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029.- Historias de una aceitera

A. Stone

 

Cuando apareció temprano en la cocina, recién afeitado, supe que el día sería largo, difícil. Se preparó café, haciendo el máximo de ruido posible, con la intención de despertarla ¡y vaya si lo consiguió! Despeinada, con la boca arrugada, el ceño fruncido y los brazos cruzados en evidente señal de hostilidad y cabreo, le soltó entre dientes un:

–¡Papá!, ¿sabes la hora que es?

El viejo se había sentado ante su taza de café y cortaba rebanadas de una barra de pan de la víspera. Sin mirar a su hija, con un movimiento de cabeza señaló la silla; ella obediente, a pesar de acercarse a los 62, dio un suspiro y se sentó a escuchar la retahíla de las cosas que debía hacer esa misma mañana.

Todos llegarían prácticamente al mismo tiempo; la casa se llenaría de risas, de juegos, de discusiones, de abrazos, de nunca llamas, de no vienes a vernos… de presencias que poco a poco llenarían las habitaciones mientras a ella se le llenaría el corazón de melancolía ¿eran seis o nueve años? Había perdido la cuenta…el pequeño de Luis no había nacido y el lunes cumplió siete, así que eran nueve los años que lo celebraban aquí, en la ciudad.

Jimena venía con su amiga, lo dijo a última hora. Quiere darnos una noticia, según escuché. Con lo ambiciosa que ha salido la niña será otro ascenso, otro aumento de sueldo o que le han dado un coche de empresa imponente. ¡Menuda nos espera! Luis se sentirá ridículo con su sueldo de bedel de instituto y provocará a su hermana ensalzando lo maravilloso que es ser padre, al tiempo que la tachará de egoísta consumidora. Pablo, con sus sarcasmos, le recordará que la que apechuga con la maternidad y los niños es la pobre Laura, la cual, para defender a su marido lo negará, los hermanos se enzarzarán en una pelea trucada que terminará con la apoteósica “me cago en la leche” del abuelo. Habrá un silencio y los pequeños se taparán la boca, aguantándose la risa por el taco del viejo. En la cocina, en el comedor, en la casa entera, resonará la carcajada y el amor que la familia se tiene; después llegarán las caídas con sus inevitables chichones, arañazos ligeros, algún que otro mal de tripa que les hará correr a buscarme para que les cure, les consuele y para sentirse en casa, seguros. ¡Uyyy!, me estoy poniendo sentimental y no es el momento.

–Hay que disponerlo todo encima del aparador –explica el abuelo.

–Ya está y todos tienen el suyo, incluso los más pequeños– le responde la mujer con voz cargada de paciencia, mirándome sin verme.

El viejo está orgulloso de mí; ayer por la noche me sorprendió cuando, cogiéndome con orgullo y ternura me besó, me emocioné y no era la primera vez; no espero medallas, ni recompensas pero que me demuestre el cariño que me tiene, lo mucho que le importo, eso sí lo agradezco. Mientras terminan de desayunar hablan de mí, de mis cualidades.

La mañana ha avanzado a pasos de gigante, ya casi hemos terminado de aliñar…cuando el timbre nos interrumpe. Transcurren unos instantes antes de que aparezca la niña gateando y el chaval de piel aceitunada por la puerta, que se echa rápido al cuello de su bisabuelo. La madre y Pablo observan desde la puerta; él se acerca por detrás:

–¿Qué abuelo? ˗dice– y le quita la boina, le toca la calva, el viejo reniega pero le gusta, después viene hacia mí y me da un beso sonoro.

…Vuelven a llamar a la puerta,

–Deja mamá, ya voy yo.

–¿Dónde está el cabezón? –Jimena, más delgada que la última vez que vino a vernos, rodea la espalda de su abuelo y le propina una salva de besos ruidosos en la coronilla, en el cogote…

Pablo, a su vez, coge a su hermana por la cintura y cariñosamente le dice que necesita comer; ella se abalanza hacia mí para cogerme, pero la detiene al escuchar:

–Pasa Sole, no te quedes ahí fuera –dice su madre.

La chica rubia, casi albina y corpulenta, contrasta con la delgadez de Jimena; entra y besa a todos, excepto al viejo, al que solo le aprieta el hombro con rapidez.

