051.- Escenas
- TRES VIEJAS
Tres viejas enlutadas entran en una casa señorial, de puerta labrada, vano alto, aldabones con forma de delicada mano de mujer. Llevan los pañuelos negros bien apretados debajo de la barbilla enmarcando rostros blancos, arrugados, enrojecidos por los frecuentes lavados con agua fría y jabón casero hecho con aceite y sosa. La última, que se apoya en un bastón gastado por el uso, sigue a las otras dos con dificultad. Todavía hay poca gente en la vela. Estarán con el otro muerto, el de ayer, en la iglesia de Santo Domingo. En cuanto lo dejen en el cementerio irán llegando y llenarán la casa. Las viejas besan a Doña Encarna, que había levantado unos ojos ávidos al oír el ruido de la puerta. Luego se ha recompuesto, desilusionada, y ha vuelto a una tristeza delicadamente fingida. Las mujeres sacan sus rosarios, saludan con leve inclinación a los presentes y comienzan su letanía sentadas junto al difunto. El murmullo de los rezos parece un enjambre de moscas grandes ansiosas de estiércol. El difunto luce un atavío que le sienta mejor que en vida porque parece que ha encogido, quizás asustado por el miedo al infierno. El rostro ha perdido por completo la altivez y la soberbia. La Encarna, la Señora Encarna, Doña Encarna, mantiene una disciplina aprendida durante los cinco años de obediencia, sometimiento y la imposición de «aquí se hace lo que yo mando» del marido, bien entrenado en conducir jornaleros en sus tierras, rameras en su cama y esposa en sus deberes. Va llegando la gente. La viuda apenas aguanta las ganas de mirar constantemente a los que entran, incluso de salir a la puerta y observar a quienes suben por la Cuesta del Suplicio. El corazón se le sale del pecho, tiene la boca seca y tranquiliza su temblor con un sorbo de agua. Entre los últimos hombres que han acudido al velatorio destaca uno, aunque solo para la doliente. Es un hombre delgado y fibroso, ni alto ni bajo, en cierto modo agraciado y con una cicatriz larga encima de la ceja que conserva el recuerdo del latigazo de quien ahora reposa tieso en el cajón de madera. Ella se envara y acepta las condolencias de los campesinos. Cuando llega el último, abre los ojos como pozos negros para que la mirada le diga al hombre lo que no puede decirle su boca, lo que lleva callando y ahora apenas le cabe dentro y le rebosa. Ese hombre largamente esperado apenas la mira, sino que se fija en un punto impreciso de su recatado vestido y musita un frío «siento su pérdida», sin darle la mano. La viuda llora por primera vez en la tarde. Él se va hacia el patio, donde, a pesar de la helada que empieza a caer, están sentados dos manijeros del señorito y los aceituneros que han vuelto hoy antes del tajo para asistir al duelo. Aún llevan la ropa de trabajo y las capachas colgadas en el hombro.
- ENCARNA SUBE A SU ALCOBA
Encarna sube a su alcoba después de rehusar la compañía de algunas mujeres que querían acompañarla temiendo que no pudiera valerse. Cierra con llave y llora con rabia, se quita la ropa negra, incluso algunos botones saltan al suelo. El vestido está empapado en sudor a pesar de que hace mucho frío. Se mira al espejo, y observa su rostro algo arrugado pero iluminado ahora por una luz distinta. Se quita también la combinación, se lava en la jofaina, lentamente, para que el agua helada le quite la burla recibida. Llaman a la puerta
—Señora Encarna ¿se encuentra bien?, abra, está llegando más gente.
—Ya bajo, estate tranquila.
Se recompone el peinado y va a buscar otra muda a la alacena.
El joven de la cicatriz en la ceja, al ver la luz en la habitación de arriba, se ha escabullido con cautela hacia el fondo del corral, donde se amontonan piquetas, lienzos, esportillas, serones y aperos, también varias limpias. Escala a tientas por ellos y alcanza un muro bajo que da acceso al tejado de un cobertizo, después salta al balcón de la alcoba de Encarna. Empuja las recias hojas, que ceden con un chirrido. La viuda se tapa instintivamente cuando lo ve entrar y a pesar del anhelo, huye, lo rechaza, lucha, le araña la cara, todo en un silencio acuático. Él sin embargo da voces y le repite «¿acaso no está muerto?, ¿qué más quieres?». La zarandea.
—Señora ¿qué son esos ruidos?, ¡señora!
Una de las criadas baja a buscar a algún familiar porque le ha parecido oír dentro la voz de un hombre.
—Se cayó del caballo por infortunio, ¿acaso tienes tú algo que ver? —le recrimina Encarna.
