
055.- Arrugas de la Solana
De un golpe seco se abre la puerta.
—Date prisa Josefa. Coge a las niñas y sal —se escucha la voz grave de un hombre alertado por un rápido repique de campana.
—¡Soltadlo todo! ¡No hay tiempo! —grita la madre mientras un silbido atronador atraviesa aquella noche primaveral de 1939.
—¡Ya están aquí! ¡Corred!
El que fuera alcalde de Frailes desde hacía pocos meses sale de su casa del barrio El Corral con su pequeña en brazos sin parar de llorar. Su mujer, tras él, tira de sus otras dos hijas asustadas. Buscan un lugar seguro y paran en unas pequeñas cuevas del río que cruza el pueblo. No coge ni un alma. A cada paso, el aire es más y más espeso. El miedo y la angustia lo hacen casi irrespirable. El silencio de la noche sólo se rompe con las desafiantes bombas, y el tácito sollozo de unas niñas que no entienden lo que pasa. La desesperación va en aumento.
—Aurelio, escondámonos en la Solana. Seguro que no bombardean unos olivos viejos.
Con mirada cómplice se deja llevar por su mujer quien le coge la mano y guía sus pasos hacia las afueras del pueblo. Hipnotizada por el influjo de aquella enigmática luna llena los lleva hasta un imponente olivo de hojas plateadas. Es lo suficientemente grande como para perderse toda la familia entre sus ramas. Esta noche estarán a salvo.
. . .
«Siempre que me miro en el espejo veo a una niña prudente con mirada tranquila.
Y… sueño que recuerdo».
Una mano temblorosa en la boca no me deja respirar. La oscuridad me tapa los ojos. ¡Se acercan! Huelo el miedo y no puedo andar. Hay un monstruo en mi pueblo, en mi calle, en mi casa que lo rompe todo cuando anochece.
Mis paes han hecho un escondite secreto, naturalmente en la Solana. Allí pasamos mucho tiempo. Allí soy libre como los animalillos que campan a sus anchas. Con la luz de las estrellas entre las hojas me duermo deseando que amanezca pronto para charlar con mis amigos los olivos. ¿El mejor? Ese viejo grandullón. Es especial.
—Pequeña ¿sabes que…? —me intriga el viejo.
—Cuenta, cuenta —pico en su anzuelo.
—Un pajarito me ha traído una historia con moraleja.
—¿Moraleja? ¿Qué es?
—Escucha y lo sabrás — el de la Solana con tono misterioso comienza—: Cuentan que una mujer con mucho sacrificio fue a comprar al mercado negro aceite de oliva. El vendedor dejó que metiera el dedo en una botella verde oscuro para probarlo. La mujer ya en casa se puso a cocinar, pero en la botella sólo había agua con algo de aceite arriba.
—¡Oh! ¿Qué pasó?
—La mujer —el viejo olivo continúa— ni corta ni perezosa volvió y le rompió la botella en la cabeza.
—¡Bien! —mesescapó. Enseguida estaba colorá. —Mis paes dicen que…—intento arreglarlo— mentir con las cosas de comer está mal.
—Entiendo tu malestar —sigue mi amigo con mirada comprensiva—. Pero, nos debe indignar más que a tan poca gente interese esta miseria. Ni en prensa sale. Aunque, eso sí, las malas noticias vuelan como el viento. Pequeña, he aquí la moraleja.
Al mirarle veo una cara pensativa y toda una vida grabada en la piel de su tronco centenario. Sufre, y nosotros con él. En sus arrugas me pierdo leyendo sus historias, y en su cuerpo tallado por el tiempo, siento paz. Él tiene respuestas a mis miedos. Es como mi abuelo que me abraza con sus ramas, me da sombra, me enseña moralejas y, entre medias, me protege de las bombas.
La guerra se acaba. La suerte tá echá. Dentro de poco vendrán a por mi pae.
«Así que dibujó una puerta morada en la pared, y al cruzarla voló.
Ahora la pequeña Librada estaba a salvo».
…
«Siempre que me miro en el espejo veo a un hombre de ojos tristes sin fuerzas para hablar.
Pero… quiero recordar».
Todo comenzó años atrás siendo mozuelo. Eran tiempos excitantes de promesas de igualdad, libertad y solidaridad. Una semilla tricolor y amante del progreso brotó con fuerza en mi corazón aquel 14 de abril de 1931.
Pronto supe lo difícil que era, y más con tres hijas, sobrevivir donde nada ocurría por casualidad, ni nada se quedaba sin consecuencias. Testigo de cómo se escribía con sangre, sudor y lágrimas la Historia de España, mi compromiso crecía.
