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034.- Donde murmura el agua

Juan Cano Pereira

 

Los recuerdos desagradables se agarran con fuerza, cosidos por una doble costura —tristeza de ida, vergüenza de vuelta—, como si el momento álgido de la parábola que mis gafas describieron en el aire hubiera permanecido congelado junto a la sorda resonancia de la mano cóncava de mi padre impactando en mi cara. Fue una noche del mes de octubre. No estoy seguro del año, aunque 1977 ha permanecido impreso en mi cabeza con la rotundidad violácea del sello de un requerimiento judicial.

Durante días, el devenir de los acontecimientos se fue diluyendo en el reactivo gris y confuso del escozor —más moral que físico— que me produjo aquella bofetada. Mi padre podía demostrarme su decepción con un desairado aspaviento, como cuando no lograba atajar el agua rebosante de una reguera, pues era incapaz de acercarme siquiera a remedar con una filigrana chapucera su destreza con la azada; pero aquel sostrazo a mano abierta provocado por mi impertinencia me dolió en el alma.

Mi madre estuvo en un continuo refunfuño desde las nueve. Así, cuando alrededor de las doce llegó mi padre, por ese prodigioso papel de calco en el que se transmuta un niño, yo le solté —con puntos y comas— la letanía que ella llevaba farfullando toda la noche.

Varias noches después, se repitió su tardanza, pero ya no hubo reproches. Luego, supe que mi padre pasó la noche detenido en el cuartelillo de la Guardia Civil junto con otros nueve agricultores. Al parecer, habían destruido el dique que desviaba la acequia hasta la fábrica de encurtidos, provocando una inundación en sus instalaciones. Aquella noche, el escaso caudal de la Cañá corrió libre camino de los sedientos olivares de Neblín.

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En 1973 mi padre fue elegido concejal por el tercio familiar, presumiéndose que era buen cabeza de familia, trabajador y no se significaba políticamente en contra del régimen —lo que es lo mismo, no se significaba—. Sobre todo, había obtenido el beneplácito de Montiel para formar parte de la nueva corporación. Recuerdo haberme acercado con él hasta el colegio. También cómo lo felicitaban por su elección, antes incluso de concluir esta.

Todavía faltaban cuatro años para que comenzara el declive de la fábrica. De momento, seguía en pleno rendimiento, a pesar de que su producto estrella, los alcaparrones, apenas ya los trabajaban.

Aquella fábrica, con la potencia grávida de su sirena, marcaba el acontecer de la pequeña Neblín. Cuando Francisco, el conserje, retrasaba un instante la puesta en marcha del mecanismo sonoro, el pueblo entero haraganeaba durante unos minutos: los maestros resistiéndose a romper la charla, mientras los niños se sacudían el atolondramiento matutino con una estirada propia de canes; los peones, oscilando ociosos sus azadas y escardillos durante un rato más, mientras les titilaban temblorosos apures de cafés, solysombras y carajillos.

Hasta que su bramido metálico no rompía en mil pedazos el silencio matinal, nadie se daba por aludido. Entonces, los maestros apagaban sus pitillos contra la oxidada papelera que flanqueaba la puerta de la escuela, y las tabernas se vaciaban con sinfonías de puertas y percutir de monedas, mientras el eco de la sirena aún rebotaba calle abajo. Acto seguido, seis enormes calderas perfectamente alineadas —tres a cada lado de la nave— arrancaban un bullir lento, donde se desperezaba el sueño de las trescientas cincuenta mujeres que allí trabajaban, a la vez que un chirrido de goznes herrumbrosos, apenas un temblor de piedras, imperceptible casi en la superficie, parecía descerrajarse en el interior de la tierra, removiendo los magmas que fluyen en sus entrañas; reviviendo a Neblín en el centro de su corazón de rocas encendidas.

Don Jesús, inmóvil, impecable en el vestir y grave en el gesto, saludaba con un «buenos días» mudo, solemne, provocando la contestación unísona de cada grupo de mujeres: las jóvenes dicharacheras de la mesa del relleno de las aceitunas; las recién casadas que componían banderillas en la mesa grande; las maduras y experimentadas que se encargaban del delicado arreglo de los alcaparrones; las novatas que envasaban y etiquetaban en el fondo. Después, se encerraba en su despacho, donde pasaba las horas mirando facturas, levantando de vez en cuando el arco de su ceja izquierda por encima de las enormes gafas de pasta negra y cristales pesados, para que así las operarias no dejaran nunca de sentirse vigiladas. De vez en cuando, volvía al momento de la miel y las rosas, congelado para siempre en aquella fotografía.

