032.- Oro verde
Las columnas de humo se veían con claridad desde su posición en la empalizada que rodeaba el fuerte. Las tropas de mamelucos egipcios dirigidas por el sultán Baibars ganaban cada día más terreno en los Estados Cruzados de Levante. El sultán estaba decidido a convertirse en un nuevo Saladino reconquistando aquellas tierras para la religión musulmana y de esa forma coronarse como un nuevo Dios.
El fuerte era un punto avanzado de defensa de las ciudades Santas. La mayoría de los que allí servían pertenecían a la Orden del Temple, como Ferrán y Bernat, que habían llegado juntos a los Estados Cruzados hacía unos dos años. Eran vecinos y vivían en sendas granjas a las afueras de Montblanc, granjas que tenían la intención de unir para crear un fuerte, un refugio para los muchos peregrinos que pasaban por allí haciendo el Camino Santo que llevaba de las montañas de Montserrat hasta Puente la Reina y así conectar con el Camino de Santiago. Torre Sala, que así es como habían decidido que se llamaría la unión de las dos granjas, se convertiría en un hospital para peregrinos y viajeros. Además, continuarían explotando las tierras, pues Ferrán tenía una idea revolucionaria a la que había dado el nombre de Oro Verde.
Las granjas fuertes eran un negocio en alza a mediados del S. XIII. La Orden del Temple ayudaba en todo lo que podía a los Caballeros Templarios que habían cumplido con sus obligaciones en Tierra Santa. Eran considerados como héroes y los héroes merecen una recompensa.
Después del fracaso de la Séptima Cruzada, las órdenes religiosas que enviaban soldados a Tierra Santa, entre ellas la Orden del Temple, estaban comprobando cómo los voluntarios iban en descenso. Necesitaban inventar un incentivo para poder reclutar más monjes-soldados y de esa forma poder mantener las defensas en Tierra Santa. Cada Orden estipuló sus condiciones. La Orden del Temple nunca lo dejó por escrito, pero la boca a boca aseguraba que, tras dos años de servicio en Tierra Santa, la Orden te ayudaba para que tuvieras tu propia granja fuerte. Las condiciones parecían inmejorables, pero eran pocos los que al final se sentían atraídos por la oferta. A nadie le apetecía un tortuoso viaje por el Mediterráneo y menos aún luchar contra las hordas de mamelucos sedientos de sangre cristiana.
Esas noticias habían llegado a oídos de Ferrán y Bernat, pero no tenían miedo. Preferían correr el riesgo y tener la oportunidad de una vida mejor que seguir medio muertos de hambre. Tenían conocidos en Lérida a los que la vida les cambió al dar el paso y convertirse en Caballeros Templarios, ir a Tierra Santa, sobrevivir allí un par de años y volver para hacerse cargo de una granja fuerte o de una masía torre. Por todo ello, a mediados de 1262, se embarcaron en uno de los barcos fletados por la Orden del Temple. Meses después estaban sirviendo en aquel fuerte, subidos a la torre de la empalizada, viendo las columnas de humo que se acercaban e incluso escuchando los gritos agónicos de socorro de los soldados que defendían la cristiandad en Tierra Santa.
Hasta hacía unas semanas, los Templarios que servían en aquel fuerte no eran conscientes de los que se les venía encima. Habían escuchado miles de historias de las Cruzadas que se convertían en especies de leyendas con el paso de los años. La mayoría, como Ferrán y Bernat, habían decidido apuntarse al servicio por considerar que en tiempo de relativa paz sería mucho más fácil sobrevivir en Tierra Santa. Pero ninguno contaba con Baibars y sus hombres. No tenían piedad y querían llegar cuanto antes a controlar todas las ciudades Santas. Pasaban por el cuchillo a todos los cristianos que se rendían. No querían prisioneros que mantener, que dar de comer, que ralentizaran su avance. Incluso desconfiaban de los que, para salvar su vida, se convertían a la fe musulmana. A estos, los dejaban en las ciudades conquistadas bajo el yugo de alguna familia adinerada que patrocinara a las tropas mamelucas de Baibars.
Pero hacía unos días que Bernat veía a Ferrán preocupado y este no aguantó más al ver aquellas columnas de fuego:
—¿Qué sentido tiene quedarse? —dijo apoyado en uno de los anchos postes que hacía de soporte a la empalizada. —Creo que ya hemos cumplido con nuestras obligaciones. Tengo ganas de volver a Torre Sala y empezar a vivir nuestro sueño.