—Lo esperé ayer en el camino del trujal. Siempre pasa soberbio y arrogante cuando los hombres terminan el jornal y él va a preguntar al molino por las arrobas recogidas. Lo derribé del caballo y le estrellé la cabeza contra una piedra. No sentí más lástima que si hubiese sido un perro. Ya no te pondrá la mano encima.
Desde fuera algunos familiares sacuden la puerta mientras llaman a Encarna a voces.
Ellos están sordos, se besan, se muerden, caen al suelo y se tientan con violencia, como animales. Encarna, su Encarna…
—Encarna ¿qué ocurre?, ¡abre ahora mismo!
Se oyen gritos fuera. Un primo del muerto coge una silla y comienza a golpear la puerta para abrirla a la fuerza.
La mujer reacciona, intuye la desgracia que se avecina, y obliga a su amante a salir por donde ha entrado, acompañándolo, empujándolo, echándolo. La puerta del aposento cede por fin y entran algunos parientes. Con el apresuramiento de la huida, el joven se engancha el pie en un barrote del balcón y se precipita al vacío. Cae como una hoja de olivo durante el vareo, revoloteando, a veces verde, a veces plata, bajo la luz cristalina de las estrellas.
- DOS HOMBRES ARRASTRAN A OTRO
Dos hombres arrastran a otro por las calles del pueblo. Han salido de la casona por la puerta falsa, pasando por las cuadras, apartando a las bestias, sintiendo los colmillos de los perros en las pantorrillas, hasta salir por el callejón del Gato. La noche está alumbrada por una luna azulada. El olor de la jamila impregna casas y almas. Enfilan por el arrabal, de calles laberínticas, donde nadie se asoma porque a nadie le importan los asuntos de los otros. El herido se queja, vomitando sangre por la nariz y la boca. Ellos tropiezan, caen, se levantan con dificultad, la pierna rota del joven cuelga como si fuese de trapo. La confusión y las voces han quedado atrás, también el cuchicheo de las mujeres comadreando el escándalo de la viuda solazándose con el amante, y el marido de cuerpo presente. Mal casamiento para el señorito, mucho apellido y poca vista para elegir esposa. Más vale fea de media capa que guapa de baja cama.
Los campesinos atraviesan el olivar de Enrisquillo, de estacas acebuchadas y de mala casta. Siguiendo hacia el norte calculan que podrán alcanzar los primeros árboles del monte mientras los jornaleros del patrón y algunos familiares se entretienen en coger las escopetas.
–“Cagondiós”. ¿Qué iban a hacer, dejarlo medio muerto en la corraliza? –Uno despotrica, blasfema.
—Pero malasombra ¿no podías esperar?, ¿que no había días, que no podías enfriar la bragueta hasta que el muerto probara la tierra? Porque tu padre era cabal y todos tenemos que agradecerle algún amparo, que, si no, allí te hubiéramos dejado, para que te remataran con los azadones.
El joven cada vez pesa menos, la vida se le escapa y se le va quedando enganchada entre los primeros arbustos de la serrezuela. Ya no piensa en los que lo persiguen, no piensa en nada, apenas puede respirar por las costillas rotas. Aunque entre vacíos de la consciencia, le entran por las heridas retazos del día que la conoció en la Finca Ancha, Encarna, recién casada, mientras recogía por puro recreo aceitunas para echar en agua. Y no quiere morir, todavía no.
Al poco, los tres se dejan caer jadeando. Bajo la luna, La Torre de Don Pedro, medio derruida, se adivina a lo lejos. Ya queda poco. Si se adentran entre los pinos los otros no sabrán por donde van. Se oyen los perros a lo lejos, también un disparo. El instinto les hace seguir corriendo, al norte, donde la arboleda es más espesa y hay un arroyo. Cuando llegan, se meten en el agua helada como aliento de condenado y sus pasos apresurados rompen la corriente. Así la rehala no podrá seguir su rastro de sudor y sangre. Recuperan la confianza hasta que se dan cuenta de que ya no sujetan un hombre sino un cadáver. Entonces dejan el cuerpo flotar en el agua, vacío ya de afanes, cuitas y quereres. Los dos hombres salen deprisa del arroyo. Siguen corriendo, tiritando, jadeando, maldiciendo. Tendrán que salir de la comarca, allí ya no encontrarán trabajo con ningún señorito, en ninguna cuadrilla. Con suerte llegarán a la Posada del Caballo antes del amanecer. Mientras trotan, frotándose el cuerpo para entrar en calor, piensan en que no le han salido malas cartas a la Doña. Va a enterrar a dos hombres en el mismo día. Pasará un tiempo, relegará el dolor y desde la capital se buscará un buen letrado para exigir su herencia. Y cada mochuelo a su olivo. Porque ya se sabe, que cada uno lleva todo el ejército a su frontera y las aceitunas, a su molino.