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038.- Molturar los recuerdos

Juan Antonio González Ruiz-Henestrosa

 

Habitar aquí es un privilegio del destino. No todos piensan igual y algunos dicen que estar encarcelado en otro cuerpo es una condena. Tal vez lleven razón, sobre todo cuando otras manos recorren mi piel y, sin embargo, no puedo devolver las caricias.

Unos se acercan a mí para olvidar la soledad y sentirse acompañados por un rato. Otros lo hacen para susurrarme sus confidencias y pedirme algún consejo en silencio. No creo que mis palabras sirvan de tabla de salvación, pero sé que alguna vez he aliviado esa carga que los secretos ocultan.

Hace siete días que nadie viene a verme. Este tiempo gris tiene mucha parte de culpa. Lleva toda la semana lloviendo y el sol parece que ha decidido tomarse un descanso. Hace algunos años que la primavera no es ella, pero supongo que en esta ocasión la naturaleza ha sabido esperar para que esta estación se reencuentre consigo misma. El frío, la lluvia y el calor han llegado cada uno en su momento y los meses han conseguido la reconciliación con las hojas del calendario.

Jacobo me acompañó el pasado sábado antes de caer la noche. No fue el primero que estuvo aquella tarde conmigo, pero como todos los demás, pensó que no me había percatado cuando se sentó a mi lado. Primero me miró de reojo. Lo hizo con esa mezcla de temor y curiosidad, pero con el inevitable deseo de cruzar el umbral del recelo por las historias que le habían contado acerca de mí. Después quedó en silencio unos minutos, dudando si hablarme, temblándole incluso ese primer hola que pronunció. Y antes de comenzar a hablar, una sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios.

Está hecho todo un hombre. Le quedan unas semanas para cumplir la mayoría de edad y Jacobo ha dejado de ser aquel niño con los pómulos diseminados de pecas; en ese renacuajo que jugaba al escondite con los amigos y se ocultaba en el Palacio de Sánchez Valenzuela; en ese granuja que saltaba la valla de la casa de los Ramírez para dormir la siesta en verano bajo el limonero.

Al principio creyó que no lo había reconocido, pero conozco al hijo de Rosalía desde que era pequeño. Cada mañana iba de la mano de su madre con dirección al colegio. Su cara era la del perezoso que había salido a contrarreloj de la cama, arremolinado entre las sábanas y muerto de sueño. Caminaba despacio, medio encorvado, cargando la maleta a la espalda. Por las tardes, a la hora del café, cruzaba de una esquina a otra de la calle jugando con la pelota, regateando a su contrincante imaginario; retransmitiéndose como un locutor de radio el gol que marcaba cuando chutaba contra la puerta de la Iglesia de San Pablo.

El Pelao chico, como lo conocen en Baeza, tiene los ojos de su madre: grandes y espabilados, de un intenso color verde olivo; pero al igual que ella, tiene el mismo gesto de tristeza que desciende de sus párpados. Sin embargo, es a su padre al que realmente se parece. No a Rafael, el cartero que lo cuidó y enseñó las letras del abecedario y que cada noche le leía un cuento antes de irse a dormir, sino a Jacobo Fernández, a ese señorito de zapatos de charol y sombrero de Panamá que dejó embarazada a Rosalía bajo uno de los olivos del olivar del Lomo de las Marisas.

—Don Antonio, ¿sabe usted quién soy? —me preguntó después de decir un hola que apenas pude escuchar por el temblor de su aliento.

—Claro que sí, Jacobo, pues claro que te conozco —le respondí, mientras carraspeé mi garganta.

—¿Cómo se encuentra usted? —me inquirió sin levantar mucho el tono de su voz.

—Bien, estoy bien, ya ves, aquí sentado como de costumbre —le contesté mientras él se quedó observando el libro que sostengo entre mis manos.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto, y a ser posible espero tener una respuesta que resuelva tu duda.

Se hizo un momento de silencio entre los dos.

Creo que Jacobo no lo recuerda, pero no era la primera vez que manteníamos una conversación. De pequeño, cuando apenas tendría cuatro o cinco años, se sentó a mi lado y dejó caer su espalda sobre mí. «Léeme ese libro» me dijo mientras chupaba uno de esos caramelos de miel con aceite de oliva. Su madre llegó y nos miró fijamente. Rosalía ha sido siempre una mujer de pocas palabras, prudente e introvertida; de familia humilde, su padre trabajaba en el olivar, abinaba la tierra, la amorillaba y cuando llegaba la época de la enramá siempre se quedaba hasta el final para recoger los restos de la fiesta.