—Y yo también —aseguró Bernat extrayendo unos cuantos frutos rojizos con un tono purpúreo de uno de sus bolsillos. —¿Tienes alguna idea de cómo volver? —y le ofreció un puñado de aquellos redondeados frutos a Ferrán.
Ferrán le dio las gracias por su ración diaria de aquella particular oliva que no tenía recuerdo de haber visto por sus tierras. Además, desde que la comían de forma regular, tenían la sensación de cansarse menos, de estar más saciados, de tener menos ansiedad, o quizás eran imaginaciones suyas, pero con efecto placebo o no, los dos seguían comiéndose un puñado de aquellos frutos cuando caída la tarde.
—He sentido que se está organizando un buque de vuelta para algunos de los señores feudales europeos que todavía corren por aquí. Cuentan los mercaderes que el rey Luis IX de Francia se está poniendo un poco nervioso. Está recibiendo muchas presiones por parte de la Iglesia para que encabece una Octava Cruzada. Está claro que los acaudalados señores quieren volver a sus castillos para no quedarse atrapados en medio de un fuego cruzado. Eso sí, por mucho que salgan corriendo con la cola entre las piernas, una vez llegados a sus aposentos no podrán librarse de pagar la campaña militar si se acaba organizando.
—¡Por los huesos de Cristo! ¿No han tenido bastante con siete? —inquirió Bernat. —¿No están viendo lo salvajes que son estos mamelucos? —y se tiró un par de aquellas pequeñas olivas a la boca.
—Pues se ve que no. Además, ya sabes que todos quieren su parte del Reino de los Cielos y que el clero les llena la cabeza con terribles diablos musulmanes que conquistarán el Reino y de esa forma no podrán entrar y deberán deambular por la oscuridad —dijo mientras alargaba la mano para que le ofreciera unos cuantos de aquel adictivo fruto.
Ferrán había pensado muchas veces que era ese gusto intenso y afrutado lo que le volvía loco, lo que conseguía que no pudiera dejar de comer esas olivas una vez empezaba.
Bernat le dio otro puñado. Siempre tenía los bolsillos llenos.
—Pero se supone que son gente que saben un poco más de todas esas cuestiones que dos pobres payeses —aseveró Bernat.
—Se supone.
—Pero no lo es.
—Está claro que no. Estamos gobernados por auténticos analfabetos de la vida, marionetas en manos de la Iglesia que hacen y deshacen en su beneficio.
—Te recuerdo que nosotros formamos y formaremos parte de una Orden cristiana —dijo Bernat poniendo el dedo en la llaga.
—Sí, por obligación. Porque es la única forma de llegar a nuestro sueño. Pero nosotros los tenemos claro, ¿no es así?
—¡Clarísimo!
—Entonces no le veo el problema. En cierta manera somos nosotros los titiriteros que mueven las marionetas en nuestro beneficio y por eso vamos a coger el primer barco que zarpe los más cerca posible de nuestra tierra.
—Y llevaremos un par de zurrones llenos del Oro Verde —añadió ilusionado Bernat.
—Eso por supuesto, amigo. El Oro Verde será nuestro segundo pasaporte para una vida placentera.
Y a falta de una copa con la que sellar el pacto, entrelazaron la mano derecha en el aire formando el símbolo de la victoria.
***
Dos días después de aquella conversación las columnas de mamelucos estaban a las puertas del fuerte que defendían Ferrán y Bernat.
Ellos seguían haciendo los preparativos para salir en cuanto pudieran de aquel infierno, pero tuvieron que aparcarlo todo para hacer frente al ataque. Resistir, sobrevivir para poder tener un futuro. Morir, sucumbir, para perderse en la espiral de los tiempos.
Los dos amigos compartían torre y desde ella podía divisar con claridad los movimientos de las tropas de Baibars.
Ferrán oteaba el horizonte cuando se fijó con sorpresa en un artefacto que nunca había visto antes. Era una gran bola de fuego.
No le dio tiempo a avisar a Bernat que permanecía vigilando a su espalda. La bola de fuego se acercaba a una velocidad inusitada a su posición. Solo pudo gritar:
—¡Ber! —cuando la bola impactó contra la torre en la que se encontraban.
