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024.- Retorno

Oliba

 

Para Jacob el precio de la longevidad residía en sufrir el cambio y el deterioro del mundo en sus propias carnes. Ser testigo del tiempo suponía también convertirse en un soldado silenciado que ve cómo un enemigo, invencible y eterno, crece a una velocidad demoledora, para seguir destruyendo todo cuanto amas. Y de alguna manera, ser el observador involuntario de un mundo que camina hacia su propia extinción.

Los olivares jiennenses, mucho más longevos que Jacob, eran una prueba fehaciente de ese transitar implacable hacia la autodestrucción. Recordaba cómo, a la edad de 6 años, corría entre aquellos árboles de tronco arrugado y hojas finas, ordeñando sus ramas y llenando espuertas con aceitunas brillantes. El jugo de esos frutos había alimentado la vida de su familia durante generaciones. Jacob recordó con cariño a La Tosca, una vieja mula que los acompañaba en los días de recogida albergando en sus alforjas los embutidos y el pan que tomaban a media mañana. Ahora, a sus casi sesenta años, todo era distinto.

Desde su despacho, y haciendo uso de dispositivos tecnológicos de última generación, Jacob controlaba una de las mayores plantaciones olivareras del mundo. Pero rara vez caminaba entre sus árboles. El olivar estaba cubierto por una enorme cúpula para evitar riesgos de contaminación, parásitos, plagas e incendios. Su misión consistía en controlar las condiciones ambientales de aquel pequeño universo oleícola cerrado al exterior para conseguir su rendimiento óptimo. Esa misma mañana había programado al dron para que tomara fotografías aéreas y había activado los sensores para registrar la temperatura, el grado de humedad y otros indicadores del área de cultivo. La campaña de recogida era inminente y todo debía estar a punto.

Se sentó frente al ordenador y esperó a que llegaran a su pantalla las imágenes capturadas por el dron. Las fotografías mostraban un terreno muy diferente al que había conocido en su niñez. Los olivos estaban alineados matemáticamente, como si fueran los soldados de un ejército en formación. Y las copas de sus árboles eran perfectamente simétricas para facilitar la labor de los vehículos de recolección automática. La provincia de Jaén había sido pionera en implantar aquel sistema de cultivo híper–intensivo donde todo estaba tecnológicamente controlado para potenciar la productividad del olivar.

Aquellos árboles ya no eran testigos del tiempo, pensó Jacob, confinados como estaban en un microcosmos en el que primaba el rigor científico, y desarraigados de un crecimiento libre y salvaje ¿Cuánto tiempo hacía que no olía sus hojas o palpaba su piel de madera? No lo recordaba.

El sonido de la alarma le despertó de su ensimismamiento. OLIMAT, el complejo sistema de inteligencia artificial que aunaba todos los dispositivos de control del área de cultivo había activado una alerta. Un movimiento no programado había sido detectado en una de las hectáreas. Siguiendo el protocolo determinado para esos casos Jacob debía activar las cámaras de vigilancia. El dron ya había regresado a la central, no había personal técnico en la plantación ni ninguna operación programada para ese día. Aquella era una anomalía poca habitual.

Jacob miró sus manos, tenía los dedos largos y finos, y la piel blanca y delicada. Eran las manos de un ingeniero que precisa de la agilidad de sus dedos para teclear en el ordenador. Las manos de su padre, sin embargo, las recordaba inusualmente grandes, con la piel dura y tostada de trabajar en el campo, y con la fuerza necesaria para sostener las varas que sacudían las ramas del olivo para que escupieran su bien más preciado. Los dedos de Jacob sólo tenían que pulsar un botón para que los vehículos recolectores empezaran a circular entre los olivos y varearan, de forma automática, los brazos del árbol ¿Por qué le asaltaban aquellos pensamientos?

En un impulso, Jacob desconectó la alarma y se calzó sus botas de campo. No recordaba cuanto hacía que no se las ponía. Salió del despacho y caminó hasta la puerta de acceso a la gran cúpula. Dudó un instante antes de atreverse a entrar a la plantación, era la primera vez que lo hacía saltándose el protocolo, pero aquel día se sentía preso de una extraña nostalgia que le dio valor para hacerlo. Cuando entro aspiró fuertemente por la nariz, el olor no era como lo recordaba, ni tampoco la tierra que pisaba. Era como estar en un jardín cuidadosamente esculpido, el terreno era llano y no había viento ni aire fresco.

Caminó en dirección a la zona donde había saltado la alarma. Cada olivo era igual que el anterior y semejante al siguiente. Con la misma estructura, la misma forma. El sistema de poda era muy exigente para que los vehículos recolectores pudieran ser eficientes, si una rama se alargaba de más se amputaba sin dilación. Aquellos árboles habían perdido toda seña de identidad, pensó con tristeza, desde el punto de vista de la productividad no significaban nada a nivel individual, y sin embargo lo eran todo como colectivo.

Cuando llegó al lugar en el que había sido detectado el movimiento Jacob no podía creer lo que veían sus ojos. La Tosca caminaba con su parsimonia habitual entre los olivos, rascándose el lomo con sus ramas y rumiando con aspereza. La mula se percató de su presencia y se acercó a él para que le acariciara tras las orejas, como hacía cuando era niño.

Jacob, enmudecido por el asombro, sintió como su corazón empezaba repicar como un timbal dentro de su costillar. Tuvo que arrodillarse y agachar la cabeza para recuperar la calma. La Tosca, confusa, le golpeó suavemente con el hocico. Jacob respiró profundamente varias veces antes de levantar el rostro y entonces lo vio. Un olivar muy distinto al que dominaba desde la sala de control, con olivos bravos, desordenados y agarrados con raíces fornidas a una tierra agrietada y desnivelada. El olor era amargo y áspero. Eran las tierras de su niñez, escuchó las voces de su familia a lo lejos y corrió hacia ellas.

