044.- El viejo olivo sabio
Ayer… no me encontraba… sí, estaba como perdido, ausente, ¿cómo quieres que lo llamemos? Cansado, depresivo, ¿triste? Al levantarme, tenía todo el tiempo del mundo, sin embargo, la sensación de no tener nada que hacer me agobiaba. Podía ir donde quisiera dentro del tiempo que me permitía el fin de semana. Pero lo de coger el coche y soportar el tráfico, me hacía descartar el hacer un viaje largo, ya había hecho bastantes kilómetros durante la semana. Pensé en viaje porque me llamaba la atención ir a la sierra, meterme en medio de algún bosque, Cazorla con sus pinos, Aracena con los castaños, Grazalema y sus alcornocales, Fuenteheridos y sus bosquecillos de robles entre los castaños.
Algo de esa melancolía me llevaba a pensar en la naturaleza, en los bosques, en los árboles y sus paisajes… Me eché al campo, pero andando, sin coche, y según salía del pueblo, aunque muy cerca de la capital, comencé a sonreír, sí, me reía de mí mismo al haber pensado en un viaje de cientos de kilómetros para pasear por un bosque, cuando lo tenía a cien metros de mi casa.
Al salir a caminar, para despejar mi mente aturdida de aquella mañana, me fui adentrando en un olivar cercano. Un bosque de olivos, que, con su silencio, fue despertando en mí un sentido distinto, con el que habitualmente miraba aquellos centenarios árboles, que tenía tan cerca y que nunca había valorado detenidamente, algo que parece inerte, pero que está muy lleno de vida y experiencias, un mar de plata, como lo llaman y no me había fijado en su espesura e inmensidad.
Aquella mañana, cuando ya llevaba buen trecho caminando con la pequeña mochila al hombro, mientras pisaba aquellos terrones de tierra arada y cuidada con esmero, me llamó la atención un olivo en especial, grandioso, enorme, y con un tronco grueso y retorcido como nunca antes había visto. Lo fotografié, y buscando las mejores perspectivas para aquella fotografía, tuve la oportunidad de irme fijando más detenidamente en su majestuosidad, de mirarlo más profundamente. No puedo decir que ese olivo que era único, todos a su alrededor eran grandes, enormes, centenarios, mágicos, cuanto más me fijaba, más detalles advertía en todos ellos, allí había mucho tiempo guardado, había cientos de años atesorados en sus figuras esculpidas por el paso del tiempo y el trabajo y cuidado del hombre.
Pensé que sería un buen lugar donde recostarme y tomar el tentempié que llevaba en el morral. A su sombra, y echado sobre su tronco, di buena cuenta del bocata de jamón y el refrigerio que apagaría mi sed. Algo de mágico tenía el lugar, te inducía a la meditación, a saborear el tiempo, descansar de las prisas que nos arroyan en estos tiempos. Inducía a vivir sin prisas el momento presente.
Saboreé aquello con muchísima intensidad. Aquel pan artesano recién sacado del horno por el que pasé al salir por la mañana hacia el campo… ¡qué olor! me llenaba las manos de harina, impregnado de aquel rico aceite de oliva, y el jamón ¡qué sabor y paladar! Algo pasaba a mi alrededor que me había parado el tiempo, me hacía disfrutar más profundamente de aquello que había tenido tan cerca y no había observado hasta ahora con tanto detenimiento. Sentí una satisfacción enorme e indescriptible, quizás fruto de que estaba cayendo en el sueño de Morfeo, siendo absorbido por la cabezadita del peregrino del campo, de aquel olivar de Jaén.
No sé el tiempo que transcurrió, minutos, horas quizás, fue un espacio de tiempo que aún hoy no puedo describir, un espacio plácido y reconfortante, pero cuando quise incorporarme no podía, sentía una presión en todo mi cuerpo que me impedía moverme, para mi asombro aquel gran olivo me había rodeado con sus fuertes raíces. Al darme cuenta de ello, sentí unos segundos de angustia, pero rápidamente desapareció, sí, inexplicablemente la presión que sentía desapareció, aunque las poderosas raíces no me soltaban, incluso sentía como algunas ramas también empezaban a rodear mi cuerpo, pero había desaparecido todo temor, no sentía ningún miedo, era algo mágico, Dios… ¡Qué sensación más extraña! Estaba empezando a sentir una placidez muy tranquilizadora, algo tan asombroso… aquel abrazo me empezó a recordar los abrazos que me daba mi abuelo, aquellos brazos fuertes que me estrujaban con una fuerza impresionante, pero que por muy fuerte que lo hiciera jamás me hacía daño, al contrario, quería que fuera más fuerte. Pero qué extraño, creí incluso que aquel olivo me hablaba, sin palabras, pero entendía perfectamente su mensaje, me transmitía paz, quería que lo observara todo, que disfrutara de aquel descubrimiento.
