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028.- El olivo de Ciriaco Román

Antonio M. Contreras Jiménez

 

Me llamo Adoración Román López y tengo treinta y ocho años. Hoy, diecinueve de noviembre de 1933, estoy muy contenta porque acabo de votar, es la primera vez que las mujeres lo hacemos en España. Me ha acompañado mi marido, Antonio Contreras Peinado, que aunque natural de La Fuensanta de Martos, está ya empadronado en La Bobadilla. Cuánta emoción al oír al funcionario pronunciar mi nombre y al depositar turbada mi voto en la urna. Por primera vez he sentido que yo era alguien, me ha subido un escalofrío por la columna y casi me he sentido desfallecer, gracias que Antonio estaba a mi lado para ofrecerme su brazo y mirarme con sus ojos de azul intenso, sabedor del significado que para mí ha tenido este ejercicio. Me he acordado de Victoria Kent, de Clara Campoamor, pero mucho más de mi padre, Ciriaco Román. Hoy me gustaría poder decirle que su voluntad, al fin, se ha cumplido, aunque, tras su muerte, haya tenido que esperar más de veinte años.

Murió mi padre cuando yo acababa de cumplir los once años. Nuestra relación fue corta pero muy intensa. Todos los días de su vida los pasó trabajando de sol a sol en la finca del señorito don Leandro. No celebró, domingos, festivos ni fiestas de guardar, pero todas las noches, al llegar a casa, tras lavarse en el lebrillo con el agua caliente que mi madre le tenía preparada, su escaso tiempo libre era todo para mí. Todos los días ansiaba la llegada de esa hora de la noche para sentir que mi padre, mi rey mago, mi payaso, mi médico, mi narrador de cuentos, mi maestro, mi protector…, estaba allí, a mi lado, y era mío, solo mío. Tras la pobre cena que mi madre podía prepararnos, me dormía arrullada entre sus fuertes brazos, con una confiada sensación de seguridad y la deliciosa caricia de sus manos rudas, marcadas por las costras y llagas producidas por su trabajo. Su aspereza era lo de menos, me tenía ganada con su amor.

Llevaba a gala mi padre, el haber nacido en 1870, y el haber vivido la regencia de Amadeo de Saboya, la I República y el reinado de Alfonso XII, relación de eventos y noticias que recibía de Alcaudete adonde paisanos y familiares, periódicamente se dirigían para trámites administrativos, en burro o andando. Él, aun siendo niño, dedicaba todo su tiempo a la ayuda familiar en faenas agrícolas, recolección de aceituna, esporádicos trabajos de albañilería, y cría de cerdos, pollos y pavos. A finales de siglo, digamos que hacia 1891, La Bobadilla era ya una aldea importante cuya población aumentaba sin cesar, habiendo convertido su pequeña ermita local en parroquia. Los poyos de las eras de José Ruiz, que años más tarde, por donación del mismo, habrían de convertirse en Plaza de Alfonso XIII, eran el lugar donde todos los hombres y mozos disponibles del pueblo se colocaban por la mañana para intentar ser elegidos a dedo como jornaleros por los caciques del lugar. Decía mi padre que a él, tarea nunca le faltó. Su buena talla, fuerza y hechuras, hicieron que ya con 14 o 15 años fuera requerido como bracero por los distintos hacendados del pueblo; entre ellos, don Leandro, un gran potentado, astuto y sagaz, que supo ver y aprovechar tanto la fortaleza física como la prudencia y las amplias tragaderas de mi padre, de quien dispuso a placer no por propia convicción sino por necesidad y resignación, ya que el hambre reduce mucho el nivel de exigencias.

A cambio de comida y cama, mi padre sacrificó lo que de más valor tenía: su libertad. Ya no le era necesario merodear por los poyos de la plaza en busca de bienhechor porque don Leandro le tenía totalmente ocupado. Los primeros años fueron jornadas intensivas y agotadoras dedicadas a la agricultura y en especial al olivo, sin descanso semanal, ni vacaciones; sin asignación fija: manutención y una remuneración en especie con productos de la propia cosecha o de la matanza.

