036.- El anciano milenario
Somos en parte lo que vivimos y en parte de dónde venimos. Nunca le di importancia a esa idea, pero como suele suceder, las cosas cambian con el tiempo.
—Nada queda aquí para mí. —Hablé a mi padre con el corazón en un puño. — No valgo para esto. Quiero probar suerte en otro lugar.
La vida del campo era dura y estaba llena de amargura para mí. Levantarse antes de que salga el sol, partirse el lomo trabajando y llegar a casa siempre cansado, calado si hace frío o quemado si es tiempo de calor. ¿Merecían tanto unos pocos árboles?
Mi padre entrecerró los ojos. Conocía bien esa mirada inquisitiva. Estaba leyendo mis pensamientos y examinando mi figura. Me inspeccionaba para ver si las palabras salían del corazón o de la pereza.
—Vete Ernesto. Si no ves el oro que hay ante tus ojos, tan valioso como el agua para este pueblo, nunca podrás hacer que esos árboles crezcan fuertes y vivan mil años.
Vivir mil años. Solo las mejores plantas aguantan tanto. Mi familia ha criado un par de esos durante siglos y son los seres más orgullosos que puede verse. Casi míticos. Se alzan arrugados y de baja estatura como un anciano, pero están bien arraigados a la tierra. Seguirán en el mundo hasta mucho después de mi muerte y la de mis hijos.
—Padre… —Pero no obtuve respuesta. La severidad de su carácter me apartó de él. No alcanzaba a comprenderlo.
¿Qué es un Olivo? ¿Qué significa?
Esta historia, por no dejar lugar a duda, cuenta cómo llegué a descubrirlo y a apreciarlo.
1
Valencia, España. Año 1980.
Llevaba diez largos años apartado de todo lo relacionado con mi niñez. Trabajaba como cocinero en un restaurante del centro y ese sueldo, junto con el dinero ahorrado en una década, me permitió comprar un piso en el barrio del Carmen.
No estaba solo. Mi primo Rubén llevaba tres años viviendo conmigo. Me dijo que serían unos días, pero como suele pasar, esos días se transformaron en meses y al final me acostumbré tanto a su presencia que terminó por gustarme. Tenía el don de romper la rutina siendo parte de mi vida cotidiana.
— ¿Conoces a Isabel? —También nació con el don de colarse en la cocina del restaurante cuando le venía en gana durante mi horario laboral.
—Rubén estoy trabajando.
Él se encogió de hombros.
—Se pueden hacer dos cosas a la vez. —Dijo con su jovial sonrisa. —Además. Tu jefe me ha dejado pasar.
— ¡Madre mía! —Exclamé frustrado. Ya no podía jugar la carta de llamar al encargado. —Sí. Conozco a Isabel. Es la vecina del tercero. ¿Por qué?
Su sonrisa se ensanchó más.
— ¿Te acuerdas de la tía Carmen?
— ¿La que bordaba cuadros? —Recordé a aquella señora que olía a estufa de leña y el ruido que hacían sus anillos mientras trabajaba. —Claro. Era una mujer muy amable. ¿Por qué?
Rubén cogió una manzana de por ahí como si nada y le dio un mordisco.
—El destino existe. Se han dado a la vez tres sucesos que brindan una oportunidad única querido primo. Isabel quiere aprender a bordar y el próximo fin de semana son las fiestas del pueblo.
Hasta ahí le seguía. Una excusa para ligar con esa chica, pero no me quedaba claro por qué venía al restaurante a decírmelo.
— ¿Cuál es el tercer suceso? —Pregunté seguro de que no me gustaría.
—Tienes coche y carné.
— ¡No! — Negué rotundamente. —Sabes de sobra que no quiero ir a ese lugar.
—Lo entiendo Ernesto. —Aseguró mi primo. —Tienes malos recuerdos y no te apetece revivirlos. Pero míralo de otra forma. Tu padre ya ha vuelto del hospital y está mejor. Sería un buen momento para reconciliarte con él. ¿Qué me dices?
—Que por el interés te quiero Andrés. —La mención a mi padre y su última operación de espalda me sentaron fatal porque recordaron que llevaba diez años sin verle. —No voy a llevaros. Lo siento Rubén, pero tendrás que ir en autobús.
Por la expresión de su cara, deduje que se percató del error. Ahora ya no tenía modo de arreglarlo, aunque igualmente agradecí los intentos de animarme.
