045.- Mi biografía
Hola a todos, en mi tiempo de tranquilidad centenaria os voy a contar… y si mi memoria no me falla, la historia de mi vida.
Perdón, no me he presentado aún, me llamo Manzanillo y soy un olivo. Un olivo normal y corriente, orgulloso de serlo y de dar mis frutos para alimentar a pequeños y mayores.
Mis primos los olivos que dan las aceitunas picual, son más estirados, será que sus frutos están más cotizados que los míos, bueno… ¿qué le vamos a hacer? Cada uno es como es, en la variedad está el gusto, como decía mi padre. Nos llevamos bien, entre cerezos y almendros, formamos un paisaje inigualable.
Me crié en una finca con mis familiares, feliz al sol de mi tierra, sol que es la mejor fuente de energía para mis venas, por donde corre mi savia que alimenta mis hojas y mis frutos, mis queridas aceitunas… Me encantaba que la lluvia me mojara y poder beber de su frescura, era toda una feria. Qué necesaria para nuestra naturaleza, para poder crecer fuertes y sanos.
Las personas que cuidaban de mi campo me descargaban de malas hierbas, de olivas y de los bichillos que les gustaba vivir entre mis grietas.
¡Qué tiempos aquellos cuando los niños del caserón jugaban al escondite con mi tronco! O la pequeña de la casa se columpiaba sonriente con su carita sonrosada de mis ramas.
Esos tiempos en que el ciclo de la naturaleza era tan perfecto que se sabía cuándo llovería, cuándo haría calor, cuándo brotarían esas florecillas del camino tan coquetas y olorosas ¿Dónde quedaron?
Era toda una alegría ver cómo recogían mis olivas, las aliñaban y se las comían. Hacían aceite con ellas, que como decía el dueño, era oro líquido.
¡Ay! Ese aceite tan puro… hasta donde estaba, me llegaba el olor en el desayuno con el pan tostado. Me sentía importante de producir ese bien tan preciado y rico.
Bueno, voy a seguir, que me voy por las ramas… ¡ja, ja, ja, ja!
Fue época de poco dinero, pero de intento de superación. De esfuerzo y sudor en los campos, de risas y almuerzos en la tierra. Tuve la suerte que aquel hombre quería a su tierra, luchaba por ella y sufría con ella. Le gustaba el progreso y los nuevos inventos para mejorar, pero con respeto a la esencia. Incluso, hubo un tiempo que, con los huesos de las aceitunas, se experimentó para hacer energía. Y es que uno es muy completito, ¿no os parece?
Todavía resuenan en mis viejos oídos la melodía de un animado fandango, mientras hombres y mujeres trabajaban alrededor mío recogiendo mis frutos.
La lucha contra las malas formas de los vecinos, con sus residuos contaminantes, sus descuidos en el río próximo, que trataban como vertedero y ahogaban su agua, agua vital para todos, era la apuesta diaria del dueño del lugar.
El tiempo pasó y por ley de vida, el señor falleció. La lucha por la herencia de sus hijos, hizo que las tierras fueran vendidas y yo con ellas.
Olvidados, desprovistos de cuidados, así comenzó lo más triste de mi vida. Con los cambios climáticos que se estaban produciendo por la incompetencia, avaricia, egoísmo y mala fe de muchas personas, lo mismo nos caía una granizada que nos hería hasta las raíces, que nos moríamos de calor por el sol abrasador.
Yo intentaba cuidar como podía a mis olivas, sabía que su aceite era vida y no se podía destruir eso. Pero todo aquello era muy triste y complicado.
Hay personas que no ven más allá de sus propios intereses. Quieren hacerse ricos a toda costa y en algunos casos, aparcan el beneficio colectivo y la solidaridad, para engrandecerse.
Yo tengo una firme teoría: El Sol está muy enfadado por las barbaridades que le han hecho a su amiga, la Tierra, por eso nos castiga con ráfagas de fuego. Además, con lo tímida que es la Tierra, encima, le han abierto un agujero en la capa de ozono, para que el Universo pueda ver todas sus intimidades. ¡La pobre! Aunque claro, es la opinión de un viejo olivo.
A lo que iba ¡no sé por dónde iba! ¡Ah! ¡Sí! ¡Esta memoria mía!
Un día llegaron unos hombres con unas máquinas muy raras y comenzaron a desolar toda vida natural que encontraban a su paso. Nos arrancaron sin contemplaciones de nuestra querida tierra, sacando nuestras raíces fuera. Caímos todos…, cada vez que recuerdo ese día, ¡qué horror! Se me ponen las ramas de punta.