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La gran tormenta de abril de 1958 no hizo más que confirmar la mala estrella de Neblín. Debido a las inundaciones, al entonces alcalde Montiel no le fue difícil conseguir dinero. Para ello, contó con la inestimable ayuda del general de la Peña, con quien había servido en la mili. Así, don Pablo de la Peña terminó convirtiéndose en padrino y socio de Montiel, por lo que no encontró grandes contratiempos para acceder al «Plan Jaén».

Primero los albergues. Después la famosa fábrica de encurtidos, Conservas PAJE —acrónimo de Pablo de la Peña y Jesús Fernández Montiel—. Por último, la iglesia, que sustituyó a la vieja parroquia. Don Jesús se trasladaba una y otra vez hasta aquel momento de la fotografía en el que posaba junto al ministro de la Gobernación, mientras de la Peña y el gobernador civil asentían a su lado.

Aquello quedaba lejos. Ahora, Neblín flotaba entre la ensoñación y la flojera, para terminar por llegar al sábado ensimismada en un borboteo pendular, oscilando del enlatado al cocedero, casi sin percatarse del discurrir de los días que cogían velocidad desde primerísima hora del lunes, para alcanzar cuanto antes las tres de la tarde del viernes, con su toque de sirena prolongado por Francisco en el pulsador; como un canto de siega. Mientras, lejos del bullir de calderas, donde las sirenas apenas eran un eco sucio del polvo de los campos y los efluvios del vinagre y la salmuera ya no alcanzaban para embriagar las incautas almas, el sol ardía contra los sedientos olivos por tercer verano consecutivo. Veranos que yo pasaba, con su empezar de picazón y brevas, y su final de almendras e higos; que, al mínimo que te rozaras, la higuera te disparaba el látex urticante de sus hojas.

A menudo, íbamos hasta los olivos de la Cañá, donde mi padre no podía dejar de demostrar su malestar cuando nos encontrábamos con algún vecino lindero. Yo me quedaba callado, intentando comprender lo que hablaban. Sentía que no debía interrumpir, aunque sí retener en mi memoria el mayor número de detalles, hasta que llegara el día en el que poder juntar todas las piezas del puzle. Puede que algunas no llegaran jamás a encajar. Pero ese barrunto de sabores y olores es el andamiaje que sujeta lo que somos. Por eso sé que el recuerdo de aquel momento huele a tierra, cardo borriquero y desolación; y que sabe a higos, almendras e impotencia.

Desolación, impotencia y el humo del tabaco flotando en el ambiente de la junta de la Comunidad de regantes de julio del 77. Por unanimidad se les encomendó a Manuel Martínez y a mi padre —ambos concejales— el traslado al ayuntamiento del malestar por las restricciones del riego, mientras cada tarde don Jesús mandaba baldear su fábrica fantasma, cuyas puertas ya solo permanecían abiertas mientras Francisco daba un manguerazo desde la verja de la entrada; aquel desperdicio grosero que borboteaba agua con desdén, resonando como una bofetada infinita.

—Señor secretario, ilústrenos con los antecedentes, para dar contestación a los señores concejales —dijo el alcalde, mientras buscaba la mirada de su tío Fernando, juez de Paz desde que terminó la Guerra y que, sentado en el fondo de la sala, asistía como único espectador.

—Existe un acuerdo que ratificó la concesión a Conservas PAJE del aprovechamiento de agua de la fuente de la Cañá, en las mismas condiciones de gratuidad que en la puesta en funcionamiento de la fábrica…

—Perdóneme —se excusó Martínez—, pero ¿me puede decir qué sentido tiene una concesión de aguas a una fábrica que no produce?

—Esta mañana he estado hablando con don Jesús del asunto y… por favor, léale al pleno la solicitud de…

—No hace falta que nos lea nada —interrumpió mi padre—. Está claro… ¿no es verdad, alcalde?…

José Jiménez, maestro nacional y alcalde de Neblín por obra y gracia de don Jesús Fernández Montiel titubeó mientras buscaba de nuevo a su tío, esperando de su gesto una respuesta, o una palabra mágica que lo hiciera desaparecer del salón de plenos en aquel instante. El juez carraspeó a la vez que agachaba la cabeza, evitando tener que mirar a nadie. En ese momento, otro concejal, Pedro León, tomó la palabra.

—PAJE lleva casi un año sin actividad. No tiene sentido la prórroga.

—Eso no es lo que me ha dicho don Jesús. De hecho, estaba muy ilusionado con…

—¿De verdad, alcalde, que tenemos que apechugar con lo que te diga este hombre? —interrumpió de nuevo mi padre—.