Contemplé sus angulosas ramas, retorcidas entre cientos de nudos y mil formas, jamás pensé en los millares de hojas que podía tener, una brisa las movía como enseñándomelas para que las pudiera ver mejor. El sonido del viento filtrándose a través de ellas era un concierto de la naturaleza, aquellas hojas unidas a sus ramas, y a su vez, las ramas a ese tronco renacido de la tierra, retorcido en sus formas tan caprichosas, se convierte en una escultura única y nunca repetida de un olivo a otro. Su capacidad para dar vida y albergar vida es impresionante, un tronco como este es capaz de dar cobijo a infinidad de criaturas, marranicas, ratoncillos, lombrices, musarañas, topillos, pajarillos, hormigas y un sin fin de especies que conviven en el perfecto ciclo de la vida que nosotros a veces trastocamos.
Veo hasta dos nidos de gorriones en tu entramado ramaje, eso sí, están vacíos, ya que un mochuelo anida en tus entrañas también, y este es su olivo, como dice el famoso refrán de esta tierra nuestra de Jaén “cada mochuelo a su olivo” y el señor mochuelo se siente muy propietario de tu tronco. Pero siento que tú, viejo y sabio olivo, quieres decirme algo más en este abrazo que no cesa, y que no me incomoda, siento tu palpitar, al igual que te pones una caracola al oído y escuchas el mar, arrimo mi oído a tu mágico tronco y escucho el viento a través de tu corazón, ¿qué quieres de mí? Siento que quieres transmitirme algo más, pero debo de ser muy torpe, esa torpeza, para tan cerca tenerte y no haberte mirado al alma que llevas dentro. Ya veo tus colores con más claridad, tus ramas, y hasta siento tus latidos en tu grueso tronco, veo a casi todos tus habitantes, pero sé que me dices algo más… me sigues abrazando y….
Viejo y sabio olivo, con tu abrazo entiendo cada vez con más claridad tu mensaje, ¡claro que sí! ese olor me da a entender algo más, aspiro profundamente, cierro los ojos y ese aroma me termina de transmitir tu legado. ¿Cómo no lo capté al principio? quizás porque no era el orden de la secuencia, primero la tierra, después tu nacimiento y crecimiento, acompasado por la mano y el trabajo del hombre, y a su vez, el encanto de la madre y sabia naturaleza. Claro, era eso lo que faltaba por vislumbrar…tu fruto…tu fruto, ese fruto que ofreces y das al hombre, la aceituna que el hombre exprime y estruja hasta extraer ese oro líquido tan rico y necesario. La aceituna es el mayor tesoro que albergas dentro de tus entrañas para entregarlo en recompensa al esfuerzo del hombre, y agradecerle así, sus mimos hacia ti, la aceituna.
Viejo y sabio olivo, ¿cuántas generaciones has visto? ¿Cuántos siglos de sabiduría a las espaldas de tu grueso tronco? ¿Cuántos miles de años los olivares produciendo este preciado tesoro para la humanidad? Desde tiempos remotos, hay constancia de tu existencia y de las utilidades de tu fruto, y de todo tu ser, te conformas con una poca de agua, como los ancianos, al igual que el frío no lo toleras en exceso, pero calor, lo que te echen, mi viejo y sabio olivo.
Siento que aflojas tu abrazo, tus ramas tienden a soltarme muy delicadamente. Parece un cuento mágico del bosque, con tu experiencia me has dado una gran lección de la vida. Me vas soltando lentamente, pero no me separo de ti, al contrario, ahora soy yo el que se da la vuelta y te abraza. Quiero darte las gracias viejo y sabio olivo, te abrazo más fuerte para sentir de nuevo tu palpitar, quiero que me transmitas más sabiduría de tus años, quiero agradecerte esta experiencia que me brindas cediéndome parte de tu saber. Gracias viejo y sabio olivo.
Me sobresalta el aleteo revuelto de un pájaro, no, no es un pájaro cualquiera, es el señor mochuelo que sale a su ronda del atardecer. Me incorporo, qué paz y quietud siento, no sé si esto ha ocurrido de verdad o quizás ha sido un sueño encantado, pero me siento bien. Me siento más sabio, como si el abrazo que he sentido me hubiera dado paz, y a su vez sabiduría, para entender mejor este mundo que tengo tan cerca, a mi alrededor. Creo que no se lo voy a contar a nadie, porque no me creerían, es igual, lo que verdaderamente me importa es regresar con mi mochila repleta de esta experiencia y satisfacción, y a su vez, un poco de más cultura del mundo del olivo que me rodea. Si ha sido un sueño o no, me da igual, a mí, esta aventura me ha reconfortado enormemente, y te lo debo a ti, mi viejo y sabio olivo.