La vida no ha sido fácil para ella. Ha estado en boca de todos, en las murmuraciones de puerta de colegio, tardes de meriendas y de café; en las miradas de reojo de paseos y terrazas; y tiene en su espalda alguna que otra puñalada que ha herido su nombre y ha manchado a una familia que llegó a esta tierra buscando mejor suerte. «Mamá, le he dicho a este señor que me lea su libro» le dijo en nuestro primer encuentro Jacobo a Rosalía. «Pues escucha atento a don Antonio Machado, que a buen seguro sus poemas te gustarán» le contestó ella mientras le arreglaba el pelo negro y rizado que tenía de pequeño y que ahora ha comenzado a desaparecer por esa madurez adelantada al tiempo.

—Don Antonio, ¿conoce usted a mi padre? —me preguntó regresando de nuevo a la conversación.

—Claro que conozco a Rafael el Pelao, desde que llegó a Baeza y comenzó a repartir las cartas con su alforja de correos.

—No don Antonio, no me refiero a él, sino a mi otro padre, a Jacobo Fernández.

—¿Jacobo Fernández?, ¿el dueño del olivar del Lomo de las Marisas?, pues claro que también lo conozco. Pero…

—No don Antonio, no me diga nada, perdone que lo interrumpa, es que tengo que confesarle un secreto —el tono de su voz fue bajando a cada palabra que pronunció.

La charla se detuvo en ese instante. Margarita, la hija menor de Enrique Canalejas, el dueño de Almazaras Sierra Mágina, pasó por delante de nosotros. Jacobo la observó. Ella caminaba con paso firme, segura de sí misma. Iba calle abajo. Llevaba un vestido de flores y movía la falda con la elegancia que había heredado de su madre que en paz descanse. Su rostro aparecía despejado de esa melena pelirroja que había recogido en un rodete. Jacobo permaneció en silencio. Su mirada estalló en deseo. Sus ojos se iluminaron. Por un momento empezó a hablar entre dientes, pero no conseguí entender lo qué decía. Ella nos miró, no hubo gesto alguno, simplemente siguió su camino. Apoyé mi mano en el bastón. Olvidé que no tenía fuerza para moverme, que estaba allí encerrado en ese cuerpo de bronce.

Hace unos meses que Margarita ha regresado a Baeza. Dicen las lenguas viperinas que se marchó a Madrid poco después de fallecer su madre y que iba embarazada de dos meses. Ha vuelto para hacerse cargo de su padre que yace en la cama desde hace varias semanas y para tomar las riendas de la empresa familiar.

Los rumores no cesan. Ella está en boca de todos. Las habladurías de mercado dicen que la han visto llegar de madrugada y acompañada por hombres de mal tratar. Otros chismes dicen que su hijo tiene sangre de aquí, que cuando ella va de paseo con él y le arregla el pelo negro y rizado, todos saben que es la misma imagen de ese señorito que buscaba cada día una nueva falda a la que atrapar.

Jacobo no apartó su mirada de ella. Permaneció callado mientras Margarita continuaba su camino. No sé qué pensamientos transitaron por su cabeza, pero los ojos se le humedecieron poco a poco.

Estuve en silencio, no dije nada. Jacobo me miró. Acarició la página del libro. Sus dedos recorrieron cada palabra tallada. Sentí el frío de sus manos sobre mí.

La sirena de un coche de la guardia civil comenzó a sonar. Algunos vecinos se asomaron a las ventanas. Otros corrieron hasta la plaza. Los gritos una mujer. «¡Dicen que Jacobo Fernández ha aparecido muerto debajo de la encina negra!» iba diciendo Pepe el Carmona a todo el que se cruzaba con él.

 

Ha pasado una semana y hoy el cielo vacila entre el azul y el blanco de unas nubes que se asoman por el horizonte de los campos de olivos. Los rumores siguen vagando por las calles de Baeza. Durante siete días de viento y lluvia, mucho se ha especulado en el interior de las casas. Nadie sabe realmente qué sucedió aquella tarde de sábado. Dos guardias civiles encontraron el cuerpo de Jacobo Fernández bajo la encina negra que hay en el camino hacia Úbeda.

Jacobo ha vuelto esta tarde. Se ha sentado de nuevo a mi lado. Nuestras miradas se han cruzado, nuestros silencios han hablado. Una pareja de picoletos de la academia se ha detenido frente a nosotros. Nos miran. Están en silencio, no dicen nada. Se marchan. Desde la casa de María la Estraperla se escucha el cante de Enrique Morente. El maestro del Darro canta por soleá y Manolo Sanlúcar lo acompaña a la guitarra.

De nuevo otro atardecer. El sol comienza a ponerse por el horizonte de ese mar de olivos. «Léame ese poema don Antonio, léame ese poema del olivar, de la lechuza que se vio volar y volar; del campo, de los olivos, de los cortijos blancos; de la encina negra que existe a medio camino entre Úbeda y Baeza» me dijo hace una semana Jacobo.

Ahora permanece en silencio, está sentado a mi lado, escribiendo en un cuaderno los versos que lo convierten en un hombre libre de su pasado. En esclavo de sus secretos.

Jacobo se hace mayor.

 

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