Otra vez el timbre; los pequeños corren por el pasillo hacia la puerta para abrir a Laura que llega con los brazos cargados de bolsas, seguida por los niños y por un Luis que arrastra dos enormes maletas. Los recién llegados quieren irse a jugar con los primos, pero el brazo rápido de Pablo los detiene justo a tiempo:

–Primero saludar al bisabuelo ˗se disculpan y a regañadientes reparten besos a todos los presentes; se van y la conversación se centra sobre la mala alimentación que la hija de la casa debe llevar.

Faltan solamente los tíos, que llegarán con la costrada de las monjas y los paparajotes de Luisa con los que triunfa ¡gracias a mí!

Los peques instalados en el saloncito con sus juguetes, nos han dejado tranquilos en la cocina. El viejo con tono brusco pregunta qué es lo que la nieta tiene que anunciar La chica no se amilana, se conocen.

–Sole es una de las promotoras turísticas más importantes de este país y bueno, le pedí que me asesorase con un proyecto; se lo expuse y me dijo que era excelente, así que hablé con Pablo, con Laura y Luis…entramos con Pablo para ampliar el negocio. Él seguirá con el olivar. La casona será un hotel rural de lujo que llevaremos Sole y yo; proponiendo a nuestros clientes visitas, degustaciones, productos variados que Laura elaborará; Luis creará una página web donde también los venderemos, además de ayudar a Pablo con el olivar. Sole, de momento, guardará su trabajo, pero yo dejo el mío y Luis pide una excedencia. Todos los ojos miran ansiosos al abuelo; yo puedo escuchar los latidos acelerados de cada uno de ellos; mi perfume ahora se mezcla con el olor del miedo.

–En mi casa y en mis fincas no entran extranjeros –sentencia el anciano.

–¿Perdona? Si lo de extranjeros lo dices por Sole, ella es mi pareja, no sé si lo pillas ¡vivimos juntas! a menos que lo digas por Laura….

–Escuchadme bien todos, ¡es mío! y mientras yo viva no entra nadie de fuera en mis cosas.

–No, no papá escúchame tú –se ha puesto de pie y encarándose a su padre prosigue: –es de la familia; lo dejamos todo, abandonamos esta casa, la ciudad, nuestros trabajos a la muerte de mamá para ayudarte. Vivimos en la casona contigo, aguantando tus decisiones arbitrarias, soportando tu mal humor y tus tiranías para sacar adelante lo único que siempre te ha importado y que tus errores llevaron al desastre.

–Mamá… ˗le interrumpen sus hijos.

–No dejadme, llevo callada demasiado tiempo – con los ojos rojizos por las lágrimas contenidas y la barbilla temblorosa, prosigue: –La quisimos tanto o más que tú, incluso el extranjero de mi marido. Mi hijo ha sacrificado su matrimonio para sacarlo adelante, pero ahora, él solo no puede, solo, lo pierde. Sus hermanos… todos queremos que viva porque es nuestra vida. –Se levanta de la silla y a tientas busca la puerta para irse, sin volverse les repite: –Ya he dicho lo que tenía que decir.

Los deja silenciosos en la cocina; Laura me coge con suavidad y en ese preciso momento suena el timbre de la puerta.

Luisa desbordante, sudorosa, con un vestido floreado que la hace parecer más gorda, entra en la cocina con las manos llenas de paquetes seguida por su marido y el enorme cartón de la costrada. Mientras reparte abrazos, explica lo difícil que resulta los domingos encontrar aparcamiento en la ciudad.

–¿Se ha muerto el viejo? –ríe la mujer, consiguiendo una risa general disipadora del malestar. Con la algarabía llegan los niños quejándose de hambre y preguntando cuándo van a poder comer. La tía Luisa me mira y acercando su cara regordeta lanza, admirada un:

–¡Qué maravilla, te has superado!

No sé si el final del halago me concierne o no, yo desde luego me lo tomo para mí. La ponen al corriente de los acontecimientos; pragmática y conocedora del viejo, de un simple manotazo los tranquiliza. Ella y yo conocemos bien al abuelo y sabemos que en ese preciso momento ya se habrá dado cuenta de su tozudez, no tardará mucho en aparecer cabizbajo y avergonzado.

Van pasando al comedor, abandonándome en la cocina. Los oigo exclamarse ante los saquitos bien dispuestos encima del aparador; oigo moverse las sillas y ocupar cada cual su lugar en la mesa. Regresan a por el vino, los refrescos, el centro de mesa con mis racimos y por supuesto a por mí. Entro de la mano de Luis; nadie está distendido, la ausencia del abuelo le quita a la fiesta alegría. Los pequeños, ajenos a las tensiones que viven los adultos quieren abrir sus bolsas, pero los padres les hacen desistir; pasan unos segundos y oímos acercarse pasos cautelosos e inseguros…

–¿Y el mío, o es que nadie me lo va a dar?