—De todas formas —prosiguió Martínez— se pasa tus bandos por los cojones —y comenzó a leer: «Debido a la sequía que venimos sufriendo, se procederá al corte del suministro de agua potable todos los días desde las 22 hasta las 7 horas. Queda prohibido, además, el riego de todos los campos abastecidos por el nacimiento de la Cañá.»

—¡No me jodas, Manolo!

—¡No, perdona José!, ¡tú y Montiel sí que nos estáis jodiendo!

Mi padre y Martínez salieron acompañados de Pedro León, mientras el alcalde y los demás se acercaron hasta el fondo de la sala, donde don Fernando, agazapado contra el cristal de la ventana, ensayaba su mueca de salamanquesa, contrayendo su iris en un esfuerzo supino por retener aquella estampa grotesca que todos conformaban a su alrededor.

—¿Y ahora qué, tío?

Un carraspeo gutural, que el juez estiró tanto como la desidia de aquel atardecer de verano, sonó como única contestación.

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Neblín nunca ha sido pueblo que se te meta por los ojos. Ni siquiera un lugar resultón con algún que otro rinconcillo de postal. Parece más bien un escondrijo donde campear el invierno.

Su secreto estaba en sus laberintos y cuevas, donde veían la luz los innumerables manantiales que discurrían sinuosos por las profundidades calizas de la Sierra Mágina. Cuando el pueblo estaba en silencio, si se ponía el oído, escuchabas el zureo soterrado del agua en el corazón de aquellos hombres y mujeres diestros en conseguir que su arrullo purificador llegara a la superficie, para así sanar las heridas de una tierra agrietada y sedienta. Todo el entramado de sus entrañas había sido dibujado en viejos mapas transmitidos de padres a hijos, generación tras generación. Mapas de la memoria desaparecidos, u olvidados, de los que en 1977 apenas quedaban las muescas en el terreno y los surcos trazados en las piedras por el agua que cesó, cuyo silencio terrible volvía aún más estruendosa la escasez.

Ese polvoriento verano de higueras y almendros, donde el agua se dejó de oír, lo llenó el sonido del timbre de tu bicicleta, rasgando el aire con su metal, cada vez que doblabas la esquina. Cuando lo escuchaba, me parapetaba en el balcón, resguardado por la penumbra de la sala, donde todo dormía la siesta menos yo: mesa, sillas, sofá… el Sagrado Corazón de Jesús presidiendo el silencio desde su peana…

Pasabas delante de casa dos, tres, incluso cuatro veces. Tocabas el timbre a la ida y a la vuelta, mientras alzabas la vista para ver aparecer detrás de las macetas mi tímido saludo.

Tú ya no lo recuerdas, pero la primera vez que se produjo el roce tembloroso y errático de mis labios contra los tuyos ocurrió en el patio del colegio, durante las fiestas, mientras el resplandor de los fuegos artificiales dibujaba destellos rojos y azulados sobre tu cara pálida y redonda. Alguien mayor, o tal vez solo más decidido, me había dicho que los besos de verdad se daban con lengua, y que eran tan alucinantes, porque el calambre te chisporroteaba desde la boca hasta la punta de los pelos. Pero aquella primera vez, tú te cerraste en banda y mantuviste los dientes fuertemente enclavijados, impidiendo que mi lengua campase a sus anchas.

Después hubo más besos. Algunos incluso nos parecieron pecaminosos, no sé si porque nos los dimos en las escaleras que subían al coro. Pero nunca con lengua, hasta aquella vez bajo una oliva en el camino de la Alisea. Cuando nuestras lenguas tropezaron su torpeza, no sentí ese calambre que debía correrme desde el mismísimo centro de la tierra, puede que por las excesivas expectativas que me había creado; o porque todo fuera un cuento chino más que nuestra edad de la inocencia se había tragado a pie juntillas. Desde entonces, todos nuestros besos fueron menos besos y más contorsionismo, sin atrevernos a decir ninguno que aquello no nos gustaba.

Llegó septiembre, y envolvimos nuestro ímpetu en el mismo camuflaje de hojas secas con que se arropa Neblín en otoño. Nuestros encuentros se limitaron a un par de miradas furtivas en el recreo y a los mensajes intercambiados a través de Viqui, mi compañera de pupitre: aquellos alegatos donde mi pudor apenas conseguía frenar cada brote de testosterona, y que tú conservaste durante años junto a tus viejos cuadernos repletos de letras de canciones Camilo Sesto y Umberto Tozzi. Desde entonces, recordar tu caligrafía redonda y mullida, con sus cuasi corazones coronando tus íes, ha sido como abrazar a una joven que plancha cantando.