Fue un día del año 1892, recién inaugurada la iglesia de San Isidro Labrador, que don Leandro se vio en la obligación de dar el día libre a Ciriaco Román para celebrar sus esponsales con Felipa López, su novia entonces y luego mi madre. Según contaba mi padre años después, tras ese día, no volvió a conocer ningún día libre más. Mi llegada a este mundo contribuyó a trabar aún más la dependencia de mis padres con don Leandro; bendita dependencia -decía mi madre- que les permitía disponer de garbanzos y tocino para el puchero durante todo el año. Mi llegada también fue muy bien recibida en familia porque obstaculizó el reclutamiento de mi padre para la Guerra de Cuba, en la que priorizaban los solteros o casados sin hijos, en ese orden.

La tortura de mi padre, de la que aún no he hablado todavía, comenzó justo tras su boda, al cambiar de actividad que hasta ese momento había sido eminentemente agrícola. Don Leandro le trasladó al Cortijo del Zamarrillo, muy próximo a la Bobadilla. El cortijo, situado sobre un altozano, disponía de unas magníficas vistas abiertas a poniente, tan solo obstaculizadas por un cerro de roca caliza que no solo impedía la visión del resto de la finca, sino que suponía un promontorio inútil e inoportuno en medio de una espléndida tierra de labor. Don Leandro albergaba un sueño que ahora, con la vigorosa lozanía de Ciriaco y su obligada fidelidad, estaba dispuesto a conseguir: el desmonte de ese cerro frente al cortijo. No tenía prisa, Ciriaco era muy joven y tendría toda su vida por delante para hacerlo desaparecer; si en algún momento fallaba, siempre habría jóvenes necesitados en idénticas circunstancias. Y así fue como don Leandro desvinculó a mi padre de las actividades agrarias que fueron transferidas a otros jornaleros, para dejarle encargado única, exclusivamente y a perpetuidad, de la devastación del cerro en cuestión. Invierno y verano, frío y calor; nunca necesitó de calendario porque su actividad en adelante fue siempre la misma. Dispuso de pólvora y barrenas, picos, palas y marros. Las piedras resultantes de las explosiones las cargaba a mano, a lomos de mulos, que las transportaban a otras zonas de la finca para el relleno de arrenes, taludes laterales y el arreglo de carriles y eras. Y así un día, y otro día, y otro día más.

Entre el cortijo y el cerro donde mi padre realizaba su labor, un olivo aislado, centenario, de alto porte y espesa arboladura era el único refugio y breve descanso para ese momento central del día en el que reponía fuerzas, echando mano a su capacha de esparto o esperando a mi madre que a veces acudía portando algún alimento caliente. Yo acompañé a mi madre en algunas de esas visitas y sufría al ver a mi padre hecho un ecce homo, lleno de pústulas y magulladuras. Bajo el olivo podíamos comprobar día tras día, año tras año, la lenta devastación que sobre la cima del cerro se iba produciendo. No olvidaré el día que, sentados bajo el olivo, pude comprobar la cara de satisfacción de mi padre cuando el sol, eliminados los canchos de piedra sobre la cima, comenzó a ponerse tras la línea, ahora visible, del horizonte. Aquel día, con el frenesí y la vehemencia con que mi padre me lo explicaba, comprendí que la desaparición del cerro ya no era solo una obligación laboral, sino que se había convertido en una especie de reto personal. Ese mismo día, le oí como decía a mi madre, que si acababa sus días antes que ella, querría descansar eternamente bajo ese olivo.

Todos los años de vida que compartí con él, pocos, los recuerdo madrugando para dirigirse a ese maldito cerro (para mí ya lo era) y viéndolo volver al anochecer lleno de sangrantes heridas. Hubo muchos mulos que sucesivamente fueron muriendo en los trabajos de acarreo, sustituidos sistemáticamente por don Leandro, porque su interés por rematar el desmonte del cerro, se había convertido en un deseo obsesivo. Si en un principio mi madre aceptó la sumisión de mi padre agobiada por la necesidad, más tarde comprendió que debía abandonar esa actividad que estaba minando su salud y matándole lentamente; pero recién iniciado el siglo XX, con el pesimismo producido por la reciente catástrofe de la Guerra de Cuba, las varias plagas de langosta norteafricana que arrasaron los cultivos, y las revueltas sociales en Alcaudete y La Bobadilla, la verdad es que los ánimos estaban hundidos y mi padre no estimó conveniente someterse a veleidades laborales, jugando con un trabajo que aunque duro era seguro.

