047.- Amor y mares verde oliva
Amor, era su nombre. La menor de cinco hermanos.
En su aldea, la hija pequeña, desde edad muy temprana, nacía con ciertas obligaciones, al igual que el hijo varón más mayor o el que quedaba sin esposar. Todos, por su condición de turno o de circunstancias dentro del grupo de hermanos, debían realizar unas labores u otras. Amor, en su calidad de hija menor, le correspondía amasar el pan familiar de la semana, con las cantidades de trigo racionadas, que el concejo distribuía en relación al número de miembros y condición, dentro del censo. También debía llevar la comida a los padres, allí en el olivar. Sus campos se situaban protegidos del hielo, en las laderas por donde el cierzo descendía procedente del Monte Cayo, impidiendo así, que la escarcha se fijase en las ramas de los árboles centenarios.
El frío en aquella tierra era salvaje, con ese viento inclemente, racheado, que le agrietaba los labios y le obligaba a caminar a duras penas, por el sendero del norte, sembrado de piedras. En aquellos andurriales, todo eran piedras. Piedras y tomillos.
Cuando por fin conseguía llegar hasta el olivar, sus padres protectores como lobos con sus cachorros, la recibían con presteza. Amor depositaba el hatillo con el guiso que apenas conservaba ya la tibieza que recordaba, que había sido cocinado hacía media mañana escasa.
—Trae, ponlo aquí, al lado del fuego, para que no se enfríe. Y tú, Amor, ¿has comido algo? Ven, que te caliento. ¡Acércate a tu madre! –Y la cubría con sus brazos, la envolvía con una de sus cuatro sayas y la acunaba, así, de un lado hacia el otro, entornado un giro, sobre sí mismas. Muy pegadas la una junto a la otra.
Amor, cerraba los ojos y aspiraba su olor. “No hay nada mejor en este mundo” pensaba, mientras su madre le llenaba el cabello de besos.
Padre en cambio, no abrazaba, no besaba, raramente sonreía. Él solo miraba. Con esos ojos negros y profundos, que todo lo decían. Él, requería, interrogaba, y amaba con esos ojos, que todo lo sabían. Amor, le adoraba,
—Padre, ¿está buena la comida? —le preguntaba— y su padre le miraba y asentía con ese amor infinito, en sus ojos negros. Negros, color oliva.
—Este año habrá buen aceite. ¿Qué querrás mercar? ¿Un pañuelo, un retal de cáñamo…? Mira que se acerca la fiesta de bienvenida a Lug, y tendrás que lucir bonita y estrenar –le decía su madre con voz cantarina— que ya vas teniendo edad de merecer.
Amor, se sonrojaba y su madre la observaba, con cierta tristeza, sabiendo que pronto volaría del hogar.
—De seguido, ¡a varear! …y que los dioses nos acompañen.
La fiesta se esperaba con ansia, suponía que el día comenzaba a ganar la partida a la noche. Se bendecían las casas con grandes coronas de ramas de olivo entrelazadas, que se colgaban del techo, en el centro de las estancias, y en las que se prendían cuatro velas, una por cada semana, hasta llegar a la noche del solsticio, noche en que se encendía la más grande en el centro de la corona, luciendo las cinco al unísono. Durante toda la noche y hasta el amanecer, la familia se reunía en torno a ella, cantaban tonadas antiguas y comían pan de centeno, regado con el aceite dorado, que era fuente de vida; dulces de almendras; y un vino recio que se extraía de unas uvas pequeñas de piel gruesa, que llamaban garnacha, únicas en ese lugar.
—Lo harán, mujer. Quédate tranquila. Aquí casi nunca hiela. Cuando todo se pone blanco, en esta ladera raro es… Ya lo decía mi abuelo: está consagrada por el gigante Caco.
—Nada, madre. ¡Si tengo de todo! A Anchel, le hacen falta albarcas. A Sabina, lana para un chal… y bien vendría comprar para un par de mantas más. Quizás podríamos ir donde la Candelera, siempre ha tenido buen género de lana de oveja Rasa.
— ¡Bah, no seas tonta y aprovecha!, que todos los años no son como este. Y mira lo que te digo, Chermán— dirigiéndose a su marido— que este año nos quedamos con no menos de cien sextarius para nosotros, que ya vale de cocinar con sebo. ¡Que está bueno que siendo nuestro, casi no lo catemos!
—Ya veremos, ya veremos qué nos resta, después de la contribución al Conde – le contestaba, aunque asintiendo satisfecho.
