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050.- Tres olivas me enamoran en Jaén

Antonio Cobos Ruz

  

A Jaén, tierra de olivos.

Cuentan los más viejos del lugar que los abuelos de los abuelos de sus abuelos relataban una historia remota que aconteció en un pueblo pequeño situado en los confines del reino de Jaén con tierras de Granada. Eran tiempos lejanos en los que cristianos y musulmanes alternaban las etapas de paz y prosperidad con periodos de enfrentamientos y tempestades religiosas.

En aquel entonces, la relación entre los mercaderes de ambas procedencias siempre fluía de forma provechosa para las dos comunidades, especialmente, durante los periodos de tranquilidad y convivencia. Y es necesario clarificar que los enfrentamientos militares no siempre se producían por motivos religiosos, pues no eran infrecuentes los pactos entre señores moros y cristianos contra un enemigo común, fuese éste cristiano o moro.

La historia en cuestión relataba lo siguiente:

Había un rico, muy rico, en una ciudad castellana del antiguo reino de Jaén, que almacenaba en su mansión los más variados tesoros y objetos de valor provenientes de los préstamos, los negocios y las pillerías más diversas que se le pudieran ocurrir, con el fin de obtener siempre unos pingües beneficios. Este usurero de nariz picuda que se frotaba las manos incesantemente, no disfrutaba de la sincera amistad de sus vecinos. Su reducido número de conocidos iba menguando paulatinamente ya que a medida que se convertía en un anciano, desconfiaba y sospechaba con mayor fuerza de todos ellos. Estaba plenamente convencido de que, en el momento más inoportuno, de forma repentina e inesperada, iban a sustraerle su fortuna.

Nuestro castellano nuevo repasaba y contaba con fruición cuánto poseía y jamás se desprendía de las llaves que colgaban de su cuello, ni tan siquiera cuando se disponía a dormir. Recelaba de sus siervos, de sus propios familiares o incluso de cualquier persona que lo saludara. Tal era el estado de ansiedad que lo embargaba, que perdió por completo el control de sus emociones. Tratando de encontrar una solución a sus males probó remedios diversos y el que pareció proporcionarle mayor calma, fue hacer desparecer sus tesoros.

En absoluto secreto y bajo las mayores medidas de seguridad, convirtió en pepitas de oro toda su inmensa riqueza y fue introduciendo las diminutas gotitas doradas en botellas de aceite virgen en las que pasaban desapercibidas. Al mirarlas al trasluz, desprendían un resplandor tan rubio, intenso y atractivo, que se asemejaba al propio y afamado brillo del aceite de Jaén.

En el día señalado, en una fecha desconocida para todo el mundo y sólo prevista por él, montó todo su oculto tesoro en una reata de mulas y decidió marchar a otro territorio en el que nadie lo conociera. Quería encontrar un lugar nuevo en el que pudiera esconderse con su dorada y apreciada carga para seguir revisando su riqueza y para aumentarla, si es que ello era posible. ¡Cómo le gustaba contar lo que poseía y añadir cada vez un poquito más!

Decidió este rico castellano que el mejor sitio para esconderse, el lugar idóneo para instalarse, el emplazamiento óptimo para pasar desapercibido, la opción adecuada para ocultarse, sería ir a tierra de moros. Y aprovechando los tiempos de paz y los momentos de tranquila convivencia religiosa que disfrutaban ambos bandos en aquella época, marchó hacía los límites del reino.

Casi alcanzando los inicios del reino de Granada, cambió sus ropas castellanas por otras musulmanas y tapó las gruesas telas que cubrían su mercancía con verdes ramas de olivo. Despidió a sus criados para que cuidaran de su mansión hasta su regreso o hasta que recibieran noticias suyas y les explicó que desde aquel punto geográfico él podría valerse por sí mismo para el negocio del aceite, cuya venta había planteado como justificante del viaje.

Esperó a que sus sirvientes se alejaran hasta un punto desde el que no pudieran verle y cambió el sentido de su marcha para dirigirse directamente al sur. Solo había avanzado un corto tramo del camino con sus tres mulas cargadas de aceite y oro, cuando escuchó un nefasto ruido de caballos y armas.

De nuevo, cristianos y moros habían decidido que la temporada de paz y sosiego era ya demasiado larga y decidieron volver a las andadas. El mismo juego de siempre: Yo te ataco a ti y te defiendes, si es que puedes, y tú me atacas a mí y me defiendo, si es que puedo. El que pierde, se ha de aguantar.

A nuestro rico protagonista le daba igual que ganaran los partidarios de una religión o los de la otra, pues él tenía sus propias y diferentes creencias, siendo la verdadera realidad, que sólo adoraba a su dinero. Como persona precavida y desconfiada nuestro suspicaz viajero había adquirido un bebedizo que primero mantenía inmovilizado durante un cierto tiempo al que lo tomara y posteriormente le hacía pasar desapercibido. Lo adquirió a una especie de santón o curandero que se dejó caer por los cerros de Úbeda y que no solía residir durante demasiado tiempo en un mismo lugar.