— Ha sido una estupidez. Lo siento Ernesto.
—Tranquilo. —Debí fingir bastante mal que todo iba bien. —No pasa nada por decir una verdad.
Sin embargo, la verdad dolía. Dolía mucho.
2
Aquella noche soñé con mi infancia. Las viejas reuniones en casa de mis abuelos o en el campo durante el calor eran y son algunos de mis recuerdos más felices porque en ellos están todos mis seres queridos.
Comidas, canciones, chistes y risas mientras disfrutamos del cálido sol veraniego. No éramos ni de lejos los más ricos del pueblo, pero tampoco nos importaba.
—Tenemos el mejor oro del mundo. —Decía siempre mi padre. —Podemos venderlo para comprar comida o podemos comerlo.
Y con pan lo tomaba yo. Aún recuerdo aquel sabor tan especial que dejaba una ligera carraspera en la garganta después de tragarlo. Nunca he encontrado dos aceites iguales. Cada uno tiene unos matices que lo diferencian.
Al despertar de aquel sueño tenía lágrimas en los ojos. Reconocí que estaba en mi piso y no me gustó. Me sentí solo. O peor aún, nostálgico de todo lo que dejé atrás hacía tanto tiempo. Ese sol, ese olor a festín y las risas a la sombra de los olivos.
Me relamí consciente de que no quedaban restos de aceite. Nada.
El teléfono fijo me sacó de mis pensamientos.
— ¿Dígame?
¿Quién podría ser a esas horas?
— ¿Ernesto? Soy yo. Elena.
Definitivamente, el destino debe existir porque tantas casualidades no pueden darse a la vez. Mi primo tenía razón.
3
—Me alegra mucho que hayas decidido llevarnos Ernesto. —Rubén me lo agradecería por los restos.
En el coche íbamos tres. Isabel no hablaba mucho, pero sonreía en todo momento y sus mejillas se sonrojaban cuando mi primo la miraba. Por supuesto era él quien llevaba la voz cantante en la conversación.
—Si miras a tu derecha hay una pequeña torre en lo alto de la montaña. ¿La ves?
— Es un entorno precioso Rubén. —Aseguró ella. —Tiene colores muy hermosos.
La primavera sentaba bien al valle. Verdes para las hojas, marrones para la tierra, gamas cálidas para algunas flores salvajes… Yo mismo me quedé sorprendido.
Sin darme cuenta, me puse a recordar otros tiempos, cuando mi padre y mi abuelo hablaban sobre lo que costaba mantener un campo en tan buenas condiciones.
«Hay mucho oro en el mundo rural» repetían siempre. » Es un secreto que los de ciudad no conocen».
El pueblo no había cambiado nada en diez años. Las casas blancas de toda la vida seguían en su sitio, las calles tenían los mismos carteles indicando sus nombres y los vecinos, eternos habitantes, eran los únicos por los que el tiempo pasaba y en ocasiones ni eso. Ejemplo de ello era la panadera, una pequeña mujer de moño apretado y delantal manchado de harina que salió al vernos llegar.
—Rubén ¿Quiénes son estos? —Preguntó mientras descargábamos las maletas. — ¿Amigos de Valencia?
— Ella es Isabel. —Presentó a la atractiva chica. —Y él es mi primo Ernesto.
La panadera se quedó sin habla.
— ¿El hijo de Rafael?
—En persona.
Me acerqué lo más educadamente que pude y la saludé como a una conocida de siempre. Ella me contestó con la misma amabilidad.
—Parece que fue ayer cuando ibais los dos con la pandilla de amigos. ¡Qué mayores estáis todos! —Agarró mi brazo para atraerme. — ¿Sabes que Elena también ha venido a las fiestas?
Lo sabía. Era su llamada por lo que estaba aquí. El destino había puesto allí a todos los fantasmas de mi pasado. ¿Por qué? No lo sé. Pero así era y yo, en lugar de resistirme, me aproximaba a ellos. ¿Por qué?
Vaya fin de semana me esperaba por delante.
Nos despedimos de la panadera con la excusa de subir las maletas a casa de Rubén. No vi conveniente dormir en la de mi padre tal y como estaban las cosas entre nosotros, así es que me limité a poner mi equipaje con el de mi primo.
Me alojé en el pequeño cuarto de invitados que daba al patio interior de la casa. Acogedor cuanto menos.