Se decía que el antepasado del Señor de esas tierras, hace ya un centenar de años, había llegado con el ejército de Roma y a su retiro, y como premio por los buenos servicios a la República, le habían concedido condado para administrar, mestizando con una moza del lugar. Cuando Chermán era un niño, todavía recordaba las historias contadas por sus abuelos al calor de la lumbre, en tardes de invierno, sobre cómo les habían requisado algunas tierras, y obligado a pagar todos los años, con parte de la cosecha recogida. En el trujal mismo, se hacia el reparto. No había nadie que escapara de la retribución obligatoria. A cambio, el Conde les ofrecía protección. ¿Protegerles, de qué? ¿De él mismo? – masticaba y se tragaba el abuelo sus palabras— mientras pasaba la vida. Y la lucha por esos olivares en los que se partían la espalda. ¡La tierra es para el que la trabaja! –rumiaba la abuela, harta de ver siempre lo mismo, harta de saber que los ricos son ricos y los pobres siempre serán pobres. Que ha sido así, desde que el mundo es mundo y desde que sus cabezas recordaban.
Y Amor, les contemplaba. Eran rudos, pero hermosos, en sus rostros se dibujaban arrugas talladas por infinitos soles y vientos. Fuertes. Hechos a esa tierra dura y a los olivares.
Todo giraba en torno a esos troncos que el tiempo retorcía y a sus benditos frutos: La vida, la familia y la muerte.
De madera de olivo, la cuna que meció a no menos de seis generaciones. De olivo, los cucharones, que cocinaban sus guisos; y las escudillas; de olivo, los mangos de las guadañas, azadas y las horcas; de olivo también, los amuletos junto con los que se daba tierra a los muertos. Todo en la casa había girado en torno a esos olivares desde que el recuerdo alcanzaba.
Sus hermanos, los cuatro, mayores que ella, ya habían empezado a festejar con mozos y mozas del lugar. Arnau, era el único que había elegido esposa en otros lares. La sponsalia sería la próxima primavera, con la primera hija del herrero de Turiaso. En la ceremonia los novios sellarán su pacto, con aros de hierro, en sus anulares zurdos, destinados a albergar los anillos, por estar comunicados directamente con el corazón.
Inazio, bebía los vientos por la única hija del Conde, que por desgracia, no se dispondría jamás a su alcance. Amor, sufría por eso, y aunque así había sido desde siempre, tenía la esperanza de que algún día, esa ley inquebrantable, se pudiera romper. Que los enamorados no obtuvieran más negocio que el amor, para unirse de por vida.
Sus padres en cambio, fueron afortunados. Ambos, de familias pobres, no tuvieron más impedimento que elegir la manta y la cabra, que les acompañaría en su futura vida en común. Esto y sus vestimentas, compondrían el ajuar de esa casa, que habían levantado con sus propias manos.
Amor no había ocupado su cabeza todavía con asuntos de esta índole, pues su vida había transcurrido entre juegos. No fue así, hasta hace apenas dos lunas, que en las idas y venidas al olivar, había observado, cómo un muchacho desconocido hasta entonces en la aldea, faenaba en los campos de Pietro. Al parecer, y según pudo oír, venido de tierras lejanas, al sur, donde contaban que los olivares, formaban mares verdes que se perdían en el horizonte y más allá. Bienvenido, que así se llamaba el desconocido mozo, le había salido al paso en un par de ocasiones, en las que el amo no vigilaba su faena. A pesar de trabajar largas jornadas encorvado con la azada, cuando se erguía, desplegaba no menos de seis pies de altura. Su acento no era de por allí, pero Amor no se atrevió a preguntarle por no parecer interesada, aunque estar, lo estaba, y tanto que lo estaba…Últimamente le costaba conciliar el sueño, su mente la ocupaba la estampa del chico, apoyando su hombro en el olivo, con la cabeza levemente ladeaba miraba a Amor, con ojos risueños de verde aceituna, burlones diríase, pensaba la muchacha.
—¡A los buenos días! ¡…y buenos son, ya lo creo! ¿Te sentarías aquí, un ratillo, con un humilde jornalero, que necesita un poco de sosiego? No conozco al personal, a ver si tú me puedes orientar al respecto. —y lo decía con una sonrisa blanca y fresca, como no había visto nunca Amor, en su vida.
Ella se sonrojaba y no alcanzaba a decir más de un “buena jornada”, dos palabras arrastradas y titubeantes que salían de sus labios a duras penas e inmediatamente se maldecía por ser tan torpe. ¿Qué era lo que le estaba pasando, que no alcanzaba a comprender? Se ponía como enferma, la desazón se instalaba en sus tripas, y le impedía respirar, pero no podía, ni quería curarse.
Entonces él, sin dejar de sonreír, se giraba, cogía de nuevo su azada y se afanaba nuevamente sobre las malas hierbas, al tiempo que silbaba una melodía, que sonaba a lugares lejanos, melancólica, que recogía inexplicablemente toda la alegría y la tristeza del corazón. A Amor, entonces, una intensa emoción la invadía, que le obligaba inevitablemente, a llorar y reír.
Fue entonces cuando pensó, o mejor dicho, se juró, que ese, sería su hombre y que el resto de su vida, lo amaría, si la providencia ayudaba; y trabajarían los olivares, como sus padres, sus abuelos y todos sus antepasados lo hicieron, desde que el mundo es mundo y las historias contadas a la luz del hogar, así lo decían.