017. – Sin mis olivas, yo no soy nada
No hace muchos años, en un pueblo de la provincia de Jaén, vivía un matrimonio formado por Juan y Ana María. Habían tenido varios hijos a los que criaron con esfuerzo y a los que dieron estudios con más esfuerzo aún. Después, ya mayores, la gran preocupación de Juan y Ana María era su propia salud: el corazón de él estaba ya muy débil, y la vista de ella, casi perdida. Por el contrario, su pasión compartida era su nieto Manuel, hijo de su hija María, de doce años de edad, el cual los visitaba todos los días.
–Manuel, no dejes de visitar a los abuelos –le recordaba su madre todas las tardes, cuando el niño salía de casa a dar una vuelta con los amigos.
–No, mamá –respondía Manolín, sumiso.
–Y no discutas nunca con tu abuelo, que el pobre ya no está bien de la cabeza.
–No, mamá.
Abuelo y nieto, que se llevaban muy bien, habían llegado a un acuerdo:
–Si tú me acompañas diariamente a dar un paseo –le dijo su abuelo a Manolín–, yo te pago las hamburguesas del fin de semana.
–De acuerdo, abuelo, pero solo hasta que a principios de septiembre comiencen las clases en el instituto –precisó Manolín.
Y así, diariamente, a la caída de la tarde, Manolín recogía a su abuelo y, muy despacio, lo acompañaba hasta las afueras del pueblo, desde donde se divisaba el amplio y largo valle del Guadalquivir. El niño aprovechaba esos paseos para preguntar a su abuelo sobre las cuestiones más diversas, para las que casi nunca tenía respuesta. El abuelo, a su vez, le contaba a su nieto historias tan extrañas e incoherentes, que a Manolín le resultaban imposibles de entender. Solo un tema agradaba siempre al abuelo: el recuerdo imborrable de sus olivas.
Juanico, como todos le llamaban, toda su vida había vivido del campo, desde que, apenas con ocho años, empezó a ayudar a su padre. Y así, hasta que bien cumplidos los sesenta, cuando ya estaba impedido para hacer los trabajos de sus olivas, por lo que no tuvo más remedio que arrendarlas.
–Pero, abuelo, ¿qué tienen tus olivas de particular que siempre estás hablando de ellas? –sorprendió Manolín a Juanico una tarde, cuando ambos caminaban hacia las afueras del pueblo.
–No lo sé muy bien, hijo; pero mis olivas son para mí, en dos palabras, mi vida. Sin ellas yo no sería el mismo –respondió Juanico, un poco extrañado por la pregunta de su nieto.
–Pues yo creo, abuelo, que no es para tanto…
– ¡Ay, hijo mío, si yo te contara!…
Llegaron tras el lento paseo abuelo y nieto hasta los confines del pueblo, enclavado en la ladera de una extensa loma y rodeado de olivas por todas partes, donde permanecieron en amena charla durante un buen rato. A la vuelta del paseo, ya muy cerca de la casa de Juanico, se despidieron hasta el día siguiente en que, de nuevo, Manolín iría a buscarlo a la hora convenida.
–Ya sabes, abuelo, hasta que no empiece el instituto, te acompañaré a dar un paseo todos los días.
–Muy bien, hombre, como tú quieras.
–Ah, y no olvides darle un beso a la abuela de mi parte.
Manolín sentía por su abuelo Juan, el único que había llegado a conocer, un cariño especial. Juanico, a su vez, nunca se enfadaba con su nieto, siempre le consentía que hablara como quisiera, no se preocupaba de sus novedosas opiniones y, sobre todo, porque le permitía que le contara largas y extrañas historias que el niño apenas entendía.
Por estas razones, todas las tardes, después de dormir la siesta, el abuelo esperaba ilusionado la llegada de su nieto, con el fin de dar un paseo y, así, contemplar el horizonte y ver cómo crecía el campo.
Un día cualquiera de finales de agosto, Manolín, a la caída de la tarde, como tenía por costumbre, se acercó a recoger a su abuelo.
–Ten cuidado, Manolín, con el abuelo –le advirtió como siempre la abuela–, que algunas veces le da vértigo…
–No te preocupes, abuela, que yo le doy la mano y ya va seguro.
–Ten mucho cuidado, hijo mío, que, si se cae, ese será su final…
Ya iniciado el paseo, Manolín preguntó a Juanico:
–Abuelo, ¿por qué nadie se pierde en las olivas si no están numeradas ni tampoco tienen nombre?
–Hijo, todo el mundo, a fuerza de ir a las suyas, acaba reconociéndolas con facilidad.