Una mañana, descubrimos que también nos unían las guerras de nuestros padres, aunque tampoco lo comentamos. En mi caso, además, siempre que he preguntado a mi padre por la famosa noche, sus explicaciones son un parlamento de palabras que campan libres por campos de oraciones mutiladas que se entremezclan con una infinidad de expresiones pertenecientes a un idioma propio e intraducible que solo él sabe manejar. Tampoco ayudan unos acontecimientos que se precipitaron por el arrebato desesperado de un grupo de agricultores, cuando los más jóvenes, vehementes y atribulados —que así dicho pudieron ser uno y trino— tomaron la iniciativa.

Transcurridos casi tres meses desde aquel pleno del ayuntamiento, el alcalde se había parapetado tras los siseos carraspeados de su tío el juez, quien cada día reptaba desde el juzgado a la fábrica, y desde esta al ayuntamiento, portando las sugerencias de don Jesús. Aquella tarde, Manolo Martínez había sorprendido al juez saliendo de casa de Montiel. Saberlo enardeció aún más a quienes eran partidarios de «tomar medidas». La mecha terminó prendiéndose cuando el presidente de la Comunidad de regantes no logró hacerse entender en su intento por explicar el silencio administrativo.

Terminada la reunión, once agricultores se encaminaron hasta la pequeña presa que Conservas PAJE tenía en la fuente de la Cañá. Tu padre, como era albañil, fue a por un pico con el que destruir el dique que desviaba hacia la fábrica casi la totalidad del cauce. Él fue el primero en golpear; después, lo siguieron otros.

A nadie se le había ocurrido descalzarse antes de introducirse en la acequia. Así, cuando el agua volvió a correr por su cauce, les pareció un milagro sentir aquella fría cosquilla en las piernas, mientras la preciada linfa humedecía los surcos y piedras del cavernoso corazón de Neblín. De pronto, una potente voz los interrumpió.

—¡Alto, la Guardia Civil! —

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El tiempo tomó carrerilla. Las tardes se aceleraron en las hojas arrancadas de las cuadrículas de tu libreta, mientras las llenabas con íes de puntos mullidos como nubes danzantes. Yo me contagié, dándole cierta gracia a los sobresaltos de mis eles, de mis bes, de mis haches… que surgían exageradamente inclinadas; como si al escribirte, un viento taquicárdico y a contramano arrastrara mis palabras hasta doblarlas, casi partirlas.

No sé por qué nunca nos lo dijimos, aunque puede que por esa torpeza mía al hablar; como si esas dos palabras fueran dos losas pesadas que nos harían caer rodando si nos atrevíamos a pronunciarlas. Te quedaste esperando a que yo las dijera primero, aunque inmediatamente las habrías dicho tú.

El verano llegó y, de pronto, me sentía desdichado. Retomar mi puesto en el balcón para espiar tus paseos ciclistas me afligió. Aquella pesadez se fue haciendo zumbido de ruedas y brisa de radios, para desaparecer en los apures de una tarde de agosto. Y dejaste de pasar con tu bici por mi puerta, tal vez la misma tarde que los funcionarios del juzgado vinieron a embargar las pertenencias de tu casa y las de la mía.

—Tome nota… frigorífico marca Westinghouse… televisor Edison…

El gesto arrogante de Montiel se autoinvitó a comer a mi casa, a la tuya, e imagino que a la de los demás; las cejas arqueadas del notable se reflejaban en el plato de la sopa o en el poso del café con su solemne gravedad observándonos a cada sorbo, a cada bocado. Una impregnación repulsiva bañó con su limo la vajilla y la conversación misma.

En nuestra televisión Edison, la que yo había imaginado a don Tomás Alba construyendo pieza a pieza, aparecía —tras casi tres minutos de pantalla en negro— aquella España que estaba cambiando tanto. Y el silencio, que envolvió con su pesada cortina la luz del comedor, hizo que todos prestásemos atención al telediario. Las noticias se llenaron de palabras extrañas, que a juzgar por la convicción con que los presentadores las pronunciaban… «la elaboración de una constitución pactada… el consenso suficiente entre las diversas fuerzas políticas… un referéndum para su aprobación por la soberanía popular» …debían de ser mágicas.

Tras cinco años de litigios, la Sala Cuarta del Tribunal Supremo dictó sentencia en última instancia favorable a la Comunidad de regantes de la Acequia de la Cañá, sobre el contencioso-administrativo interpuesto por Conservas PAJE. Recuerdo haberla leído mientras el pulso se me aceleraba a cada resultando. La Justicia ya no estaba del lado del poderoso, sino de la verdad; o eso creí. Mientras, aquel año en que regresó a Neblín el murmullo del agua, tú y yo apenas ya nos dirigíamos la palabra.

Todavía hay noches que siento la bofetada.

 

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