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041.- Una tarde de verano, un viajero

Tentirujo

 

Sucedió hace mucho tiempo, que es cuando suceden las cosas de contar.

Fue en un parque, uno de esos que aun sobreviven en las grandes urbes. De los de antes. Albero, tierra, césped, árboles muy altos. Y bancos, bancos de madera astillada, con desconchones en el barniz y dos o tres firmas de amor eterno rasgueadas cualquier aurora. Ese tono, ustedes me entienden.

En uno estaba yo. En un banco, digo. Con la pose contrita, añado, porque de aquella era joven, y cada momento de tristeza lo tenías que “representar” para que fuese realmente… bueno, eso, triste. De lo contrario no valía, porque solo teníamos estética en la ética. En fin, tonterías de quien quiere ser escritor antes de haber escrito, que es enfermedad muy complicada de llevar. Afortunadamente se pasa. Con años, sobre todo, y con algo de madurez, si es que alguna vez se llega a eso. Pero me desvío…

Sentado. Las piernas cruzadas, el culo algo corrido en el asiento, codo sobre un antebrazo que antaño fue hierro y ahora es solo óxido. Libro abierto, posado boca abajo sobre el muslo. No recuerdo el título, pero pueden apostar por algo muy, muy snob. Foster Wallace, o Baudelaire. Sí, igual Baudelaire, porque la poesía casa más con el cuadro. En francés, por supuesto. Ya ven, todo perfectamente estudiado, que no se diga. Por lo demás, un día maravilloso, con rayos de sol que se enmarañaban entre sombras para dibujar zócalos por el suelo. Azulejos que no son jugando a trampantojos, borrones que cambian un instante y al siguiente. Dulce caricia, tibia, sin llegar a molestar, incluso un poco de brisa suave, con olor a hojas brotando. Cierro los párpados y aun puedo notarlo. Todo. Qué cosa. Las palabras, la memoria. Sinestesia.

Estaba así, digo, mirando sin mirar porque en realidad miraba para ser mirado. Sí, sé lo que parece y cómo suena… pero es que en aquella época yo era como les cuento. De esa forma, escritor maldito. Lo que quieran, pongan el nombre que deseen, pero no me juzguen. O háganlo en voz bajita, sin pasarse.

Entonces apareció él. Caminaba muy despacio, cojeando un poco de la pierna izquierda. Apenas nada, un renqueo, cual si recordase dolores de antes, que ya no molestan pero a los que se había aferrado por pura costumbre. Vestía… bueno, pueden imaginarlo. Eso sí, no caigan en tópicos. Nada de harapos, nada de ropas hechas jirones. No, los mendigos solo van así en las pelis malas. La vida real es otra cosa. Dignidad, siempre un punto de dignidad. Prendas ajadas, sí. Viejas, deterioro. De cerca seguro que se veían hilillos blancos asomando por puños y cuello, brillos en los codos, pero nada más. Mal afeitado, con una enorme mochila a su espalda. Parecía llena, rebosante de bultos que iban dibujando ángulos extraños aquí y allá. Había dejado muy atrás lo que llaman madurez (concepto que ahora me resulta muy distinto a lo que pensaba entonces), o al menos eso parecía. Siempre es complicado aventurar, la vida en la calle envejece, me dijeron años más tarde, en mitad de otra historia más triste que esta. Cada primavera son dos, cada invierno vale por cuatro. Así que eso… aparentaba una edad, no sabría decir cuál era la suya, si soy sincero.

Al lado iba un perro. El perro más bonito que yo nunca haya visto, tan feo era. Negro y marrón y con pintas blancas, con esas caras simpáticas de los perros que nunca tendrán una sola raza. Lo miraba fijamente, acomodándose a sus pasos. Yo creo que hasta jugaba a cojear un poco, por aquello de seguir al amigo. Ambos se detuvieron junto a una fuente (en esa época aun podías verlas en plazas y jardines, ahora ya no quedan, porque son gratis). Un ladrido, el rabo moviéndose a toda velocidad, la lengua colgando entre colmillos desordenados. El hombre empuja (botón plateado que arde bajo el sol) y del grifo sale un chorro travieso, salpica un par de metros, deja círculos mojados que empiezan a humear al contacto con el suelo. Entonces el perro se alza sobre sus patas traseras y empieza a beber agua a lametones, así, como si intentase cazar rayos de sol, muy rápido, y luego él lava sus manos con cuidado, de manera minuciosa, deteniéndose en cada dedo, en cada pliegue. Un ratito más tarde ambos vuelven a caminar, los bajos del pantalón húmedos, los belfos goteando felices, lengua relamiendo el hocico.