Yo iba a cumplir los once años, mi padre los treinta y seis; esa noche cuando me abrazó para contarme una de sus historias, me hizo depositaria de una confesión sorprendente. Dentro de su ignorancia, un elemental e igualitario sentido de la justicia, le llevaba a considerar que el primer sufragio universal realizado en 1890 había sido bueno pero insuficiente, al no incluir el voto de la mujer. Reflexión muy avanzada para su tiempo y no exenta de una cierta clarividencia: “Dorita, seguro que un día tú también votarás”. Yo, ingenua niña, no sabía lo que era eso de votar, pero pensaba que si mi padre me lo deseaba, algo bueno debía de ser. Con el comienzo del nuevo siglo, La Bobadilla también había estrenado escuela, pero lamentablemente solo para varones y yo era mujer, aparte de que llevaba ya tres años ayudando como sirvienta a unos señores del pueblo. Quiero añadir en favor de mis patronos que, vista mi corta edad, su trato era muy humanitario y que conocedores de mi interés por aprender, fueron ellos quienes me enseñaron las primeras letras y las primeras reglas.

Un día de 1906, cuando la titánica tarea de mi padre estaba a punto de ser culminada, fuimos llamadas para acudir al cortijo. El hombre que un día había sido el más fuerte de la aldea, ahora enjuto, demacrado y avejentado, ya apenas si era sombra de sí mismo. No podía tenerse en pie y sangraba por la boca. A horcajadas y tumbado sobre un burro le trajimos a casa. Cuando abandonábamos el cortijo, señaló al olivo una y otra vez: “Ahí, ahí…”, repetía moviendo su dedo índice. Llegados a casa llamamos al médico, pero este no pudo hacer nada sino solo diagnosticar paro cardíaco al haberse reventado varios de sus órganos internos. A los 36 años, mi padre, Ciriaco Román, había muerto. Las estrictas normas religiosas de la época impedían enterrar el cuerpo fuera del camposanto. Al día siguiente acudió a nuestro domicilio, el mismo cura que había casado a mis padres, Ciriaco y Felipa, catorce años atrás. Rezado el responso y despedido el duelo, con la complicidad de mis dos tíos, pusimos en marcha el plan que mi madre había proyectado de antemano. El ataúd conteniendo un saco de piedras similar al peso de mi padre fue enterrado tras el sepelio en el cementerio del pueblo. Ese mismo día, bien avanzada la noche, envuelto en un lienzo blanco y a lomos del mismo burro que le había traído el día anterior, volvimos al cortijo del Zamarrillo. Mi madre se abrazó a mí envuelta en llanto, mientras contemplábamos como mis tíos remataban la faena bajo el olivo.

De aquel día han pasado veintisiete años. Hoy 19 de noviembre de 1933, mi marido Antonio me ha acompañado a cumplir orgullosa con mi derecho a participar por primera vez en unas elecciones. A la vuelta le he pedido pasar por “el olivo”. No ha necesitado más aclaraciones, él ya lo sabe todo, aunque es un secreto para el resto de la gente del pueblo. Estando bajo el olivo, he contemplado extasiada el resultado de la obra faraónica que se extiende frente a la vista, una obra a la que mi padre dedicó toda su vida. Sobre el lecho de los cantos arrancados a las entrañas de la tierra, se han hecho nuevas plantaciones y hoy comienza a reverdecer la hierba. El cielo está azul y diáfano; una bandada de pájaros lo atraviesa en medio de la brisa. El sol ha comenzado a ponerse en el horizonte tras las lomas de Villodres. Pienso que mi padre estaría hoy orgulloso de mí habiéndome visto votar. Tardíamente pude ir a la escuela, pero hoy mis vecinas acuden a mí para que les escriba o les lea cartas, para que les interprete bandos locales y contratos, para que les lea novelas o versos de amor. Me abrazo a Antonio y le cuento la leyenda del buey de la Catedral de Córdoba, ese buey de mármol blanco en homenaje al que un día, en épocas medievales, reventara transportando las piedras para la construcción de la Mezquita. Si un animal mereció ese monumento, ¿que no merecería un hombre que murió por la misma causa y en idénticas circunstancias? De todas formas, me consta que para él, como para mí, nos basta con el silencio, la quietud, y habitar en el recuerdo de los demás. El ramo de flores que acabo de depositar bajo el olivo es mi homenaje más sentido y mi mejor monumento.

 

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