Varios “yoes” responden a la pregunta. Cuando el abuelo tiene en sus manos el saco, se hace un silencio, esta vez, respetuoso; sus manos arrugadas y expertas abren y extraen primero la rama que palpa y se lleva a la nariz aspirándola con fuerza; seguida de la botella brillante que la nieta le arrebata para abrírsela; sorbe con delicadeza, despacio, gozando del líquido verde; la familia callada, admirativa, retiene la respiración a la espera de lo que el anciano diga o haga…

–Es el mejor que he probado en mi vida, Pablo ˗sentencia mientras dos lagrimas le corren por las mejillas arrugadas.

El nieto de un brinco corre hasta el abuelo abrazándolo, rompen los dos en un llanto. La escena provoca que todo el resto de la familia nos emocionemos, incluso los niños más mayores copian a los adultos echándose a llorar; afortunadamente la más pequeña en un lenguaje que le es propio grita: “tenno hambe” y así comienza nuestra particular fiesta del hoyo aceitunero.

Mientras comen el bacalao, las aceitunas, los hoyos… el abuelo pide más explicaciones a sus nietos sobre el proyecto pero, sobre todo, y antes de que Luisa se vaya a la cocina a buscar los postres, confiesa:

–No he sido un buen abuelo, tampoco un buen padre ˗ la hija quiere interrumpirle negando con la cabeza, pero el viejo con un sonoro chist la hace callar.

Me busca a tientas, cuando por fin me coge dice:

–¿Veis esta aceitera?… me la dio mi padre; a él se la dio el suyo, que se la dio el suyo… en ella hemos puesto lo mejor de nosotros; el amor a nuestra tierra, a nuestros árboles, a los que nos precedieron, a los que vendrán, pero sobre todo el amor a nuestra familia. Entiendo que lo que queréis hacer es bueno y quiero que lo hagáis. Ahora la aceitera se irá con vosotros y el año que viene si sigo vivo, comeremos los hoyos en la casona; ya no hay más que hablar… y recordad “casa de padre, viña de abuelo y olivar de bisabuelo”. ¿Luisa, nos traes los postres?

Ya es la hora del café.

–Abuelo ˗la joven se arrodilla, tiernamente le coge las manos˗ ¿Por qué no les cuentas la historia de tu perra?

Los niños sentados en el suelo delante del bisabuelo esperan impacientes:

–Cuando yo era pequeño tenía una perrilla que tuvo tres cachorros. Se pasaban el día buscando las tetillas de la perra para mamar pero un día, la perra con las patas, echó a los perritos, no los quería alimentar y les ladraba. Mi padre no hizo caso pero yo me preocupé y fui a ver qué pasaba; la perra me ladró, me enseñó los dientes. Corrí llorando a contárselo a mi padre pero no me hizo caso. Dos días después los cachorros ladraban con mucha fuerza, no comían, se iban a morir de hambre y la perra no dejaba que se acercasen, ladraba y ladraba, quería morder. Mi abuela me pilló robando leche. Como me regañó, le conté llorando lo de la perra y me dijo que debía de tener fuego en las tetillas, que algunas perras tienen esa enfermedad, “frótala con aceite” me dio la aceitera, un trapo, un hueso de jamón y me acompañó donde la perra; tenía miedo de que me mordiera. Ella le echó el hueso y mientras lo lamia con el trapo bien empapadito de aceite le limpié las tetillas, la perra se dejaba hacer, le gustaba, eché un buen chorro de la aceitera y froté con cuidado, la perra lamió la aceitera y mis manos; esa noche se pudieron acercar los perritos para mamar”

˗ ¿La aceitera le curó? ¿Cómo se llamaban los perritos? ˗hay profusión de preguntas, de risas, de besos, casi tantos como aceitunas hay en las ramas de olivo del centro de mesa.

He vivido muchas fiestas del hoyo aceitero y tengo mil historias que contar ¡yo, la insignificante aceitera! Pero ninguna tan cargada de futuro como esta. El verano que viene Jimena y Sole se casarán a los pies de mis padres, olivos centenarios fuente de luz y de sabiduría. Yo seguiré cuidándoles, alimentándoles, consolándoles… La noche se ha instalado, se acaba nuestro particular 8 de diciembre aceitero pero su amor por mí y mis olivos, continúa.

 

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