Llegaron a un banco. Junto a mí. Vamos, el de al lado, solo que estaba a unos tres metros. El hombre (suspiro de alivio al sentarse, los ojos un poco cerrados, manos grandes sobre rodillas) saludó con la cabeza, y hasta el perro miró en mi dirección, con el morro brillante. Yo apenas devolví un movimiento de testa, sin esconder que me molestaba (que me molestaba mucho) su presencia. No por nada, es solo que… bueno, destrozaba la imagen, la fotografía. En fin, pecados de juventud, cuando lo bien que quedabas (o no) al escribir o al amar era más importante (mucho más importante) que escribir o amar. Creo que el perrillo hasta me gruñó un poco, aunque quizá eso es una invención a posteriori, porque aquel bichejo parecía incapaz de enfadarse con nadie aquel día.

Aquel día de sol tenue y brisa fresca.

Pasó un ratito. Quizá fue mucho, pero no lo pareció entonces. Dos niñas correteaban a lo lejos, entre los árboles, vigiladas por una señora mayor, la abuela seguramente, que miraba con una mano sobre la boca, como si quisiera tapar una sonrisa o una preocupación. Jugaban a pescarse, o al menos eso parecía. Reían, pero su risa no llegaba hasta donde yo estaba, así que no podía escuchar qué repique llevaba en el aire. Mire de reojo, él también las observaba. El perro, por su parte, andaba entretenido cazando moscas con poco éxito (para él, no para las moscas, a las que les iba genial así).

Entonces el hombre abrió la cremallera de su mochila. Poco a poco, como si tuviera miedo de romperla. Metió una mano, empezó a rebuscar. A estas alturas yo estaba completamente hechizado, porque nunca pude resistirme a una historia, o a lo que parecía una historia. Mirándolo sin que (creo) se me notase. Los bultos se iban moviendo, no podía dejar de preguntarme qué había ahí dentro. ¿Comida? ¿Más ropa? El gorro, quizá, o guantes que le serán útiles dentro de unos meses. Y eso cuadrado que se dibuja en la tela… ¿un libro? ¿Cuál? ¿Por qué lo guarda? Seguro que está firmado, dedicado. Recuerdos de otro tiempo. O es un diario, sí, a lo mejor es un diario en el que cuenta todo, relato desgarrador del que se podrían sacar conclusiones para la vida de cualquiera. Para la mía. En fin, resulta complicado abstraerse a lo que uno es.

Estuvo así un ratito, palpando con las yemas papeles o cartones o tejidos o vaya usted a saber qué. Como si no existiera fondo en aquella bolsa que ahora me parecía más pequeña. Sacando la lengua, así, por un costado de la boca, toda su concentración fijada en ese gesto. Hasta que pareció encontrar lo que estaba buscando. Ojos un poco más abiertos, distensión en los músculos. Yo me incorporé, él se incorporó, muy recta la espalda, cruzando las piernas, el porte transformado en algo casi aristocrático. Entre sus dedos, una botella pequeña. Diminuta, el tamaño de un suspiro. Parecía de cristal y estaba prácticamente vacía. Prácticamente. Solo en el fondo quedaba un poco de líquido, líquido de color ámbar que brillaba bajo el sol como si fuese oro exprimido. El hombre lo mira, acaricia el casco con sus dedos, va recorriendo poco a poco, parece leer una novela en braille sobre el vidrio. En un momento dado la luz entró directamente allí, y era como si hubiese echado a andar otro amanecer. Desenrosca el tapón, girándolo con lentitud, acerca un poco el gollete a su rostro y aspira con fuerza. El perro lo mira atentamente, las orejas pinadas. Yo no puedo apartar mis ojos de la escena.

Entonces aquel tipo extendió el dedo índice de su mano derecha, y empezó a tumbar el recipiente. Muy despacio. Precaución, sí, pero también disfrutar el momento. Morosidad deliberada. Una pequeña gota de aceite de oliva queda ahí, sobre la yema. Pizca del tiempo, la joya que más refulge. Lleva el dedo hasta sus labios, lo mete en la boca, lo deja un instante. Párpados cerrados, la sonrisa que empieza a dibujar su rostro. Expresión de felicidad. No, felicidad no. De paz, una expresión de paz.

Lo observo fascinado.

Después empieza a poner otra vez el tapón. Con cuidado, precisión de ebanista. Abre su mochila, revuelve dentro para hacer sitio, vuelve a guardar el frasco. Alcanzo a ver un último reflejo antes de que desaparezca ante mis ojos. Apenas queda nada de aceite. Unas gotas. Tres, cuatro. Nada. El hombre suspira. Un par de lágrimas gordas, pesadas, le caen por las mejillas.

A sus pies se escucha un gañido. Él, ajeno, sonríe. La mirada perdida. Muy, muy lejos.

 

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