Le llegaron noticias de su presencia en la ciudad y se animó a visitarlo. Aunque era hombre desconfiado y no se fiaba de nadie, si lo que contaban era cierto, la pócima sería una solución perfecta en caso de peligro…

Las dudas de nuestro hombre adinerado desaparecieron cuando el hombre mago dio de beber su mágico bebedizo a un gato romano que se aproximó y el gato quedó inmóvil y tieso como si estuviera disecado. Un ruido fuerte y cercano captó la atención del hombre rico durante unos breves instantes mientras se produjo la transformación, pero era imposible que en tres segundos pudieran haberle hecho un cambio y le hubieran dado gato por gato. La segunda ventaja, la de pasar desapercibido, también aconteció en un abrir y cerrar de ojos. No debieron transcurrir más de un par de segundos cuando nuestro comprador apartó la vista del gato al escuchar una grata voz femenina que manifestaba a sus espaldas: “Voy a bañarme al río…” La que era portadora de tan dulces palabras era una joven de extraordinaria belleza que iba escasamente cubierta. Fue visto y no visto que el gato inmóvil apareciese camuflado bajo una especie de espesa red cubierta de hojas. El curandero estuvo en idéntica posición durante todo el hechizo, sentado sobre una especie de tarima y aparentemente ajeno a los problemas de los vulgares mortales. El rico desconfiado quedó plenamente complacido y decidido cuando, ante sus dudas, obtuvo una rebaja sustancial sobre el precio concertado inicialmente al disponer de tres botellas completas por el precio de una.

Regresando de nuevo a nuestro viaje de camuflaje, el previsor y desconfiado viajero, ante el cercano ruido de armas y la proximidad de las escenas de guerra, pensó que había llegado el momento oportuno para probar su mágico bebedizo y salvar así su apreciada riqueza: vació una botella del mágico líquido en la boca de cada una de las mulas, y al instante, los animales se quedaron quietos, estáticos, inmóviles, inertes como estatuas. En fila y desde lejos parecían una hilera más de olivos.

Se marcharon moros y cristianos a pelear a otra parte y quedó nuestro hombre, de nuevo en solitario, con su tesoro y sus mulas. Pero no se sentía feliz, sino desgraciado. No había manera de despertar a sus nobles bestias. El hombre lloraba y suplicaba al lado de cada uno de sus animales y sus múltiples lágrimas regaron abundantemente la tierra circundante convirtiéndola en un mantillo húmedo y esponjoso.

Con el tiempo los tres hermosos animales se convirtieron en tres magníficas olivas que aún pueden apreciarse, vetustas y sanas, con sus gruesos troncos retorcidos, destacando por su tamaño y por su belleza sobre las demás hileras de olivos. Esas tres olivas, que seguro que habréis visto en los campos que rodean a vuestro pueblo o en alguna aldea limítrofe, dan un aceite de tanta calidad y brillo que en verdad parece que nos ofrezcan un gustoso, luminoso, apreciado e insuperable oro líquido.

Y cuentan también los más antiguos del lugar que transcurridos los años y terminados los enfrentamientos entre moros y cristianos, muchos moriscos y cristianos nuevos cuidaron con entusiasmo y amor de aquellos tres singulares olivos que, siendo una referencia en los alrededores, reclamaban la atención de los humanos, cuadrúpedos, reptiles y pájaros. Los podaban en su tiempo, les labraban las tierras circundantes, les recogían su fruto y obtenían un manjar de insuperable y exquisito sabor. Cuentan los ancianos que hubo animales alados que contribuyeron a su cuidado. Con el paso del tiempo, anidaron tres enormes mochuelos en aquellos árboles grandiosos. Tres mochuelos que limpiaban el terreno circundante de pequeños roedores o reptiles y espantaban a otros animales que pudieran dañar a las magníficas olivas.

Y fue así que los esplendorosos olivos crecieron y crecieron con sus gruesos troncos retorcidos adquiriendo aún un mayor tamaño y espectacularidad gracias al buen hacer de los mochuelos. Y como es ampliamente conocido por el común de los mortales, ante cualquier circunstancia natural adversa, como la presencia de inundaciones o de lluvias intensas, o ante el calor insoportable de los veranos andaluces, o incluso, a veces, simplemente, ante la mera presencia humana, los animales voladores que cuidaban de las tres olivas se recogían para refugiarse y ocultarse, marchándose cada mochuelo a su olivo.

Hoy día, si eres observador y paciente, es muy posible que puedas avistar junto a las olivas, a algún descendiente de aquellas tres aves de ojos grandes y vigilantes.

 

 

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