Ya casi estaba, podía percibir aquellas voces detrás del árbol que tenía delante. Pero al rodearlo todo volvió la normalidad. La tierra plana, la alineación matemática de los troncos y la simetría de sus ramas. Incluso la Tosca había desaparecido. Caminó durante varios minutos con la vaga esperanza de poder regresar. Afligido por la añoranza corrió con todas sus fuerzas hasta que no pudo más. “¡Papá!”, gritó.

Sentía que le faltaba el aire, que aquel oxígeno aprisionado en la cúpula no empapaba sus pulmones. Empezó a andar en dirección a la puerta de acceso para salir de allí pero sus pies comenzaron a hundirse en la tierra hasta que no pudo moverse más. Allí, atrapado en el suelo y arraigado a la misma tierra que aquellos olivos, Jacob experimentó el desamparo que asolaba a aquellos tristes árboles. Y sintió como aquella atmósfera artificial y manipulada por él mismo a través de OLIMAT le asfixiaba.

Hundió sus dedos en la tierra y tiró con toda la fuerza que le permitían sus brazos. Consiguió sacar las piernas y trató de arrastrarse hacia la salida. Pero la tierra comenzó a engullirlo lentamente y a pocos metros de la puerta estaba casi enterrado. “Un esfuerzo más”, se dijo alzando su brazo por encima del nivel del suelo. Sintió como una mano ajena agarraba la suya. Una mano áspera y fuerte que tiró de él para ayudarle a escapar de las entrañas de la tierra. “¡Papá!”. Al salir no había nadie. Se puso en pie, salió de la plantación y corrió hacia la sala de control. Como si solo allí pudiera estar a salvo. Cuando entró todos los dispositivos de alerta estaban enloquecidos.

–¿Jacob?, contesta Jacob –siguiendo el protocolo OLIMAT había establecido comunicación telemática con la base central de la corporación.

–Aquí Jacob –respondió tratando de ocultar su fatiga.

–¿Qué ha pasado? Han saltado todos los dispositivos de alarma. Informa.

–Los olivos, son los olivos –titubeó sin saber muy bien cómo explicarse.

–¿Qué pasa con los olivos?

–Se están muriendo.

–Según mis datos los indicadores ambientales son correctos. Comprueba si es un fallo del sistema.

–Los olivos no están bien, se están quedando sin aire, lo he sentido. Ha sido como si por un momento fuera uno de ellos –dijo Jacob, siendo consciente de que sus palabras no tenían sentido.

–¿Estás bien? Te escucho alterado.

–Estoy bien, sólo que… Hay que hacerlo.

–¿Hacer el qué?

–Abrir la cúpula.

–Jacob, creo que puedes estar sufriendo un ataque de pánico o una crisis nerviosa. Esa idea no es racional. Vamos a proceder a bloquear tu sistema de control. Intenta calmarte y mantente en comunicación. Vamos a enviar a un equipo de emergencia.

–No, no lo entiendes y no lo puedes entender. Hay que abrirla.

“Sistema bloqueado”, anunció OLIMAT. Jacob comprobó que, efectivamente, había perdido el control de todos los dispositivos de la plantación. Hundió el rostro entre sus rodillas ¿Era posible que todo fuera un ataque de pánico? La Tosca deambulando entre los árboles como hace tantos años, las voces familiares, estaba seguro de haberlas oído. La tierra tragándoselo vivo, y la mano de su padre salvándole en el último momento. Nada tenía sentido. La explicación más sensata era que había perdido el juicio, o que padecía algún tipo de enajenación transitoria.

Durante muchos años su toma decisiones había estado determinada por la lógica implacable de los resultados, por la ciencia de la productividad y el rendimiento. Aquella, pensó, era la primera vez en muchos años que actuaba de manera irracional, y que se había dejado llevar por un huracán de emociones. “Hoy es el día”, decidió con ímpetu.

La plantación contaba con un sistema manual para, en caso de accidente, abrir la cúpula. Estaba contemplado para situaciones excepcionales. Jacob tuvo que recurrir al manual para saber cómo hacerlo, era algo tan improbable que no recordaba el procedimiento. Debía darse prisa, el equipo no tardaría en llegar. Sus ojos, ágiles y encendidos por la llama de un entusiasmo desconocido, recorrieron las páginas de aquel libro infinito hasta dar con la clave.

Corrió hasta la sala de control manual. Una pequeña habitación pareja a la cúpula donde estaba el mecanismo de apertura. Jacob dudó antes de activarlo. No porque aquella acción fuera a sepultar para siempre su futuro profesional en la plantación, y en el sector oleícola en general, ni por miedo a que todo fuera resultado de un episodio de locura transitoria. Dudó al pensar qué opinaría su padre su pudiera verlo, ¿se sentiría orgulloso? A él nunca le habría gustado ver a aquellos olivos encerrados en una cúpula, pero tampoco le gustaría verle tirar su carrera profesional a la basura en un solo día. Finalmente, activó el mecanismo y la cúpula se abrió. Después arrancó una de varas de los vehículos recolectores y destruyó los mecanismos de apertura automáticos para que no pudieran volver a cerrarla.

Escuchó como el vehículo con el equipo de emergencia aparcaba al otro lado de la sala de control. “Ya está hecho”, se dijo con satisfacción. Antes de que lo detuvieran volvió a caminar entre aquellos olivos que por fin podían sentir el viento. Y vio como algunas ramas bailaban a merced de aquellos nuevos aires.

 

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