Ahora que estaba a solas con mi conciencia, saqué mi vieja cartera del bolsillo para contemplar las fotos que guardaba en ella.
—Elena. —Susurré pensando en lo hermosa que era con su pelo rizado y sus vestidos de colores.
Al lado de esa estaba la imagen de mi padre. No era dado a sonreír por aquel entonces y su piel era morena de trabajar al aire libre.
—Hay tantas cosas que quiero contarte. Y tantas por las que pedirte disculpas.
La llegada de Rubén me hizo dar un brinco y guardar la cartera por instinto.
—Iremos a ver a la tía Carmen. Está en casa de tu padre. ¿Nos acompañas?
4
— ¡Anda Rafael! Vamos a ver los fuegos artificiales de esta noche. La banda tocará y habrá baile.
El viejo negó con la cabeza. Las ganas de fiesta debieron irse hace mucho.
—Quiero hablar a solas con él. —Me señaló con su dedo acusador. —Además ahora no estoy yo para bailes. Vete tú con Rubén y la chica. Lo pasareis bien sin nosotros.
El salón de mi padre era como una cueva. Hacía frío sin importar la época del año y siempre tenía que estar encendida la estufa. A saber la clase de milagro que lograba aquello.
— ¿A qué has venido? —Fue directo al grano. Desde luego, no se alegraba de verme.
No supe si sería correcto sentarme a su lado, de modo que aguardé en pie.
—A verte.
— ¿Después de tanto tiempo? Imagino que estarás de broma.
— ¿Por qué iba a estarlo? — Lo suponía, pero quería dejarle hablar.
Mi padre se encendió un cigarro antes de contestarme. Lo encontré muy envejecido. Ya no era intimidante.
—Mentiste hijo. Me dijiste que nada quedaba aquí para ti, pero no me imaginaba que te olvidarías de todo. Dejaste de visitarnos y nos echaste de tu lado.
Bajé la mirada por respeto y culpabilidad. Puede que algo de razón tuviera.
— No vine por motivos de trabajo y dinero. Tuve una época muy mala cuando me marché y lo pasaba mal hasta para llegar a fin de mes.
Lo que no le reconocí es que, a medida que el tiempo avanzaba, regresar con la cabeza baja me daba más pavor. ¡Menuda decepción para mí mismo!
A pesar de no decirlo, mi padre debió notarlo. Puede que entonces ya estuviese mayor, pero no era tonto.
—Preferiste pasarlo mal en una ciudad que no conocías y donde estabas solo en vez de quedarte aquí con tu familia. —Hizo un esfuerzo para levantarse. No me dejó ir a ayudarle. —De haber sabido que estabas tan mal podría haberte enviado dinero.
Al verlo coger su bastón y venir hacia mí pensé que me echaría de casa o algo por el estilo, pero nada de eso.
No me echó. Puso su enorme mano encima de mi brazo, siendo la segunda persona que lo hacía en menos de veinticuatro horas.
Ya no tenía la fuerza de antes, pero el gesto llegó al fondo de mi corazón.
—Eres mi hijo Ernesto. —Me miró con sus vivos ojos castaños. —Has sido muy valiente de buscar tu camino sin ayuda de nadie, pero no debiste hacerlo. No debiste dudar de ti.
— No lo hice. —Respondí con cierto temor a ofenderle.
—La prueba de ello es que pensaste que yo te miraría como un fracasado. —Tuvo que apartarse y volver a su butaca. — No son los demás quienes te ponemos los límites o te decimos lo que eres chico. Eso te lo dices tú y nadie más.
Señaló otro asiento junto a él y comprendí. Me acomodé a su lado y nos quedamos mirando embelesados la vieja estufa.
— No lo entiendo. Yo no podía con la vida aquí.
El anciano se encogió de hombros.
— Te costaba igual que a los demás, pero no era imposible. Te rendiste porque así lo decidiste. Mira todo lo que has pasado en la ciudad hasta lograr estabilizarte y, sin embargo, en eso no te echaste atrás. Fue tu decisión y no te dejaste vencer.
Visto de ese modo, estos diez años aguanté problemas de todo tipo. Dinero, vivienda, empleo, soledad…las cosas no me empezaron a ir completamente bien hasta que apareció Rubén. Él siempre me ayudaba y animaba. Era mi único apoyo.
— ¿Cuál es el verdadero oro del Olivo padre?
Él emitió una sonora carcajada.