Los dos amigos cayeron a plomo. Ferrán tuvo suerte, pues cayó sobre una pila de paja que estaba preparada para dar de comer a los animales. Bernat no tuvo tanta suerte. Quedó aprisionado bajo un amasijo de maderas. Su cuerpo estaba magullado. Ferrán comprobó si respiraba y viendo que no lo hacía le golpeó varias veces en el pecho para hacerlo reaccionar. Pero era tarde. Bernat no vería su sueño cumplido.
Ferrán lloró como un niño que no encuentra a sus padres en un oscuro bosque. Estuvo así varios minutos ajeno a lo que sucedía que era una continua lluvia de proyectiles de fuego.
Cuando se pudo levantar sonrió al ver que la mano izquierda de Bernat estaba cerrada, pero que de ella sobresalía como un pequeño tallo. Sabía lo que era. Se acercó, le abrió la mano con cariño y supo lo que tenía que hacer en aquel instante.
Epílogo
Aquella noche Ferrán aprovechó la complicidad de la oscuridad para escapar del fuerte, cargado con dos zurrones de olivas. Uno el suyo, el otro, del finado Bernat. Desde que vio el puño cerrado de Bernat protegiendo las siete olivas que se solía comer todas las tardes sabía que eso era una señal y que además Bernat lo protegería haya donde estuviera.
No fue fácil llegar hasta la costa para poder embarcar, pero una semana después de la muerte de su amigo estaba en disposición de zarpar y lo haría como escudero de unos de los grandes señores feudales de la Corona de Aragón. A cambio de su protección durante el viaje en barco y luego por tierra hasta llegar a su castillo, Ferrán podría viajar gratis.
El viaje de regreso en barco fue largo y traumático. Pero después de cuatro meses consiguió divisar a los lejos el recinto amurallado de Montblanc, paso previo para llegar a su granja.
Una vez allí tenía la intención de hablar con alguno de los poderosos payeses que controlaban la región y explicarles que había cargado durante todo el viaje con un par de zurrones llenos de unas pequeñas olivas que no se podría encontrar por aquellas tierras.
Les hablaría de todas las propiedades que tenían y que había sentido recitar cientos de veces a los que las cultivaban en Tierra Santa. Que el fruto en boca tenía un gusto intenso y afrutado; que su aceite era dulzón y con un punto picante en garganta; que fijándose un poco se podrían notar aromas de plátano o manzana; que su cultivo era rápido y de buen rendimiento. Vaya, que lo tenía todo para ser el nuevo Oro Verde.
Pero nadie le escuchó. Veían a un desarrapado soldado templario con la cruz de su capa casi borrada y pensaron que era un charlatán que quería hacer negocio fácil para luego desaparecer. Además, no era un hecho extraño en aquella época. Se explicaban mil y una historias de embusteros profesionales que iban de pueblo en pueblo viendo a quién podían engañar para ganarse la vida sin clavar una azada en la tierra.
Un par de días después de llegar a Montblanc, Ferrán no quiso entrevistarse con nadie más. Dejó atrás la protección de la ciudad saliendo por el célebre Portal de San Jorge del que ya se contaba que frente a él San Jorge mató al dragón.
Tardó un día en llegar a su granja y lo primero que hizo fue visitar a la familia de Bernat para explicarles que había muerto como un valiente y que seguro que el Señor lo tenía a su derecha en el Reino de los Cielos. Les habló de su proyecto conjunto y la familia no tuvo inconveniente en unir las dos granjas y llamarlas Torre Sala como habían imaginado Bernat y Ferrán. Sería un homenaje póstumo.
Las dos familias parecían una. Se unieron las granjas, pero también las ganas de que aquella desgracia trajera algo bueno a cambio. Día tras día trabajaron la tierra para plantar las semillas de las que germinaron aquellos exclusivos olivos traídos de tierras lejanas. Era el año de 1264.
Con el paso de los años, Ferrán pudo ver cumplido el sueño de los dos amigos al construir una granja fuerte. Las dos familias pudieron vivir del hospedaje de peregrinos y viajeros. Cada mañana, Ferrán y uno de los hermanos de Bernat, se vestían con ropas templarias e interpretaban un pequeño espectáculo que recordaba los días pasados en Tierra Santa y lo acababan con una degustación del pequeño redondeado fruto rojizo púrpura.
No fue hasta 1762, cuando el XI Duque de Medinaceli trajo de nuevo desde Palestina aquel fruto rojizo que encandiló a Ferrán y Bernat. Lo cultivó alrededor de su glorioso y enorme castillo de Arbeca y esta vez sí que quedó constancia del hecho, tanta constancia que ahora conocemos aquella variedad de oliva como arbequina.