Fuimos a parar, uno encima de otro, a un lado del camino y por lo que puede escuchar, iban a quemarnos. ¡Qué triste final!
Cuando mis raíces ya se estaban secando y mis pensamientos ya se iban difuminando, venían a mi cabeza esas leyendas entre cristianos y musulmanes que tantas veces había escuchado, parecía como una nana para mis últimos momentos.
De repente, un ruido me sacó de la ensoñación y sentí que un coche se paró cerca de mí.
Una mano me acarició cuidadosamente, supe de quién se trataba: la pequeña de la familia, la que se columpiaba en mis ramas. Esas manos tan delicadas eran las mismas que las que se posaban en mí cuando se escondía jugando al escondite con sus hermanos y primos. Se llamaba Magi, en honor a la tierra donde nació y que la vio crecer. ¡Que le gustaba colocarse cerezas en sus orejas en forma de zarcillos! ¡Y cómo lloraba luego cuando alguno de los mayores se las quitaban y se las comían!
Sus lágrimas de impotencia y tristeza por lo que estaba contemplando, cayeron en mi tronco. Todo lo que su padre quería estaba arrasado para construir un centro comercial y muchos aparcamientos. ¡Viva la contaminación y el consumismo! ¡Qué despropósito!
Y lo peor es que nadie parecía entenderlo.
La escuché hablar y empezar a dar órdenes aquí y allá, con tono firme y seguro.
Pasó un largo rato y apareció un camión cuyo motor rugió tan fuerte que hizo que todos se callaran.
El conductor manejaba la grúa que llevaba en la parte trasera el vehículo y comenzó a seguir las instrucciones de Magi. Nos cogió lo más cuidadosamente que pudo y nos colocó uno al lado del otro dentro del remolque del camión.
Empecé a tener más miedo todavía. Nos alejábamos de allí. ¿Qué sucedería con nosotros?
Noté el frenazo, no sabía cuánto tiempo había pasado y hasta dónde habíamos llegado.
Fueron muy rápidos y cuidadosos porque estábamos ya en las últimas.
Nos pulverizaban agua cada poco tiempo, nos quitaron las hojitas secas y nos descargaron de las aceitunas que colgaban de nuestras ramas.
Luego, volé de nuevo asido al gancho de la grúa y me colocaron en un gran hueco excavado en la tierra. Taparon rápidamente mis raíces y éstas se avivaron deseosas de alimento y de humedad.
Ya replantado, poco a poco adaptándome a mi nuevo entorno, puede comprobar que estaba en una especie de patio enorme, parecía como un invernadero gigante. Alrededor nuestro, unos bancos blancos de madera permitían a las personas que venían de visita al lugar, sentarse a esperar cómodamente.
Había una recepción al fondo, con un cartel colgado detrás de ella en la pared que decía: “Nuestro Aceite, Oro Líquido”. Me emocioné cuando lo leí, Magi seguía con la producción de aceite y había acuñado la frase de su padre como eslogan. ¡Qué ilusión!
Era la única de los hijos con el espíritu empresarial paterno, el amor a la tierra y afortunadamente para mí: a los olivos.
Tenía visión de futuro y sabía que debía conservar las raíces y adaptarse a las nuevas tecnologías, pero explotando las energías nuevas y beneficiosas para todos.
Me esforcé lo que pude, dentro de mi delicado estado y mi avanzada edad, para dar bastantes frutos y que se consiguiera ese líquido tan preciado.
Animé a mis amigos, plantados alrededor mío, para hicieran lo mismo y ayudar en lo que se pudiera. Sabía que con los pocos que estábamos en ese espacio no se conseguiría mucho, pero también intuía que, en alguna parte de nuestro querido valle del Guadalquivir, nuestra benefactora tendría todo un ejército de olivos hermanos dispuestos a dar todo por ella.
En fin, aquí estoy, en medio de este maravilloso jardín, tan moderno y bien acondicionado. Ya no estoy para columpios, ni gritos, ni muchos jaleos y aunque abren el techo de cristal de vez en cuando para que nos entre el aire de fuera, echo de menos mi primer hogar, con pájaros que se posaban en mis ramas, con hormigas que me hacían cosquillas cuando subían o bajaban por mi tronco…
La vida da muchas vueltas y tras la alegría, puede llegar la desesperación para, más adelante volver a sonreír.
Estoy volviendo a confiar en el ser humano y si todos van mentalizándose, creo que las próximas generaciones tendrán una oportunidad de disfrutar de más verde y menos gris cemento.
Gracias por vuestra atención y, ya sabéis, a aportar vuestro granito de arena.