— ¿No lo sabes aún? Trae la garrafa y un poco de pan a ver si así agudizas el ingenio.
Iba a contestarle cuando comenzaron los fuegos artificiales.
5
No tengo ni idea de la hora que era, pero sé que la de levantarse no.
Me vestí sin poner cuidado en lo que elegía y subí al coche. Por la calle aún venía gente de la verbena así es que a nadie le llamó la atención cruzarse conmigo.
¿Dónde fui? A ver a los más ancianos de la familia.
Las tierras no quedaban lejos del pueblo, desde allí aún se seguía escuchando el ruido de la fiesta. ¡Y menuda fiesta!
La noche tenía muchas estrellas y una preciosa luna creciente. Un escenario digno de novela romántica.
Aparqué y recogí la linterna del maletero. Necesitaba ver mejor por donde pisaba.
—Son una belleza enigmática. ¿No crees?
Aunque ya sabía de antemano que era ella, apunté a su figura con la luz. Esbocé una media sonrisa.
—Hola Elena.
Así vista parecía otra estrella del cielo. Una estrella dorada y vestida de colores.
—Buenas noches, Ernesto. —También se alegró de verme. —Tienes mala cara.
—No podía dormir. —Resumí sin entrar en detalles. — ¿Qué haces aquí a estas horas?
Elena pestañeó repetidas veces. Un gesto muy suyo.
—Llevo años viniendo.
— ¿Por qué?
—Esperarte. Antes siempre te encontraba aquí. Pensé que sería un buen sitio para vernos. Trae recuerdos maravillosos.
Me encogí de hombros.
—A mí me incomoda la verdad.
Elena no pareció entenderlo.
— ¿Qué te incomoda?
—Ellos. —Giré la linterna en dirección a los olivos milenarios. — Sé que son árboles, pero significan mucho.
—Tus fantasmas son ellos. No yo.
—He venido a hablar contigo. No te he visto desde…
—Desde que me fui a Madrid con mis padres. Me dijeron que tú te marchaste unos meses después. —Vino a mi lado y besó mi mejilla. —Ojalá no volvamos a separarnos. —Me susurró al oído. — Te espero en el coche. Hace brisa esta noche. No tardes.
No me moví hasta que percibí sus pasos muy lejanos.
Elena tenía y tiene mucho mundo interior. A diferencia de mí es amante de fantasías y sucesos imposibles. Cree en el destino y en los duendes.
Mi punto de vista siempre procuró ser más terrenal porque eso suele evitar desilusiones. Lo malo es que sin fantasía e ilusión no se puede tener proyectos.
Acaricié los troncos de los árboles. Eran muy duros y aparentemente impenetrables, sin embargo, esa ocasión percibí vida en ellos. Ilusiones sin duda, aunque también era un sentimiento.
—Oro líquido lo llaman. —Aún faltaba mucho para la cosecha, pero ya me imaginaba yendo ese año. — ¿Qué lo hace tan valioso?
Dejé caer unas lágrimas. Me sentí muy tonto por no haberlo visto antes.
No es oro por su color o sabor. Es oro por lo que cuesta conseguirlo. El trabajo y el esfuerzo de cuidar a esos Olivos durante un año entero es lo que hace a sus frutos tan importantes para quienes los cultivan.
Es un compromiso como el de cuidar una familia. Mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo y todos hasta donde alcanza la memoria. Todos ayudaron a estos ancianos milenarios a mantenerse en pie al mismo tiempo que cuidaban de los suyos, alimentándolos con cada cosecha.
Esfuerzo, compromiso, trabajo duro y determinación.
Yo no he seguido la tradición de la familia. Mi vida, como ya he mostrado, es otra distinta, pero cuando me paro y echo la vista atrás me doy cuenta. Esa misma fuerza que aplicó mi padre en cuidar de ellos la apliqué yo para salir adelante y alcanzar la vida que tengo. Tal vez si no hubiese aprendido de él la importancia del esfuerzo y el valor de las cosas bien hechas, nunca lo habría conseguido.
Me sentí feliz. Ahora sé de dónde vengo y sé que, por muy lejos que me vaya del campo o por muy distinto que sea mi camino del que siguieron los que me preceden, siempre tendré algo de ellos en mí.
¿El qué? El alma de aquel árbol del que me alimenté y del que aprendí el valor del trabajo. Siempre tendré el alma del olivar y, algún día, saldaré mi deuda con él.