–Abuelo, ¿y yo no puedo coger aceituna de unas olivas que no sean mías, si no me ve nadie?
–No, hijo, eso no estaría bien. Además, acabarían pillándote, porque esas cosas se notan. Ten en cuenta, Manolín, que…
Un golpe de tos le impidió a Juanico acabar su explicación.
–Pero, abuelo –insistió Manolín–, lo que yo no entiendo es por qué a ti te gustan tanto las olivas, si ya no puedes ir a coger la aceituna…
–Porque no he hecho otra cosa en mi vida y, además, porque mis mejores recuerdos los tengo gracias a mis olivas.
–Eso no lo entiendo bien, abuelo. ¿Me lo puedes explicar?
Tosió de nuevo Juanico. Dudó sobre lo que debía hacer, pero finalmente invitó a su nieto a sentarse en unas piedras que había junto al camino y prosiguió:
–Me contaba mi padre, Manolín, que el mismo día que yo nací, poco después de la proclamación de la Segunda República, compró un haza de tierra calma, no muy lejos del pueblo. Mi padre hizo los hoyos y también puso las estacas; pero desde bien chico, más joven que tú, era yo el encargado de regar las plantas con la ayuda de una borriquilla que teníamos en la casa. El trabajo no podía ser más duro, pero no olvidaré jamás la sensación de verlas crecer por días, de recoger la primera cosecha, de cómo se hacían adultas…
–Abuelo –interrumpió Manolín–, pero eso de ir siempre a las olivas debe ser muy aburrido…
–Sí que lo era algunas veces; pero cuando recogíamos la cosecha, todo era diferente. Nos poníamos todos contentos, porque ya teníamos aceite para la casa durante el año y dinerillos para pagar en la tienda, en la panadería y, sobre todo, para que mis hermanas, que ya eran mocicas, se compraran alguna ropa.
– ¿Y tenías tú muchas olivas, abuelo? –preguntó intrigado Manolín.
–Heredé unas pocas de mi padre; y luego, con la ayuda de tu abuela, que trabajaba más que ninguna mujer, compramos otras pocas y, después, otras pocas…
–¿Y por qué no seguiste comprando, abuelo? Podrías haber llegado a ser muy rico.
–Sí que hubiera podido haber comprado muchas más; pero mis hijos me salieron estudiantes y entonces…
–Eso fue estupendo, abuelo –interrumpió de nuevo Manolín, deseoso de participar en lo que Juanico decía–. Mi maestro nos asegura que estudiar es la primera obligación que tienen las personas. Además, abuelo, que estudiar es muy divertido…
–Claro que sí, Manolín. Yo también quería que estudiaran mis hijos –concedió el abuelo–, pero desde entonces, desde que tu madre y tus tíos se fueron a estudiar, ya nada fue igual. Yo, con ellos, hubiera ido hasta el fin del mundo; pero ya solo…
Calló Juanico y empezó a recordar:
– ¡Que años tan malos fueron aquellos! –exclamó, de forma inesperada. Entonces todo era trabajar y trabajar para ellos. De no ser por las olivas…
–Y, después, ¿qué pasó, abuelo?
–Pues que cuando dejaron de estudiar, yo ya no era joven y todos mis sueños se vinieron abajo como un castillo de naipes. Poco a poco, desaparecieron los mulos, y yo tampoco supe, o no quise, adaptarme a los tiempos, pues ni siquiera aprendí a conducir ni a manejar los nuevos aperos de labranza.
–¿Qué hiciste entonces, abuelo?
–Pues que me tuve que acostumbrar a que los trabajos me los hicieran otros… –respondió Juanico, a media voz y con una pena inmensa en sus ojos, mientras reanudaban la marcha.
–Te has puesto muy triste, abuelo –le dijo Manolín, al tiempo que reanudaban la marcha.
–Sí, hijo, sí, porque mis olivas, conseguidas a base de esfuerzo, y que tanto nos ayudaron cuando nos hizo falta, fueron desapareciendo.
Juanico aprovechó la ocasión para contar a su nieto, que por primera vez parecía tener interés por el pasado de su abuelo, algunos pormenores nunca comentados. Fue entonces cuando Manolín supo que su abuelo, al acabar los estudios de sus hijos, tuvo que vender de nuevo parte de su patrimonio para sufragarles el despacho y el piso en la capital. Igualmente, supo Manolín cómo su abuelo tuvo que recurrir a la venta de sus olivas para pagar la visita, operación y estancia en Barcelona de la abuela, que a punto estuvo en una ocasión de perder la vista. En fin, le explicó como mejor supo, que las olivas, en varias ocasiones, habían sido la salvación de una familia que había decidido emprender una nueva forma de vida, alejada del mundo rural.
