me refregaba los domingos por la mañana para volverme a mi ser, según decía. Sin embargo, no protestaba cuando le llevaba el aceite lampante, el demasiado ácido, que me regalaba Serapio, para que alimentara las lámparas votivas que encendía en memoria de los difuntos (esos pábilos vacilantes y la costumbre de tapar las cerraduras con las gachas en la Noche de Difuntos para que no entraran los espíritus perduran con claridad en mi recuerdo).
Tampoco me dejaba el buen hombre manejar el alpechín por miedo a que se ensuciasen mis ropas. “Ni el jabón de sosa logra arrancarlo de la tela”, me advertía.
Una tarde otoñal me confesó, como hablando para sí mismo: “Mi almazara no tiene nombre –pontificaba–, bastante le es tener alma”.
Luego, en casa, le hablaba a mi madre de todo lo aprendido, mintiéndole que lo había escuchado en la escuela; le explicaba que los aceites de oliva de la zona procedían en su inmensa mayoría de aceitunas de la variedad picual, con una acidez muy baja y un color verde intenso. “¿Y no te has dado cuenta, mama, del toque amargo y picante de nuestro aceite?”. Serapio aseguraba que no había visto en ningún otro sitio –y era hombre muy viajado– un aceite de mayor estabilidad. Acaso lo dijera porque, en el fondo, había nacido en Villardompardo, y la tierra tira mucho.
Mi madre me oía, pero no atendía, le interesaban más los chismes de los mentideros del pueblo. En una ocasión la oí cotillear con las vecinas:
– Lo que yo te diga, la pobre Reme, que encontró a su marido en plena faena con la hija del dueño del bar, la pequeña, la que gasta tan poco en tela como en vergüenza, y no tuvo mejor ocurrencia que irse a donde el aceitunero para pagarle con la misma moneda…
– ¿Con ese vejestorio andrajoso? ¡Eso es mentira!
– Lo que yo te diga –se reafirmaba mi madre–, ¿no la ves ahora qué telenda va por ahí?
A los pocos meses era Milagritos, la pequeña del dueño del bar, quien visitaba a Serapio. De despachar a los parroquianos con la languidez de un alma en pena pasó a hacerlo con una viveza y alegría que no le cabía en el cuerpo, por más que éste se le fuera ensanchando a la altura de la barriga.
– ¿Tú has visto cómo es la juventud de ahora? –se le quejaba mi madre a mi padre dándole las nuevas de la semana–. La Cris pasea con la mano metida en el bolsillo del culo del novio, ¿tú te crees? Y a la Milagritos ya se le nota que está preñada y ella tan contenta, ¡por Dios, por Dios…! Y dile algo a tu hijo, que el cura dice que no va a tomar la comunión ni por éstas.
Y mientras tanto Serapio postrado de nuevo en su butacón de anea. Riendo por no llorar, llorando por no poder reír.
Y el tiempo pasaba y yo no le encontraba explicación a lo que sucedía, ni a lo de Serapio ni a lo de la primera comunión. “Mañana recibiréis a Jesús Sacramentado en vuestros corazones. Es vuestro amigo, el único que nunca os va a fallar, el que os quiere más que nadie, y a todos por igual…”, nos explicó Donlu. Y sería verdad, pero…, pero ¿por qué si nos quería a todos por igual Donlu colocó en el ensayo al chiquillo de Quitapenas detrás de la pilastra, donde apenas se le veía? Su madre vino a pedirle al cura que, por favor, dejase a su nene ponerse con todos los demás, para que no se sintiese marginado, a diez metros de sus compañeros, escondido.
– ¿Y dónde quieres que lo ponga? ¿A mi lado, junto al altar? –vociferó Donlu–. Mira, mujer, de más hago consintiendo que el hijo de un rojo tome la comunión.
– Pero el chiquillo no tiene culpa de…
– Menos tengo yo –la interrumpió el hombre de Dios–, ¡acabáramos! Hace dos días, como quien dice, quemando iglesias y ahora nos manda a la prole a cristianar…, si es que soy tonto de puro bueno. El chiquillo se queda donde está y da gracias.
Tanta pena me dio ver marchar a la mujer cabizbaja, agarrada de la mano de su hijo escuchimizado, triste de nación, que corrí hasta alcanzarla. Luego se lo comenté a Serapio:
– Le he dicho a la mujer de Quitapenas que venga a verlo, ¿no habré hecho mal?
– Quitapenas es el que está en la cárcel, ¿me equivoco?
– No, no se equivoca; dice mi madre que es un comunista. Comunista debe ser una profesión bastante peor que la de mi padre, por lo mal que habla de eso alguna gente.
Me acarició la cabeza con su mano nervuda al tiempo que se le escapaba una lágrima solitaria y una sonrisa que no necesitaba de más acompañamiento.
– A ella no le hago falta, ya tiene el conocimiento suficiente.
Lo dijo con tal convencimiento que me pareció que nada podría ser dicho más verdadero que aquello, si bien no lo entendí.
Fue en el tiempo de las brisas perfectas, de los primeros soles del estío, de las pieles mudadas de lagartos ocelados y culebras de rastrojos. Todos aguardábamos en la sacristía, en fila…, nerviosos, sonrientes, con nuestros trajes de domingo. De pronto, los gritos de Donlu reclamando la presencia de la mujer de Quitapenas, el rostro azorado de su chiquillo, sus alpargatas mordidas, sus pantalones con mil remiendos, su camisilla casi transparente de tanto lavado…, y aquella explicación absurda de tan real: “Verá usted, don Luciano, pasó un buhonero comprando la lana de los colchones y mi hija, la mayor, vendió el que teníamos porque con los jornales que se están pagando este año en la aceituna es muy difícil llenar el puchero. Yo estaba en el campo…, ella no sabía que…, ¿cómo lo iba a saber?, no sabía que yo escondía allí el dinero…, y somos tan pobres, nadie me ha prestado para poder comprarle unos pantalones y unos zapatos a Sergio…”.
No me enteré de la ceremonia; no podía olvidar a Donlu echando de la sacristía a la pobre mujer y a su hijo. Y lloré como nunca. Pasé llorando toda la noche, con el rostro del hijo de Quitapenas grabado a fuego en el recuerdo.
Al amanecer me desperté vacío, reseco de lágrimas y mocos. Con una paz inmensa. Me enteré en la escuela de que habían encontrado muerto a Serapio en el poyo de su almazara. Un ataque al corazón.
Y dejé de ser niño.
Cuando visité por última vez su almazara, su pila, su poyo, reconocí el canto triste de los grillos de finales de mayo, y los ratones que me miraban desde sus escondrijos ya no me parecieron iguales. La mujer de piedra de la alberca me sonreía. Y comprendí que Serapio me había dedicado su último trabajo, sin duda el más penoso. Ya nunca más se alquilaría para padecer ni molería más penas.
En la conejera sólo quedaba un colorín colorado.
El peso del molino de rulo comenzó a girar con su característica cojera y yo decidí en ese mismo momento que sería almazarero o no sería nada, y que aquella almazara con alma merecía llevar el nombre de Serapio.
A lo lejos, más allá del camino a la capital, una bandada de grullas anunciaba el inicio de la primavera en Jaén.