–Abuelo, si ya no puedes trabajar tus olivas, ¿por qué no vendes las que te quedan? –insistió Manolín, más que nada, para permitir que su abuelo se expansionara sobre algo que parecía sentir tan profundamente.
–Solo haré eso, hijo mío, por una necesidad. De no ser así…
– ¿Pero, abuelo, a tu edad, para qué quieres tú las olivas?
–Me traen recuerdos, hijo mío, muchos recuerdos… Cuando pienso en mis olivas, yo veo a mis padres, a mis hermanos, a mis hijos pequeños… Me veo a mí mismo joven, fuerte y sano, con ganas de trabajar… Mis olivas, hijo –continuó Juanico con lágrimas en los ojos–, tienen su historia, las conozco como la palma de mi mano, sé lo que necesita cada una y las quiero como si fueran de mi familia.
–Abuelo, tú que lo sabes todo, dime: ¿Seguirá este pueblo viviendo de las olivas?
–Sí, hijo, no te quepa la menor duda.
–Y eso, ¿por qué, abuelo?
–Si quieres que te lo explique, Manolín, no tenemos más remedio que sentarnos otra vez, aunque solo sea unos minutos. Mis piernas ya no dan mucho de sí. Pues sí, Manolín, olivas habrá siempre, porque a pesar de los malos tiempos que corren para los olivareros, todo se irá ajustando poco a poco.
–Abuelo –replicó Manolín–, eso de los malos tiempos… Yo no sé muy bien lo que me quieres decir.
–Te lo diré de otra manera, hijo –concedió Juanico, mientras golpeaba suavemente el suelo con su bastón–: si no pagan más por el aceite, la gente se dedicará a otra cosa. Además, ¿te imaginas la provincia de Jaén sin olivas?
–El campo estaría feísimo –sonrió Manolín.
–Y no habría leña para las lumbres…
–Y tendrían que cerrar las fábricas de aceite…
–No te preocupes, Manolín: cambiarán las cosas, habrá nuevas máquinas, se harán nuevas labores, se aplicarán nuevos tratamientos; pero siempre habrá olivas en Jaén.
Ya oscurecía. Juanico y Manolín decidieron regresar a casa. Juanico lo hacía con la sensación de que las cosas que le había dicho a su nieto, aunque no todas, habían sido bien entendidas. Manolín, por su parte, había comprendido perfectamente que para su abuelo las olivas representaban el triunfo personal, la seguridad familiar, la prosperidad de los pueblos…
–Total, abuelo –concluyó Manolín poco antes de llegar a casa–, que no vendes tus olivas, porque sin ellas, no eres nada.
– ¡Tú lo has dicho, hijo mío! –exclamó Juanico–. Sin mis olivas yo no soy nada. Sin mis olivas, la vida para mí no tiene sentido. Sin mis olivas, yo no sería yo.
–Bueno, bueno, abuelo…
Al llegar a casa, salió a recibirlos la abuela. Manolín se dirigió a ella para darle un beso. Inmediatamente, la abuela le hizo las preguntas de rigor a las que ya estaba acostumbrado:
– ¿Quieres comer algo? ¿Te hago un bocadillo? ¿Te apetecen unas galletas?
–No, abuela, solo tengo sed –respondió Manolín, desde la cocina, donde bebía con ansiedad agua de un vaso.
– ¿Y hoy de qué habéis hablado el abuelo y tú, hijo mío? –se interesó la abuela.
–De muchas cosas… Bueno, sí, ahora recuerdo –precisó Manolín, mientras terminaba de beber el vaso de agua–: Hemos hablado de sus olivas, del cariño que les tiene, de lo hermosas que están…
–¿De sus olivas? –interrumpió la abuela, con gran sorpresa.
–Sí, abuela, que antes tenía muchas olivas, que tuvo que vender algunas…
–Sus olivas, hijo mío –corrigió la abuela, al tiempo que tomaba las manos de su nieto–, las pocas olivas que le quedaban a tu abuelo se las vendieron sus hijos sin que él se enterara, hace ya algunos años, después de darle el infarto, que casi se lo lleva a la tumba.
–Abuela, no me digas que el abuelo…
–Sí, hijo, sí. Todo es como yo te he dicho; pero a tu abuelo no le podemos decir la verdad, porque si la supiera se moriría inmediatamente. Ya sabes, Manolín, no lo olvides: tu abuelo tiene olivas y las tendrá mientras viva.
–No te preocupes, abuela, lo he comprendido todo.