—Le he puesto a nuestra primera hija CARIDAD —nada más llegar a casa dije a mi mujer quien aprobó con la cabeza.
Nació en 1929, años duros de dictadura, y escasez caritativa.
—¡Qué ilusión! Nuestra segunda hija se llama ¡LIBERTAD!
—¿Cómo? ¿No dijimos Librada como mi tía?
—Mujer ¿acaso no sabes que Librada significa libertad? —respondí con voz alegre y conciliadora.
Librada nos llenó de esperanza. Nació como “mujer libre” en 1931. Un espejismo.
—Me atreví. Al final lo hice.
—¡No me digas! ¿Te han dejado? Mira que no es nada cristiano —dudó mi querida Josefa orgullosa de nuestra premeditada locura.
—Sí, le he puesto REPÚBLICA. Eso sí de segundo, por si las moscas.
Aurelia República vino en 1934 época de ideales de justicia social y obrera. Una utopía.
¿Broma del destino? Más bien premonición de lo que pronto desaparecería. Ha pasado ¡un siglo! de esa escena goyesca de las dos Españas cruelmente enfrentadas, y de nuevo, extremistas de ambos bandos se empecinan en enfrentarnos. Como si fuéramos tan distintos… siendo tan parecidos.
Todo se precipitó en la Nochebuena del 37. Tras idas y venidas de alcaldes en los últimos meses fui nombrado concejal; a los pocos días, alcalde. Se avecinaban tiempos aún más convulsos. Los ánimos estaban exaltados. Las noticias del frente iban apagando la ilusión a los más realistas, y avivando el odio al resto. La Casa del Pueblo del puente El Chorrillo se convirtió en un lugar de encuentro cultural donde fraileros y refugiados de otros pueblos huían de la realidad de la guerra. Ver nuestras caras con ¡las primeras películas en blanco y negro! no tenía precio.
Nada más terminar la guerra fui ajusticiado y ¿afortunado? Condenado a prisión perpetua me llevaron a la cárcel de Jaén. Sí, afortunado porque no acabé en un campo de concentración, ni ejecutado en las paredes del cementerio de San Eufrasio, ni enterrado en quién sabe dónde. Sí, afortunado porque pude volver.
Bien recuerdo cuando, recién detenido, me obligan a casarme por la iglesia con quien siempre ha sido mi mujer y madre de mis hijas. Condenadas a estar solas con su miseria quedan desamparadas en un pueblo destrozado por la pobreza y gangrenado por el odio. Víctimas, sin duda. ¿Su silencio? historia callada de esta Sierra Sur de Jaén.
A los pocos días de esa boda, ya en la cárcel, la vida me apuñala. Mi mujer muere, y con ella mis esperanzas. Con su cuerpo aún caliente en el velatorio se reparten mis niñas las que serían sus amas. Las separaron para servir a familias cristianas que por caridad les dan cobijo y comida (y una sillita para fregar porque no llegan a la pila) a cambio de trabajar de sol a sol.
De mis años entre rejas, junto al hambre y la muerte, recuerdo algo que nunca antes había vivido, y que jamás olvidaría. Aquella mañana primaveral del 42, voces presas se alzaron…
Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién,
quién levantó los olivos?
No los levantó la nada,
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.
¡Cuántos siglos de aceituna,
los pies y las manos presos,
sol a sol y luna a luna,
pesan sobre vuestros huesos!
Jaén, levántate brava
sobre tus piedras lunares,
no vayas a ser esclava
con todos tus olivares.
Toda la cárcel de Jaén se atrevió, y así, homenajeamos al poeta del pueblo que, enjaulado, acababa de morir. Voces presas que por un momento me liberaron como andaluz, y aceitunero.
A los años salgo con la ilusión de volver con mis hijas. Trabajaríamos la Solana. Si una vez nos salvó, ahora lo haría de nuevo. Correría a abrazar su tronco, y bajo su sombra centenaria escucharía sus consejos. Pero, al volver pocos fueron los que me ayudaron, pocos se atrevieron. Me di de bruces con mi cruda realidad: mis hijas, sirvientas en casas de renombre, crecieron aleccionadas sin el amor de su familia, sin mí.
«Así que dibujó una puerta amarilla en la pared, y al cruzarla se resignó.
Ahora Aurelio vivía con la tristeza del olivo, con la vanidad de estar vivo».
…
«Siempre que me miro en el espejo veo a una adolescente dubitativa, inquieta.
Y… sólo sé que no sé nada».
Medio siglo ha pasado y el silencio adoctrinado de muchos ¿me impedirá saber?
Con 80 años y mirada perdida, a Aurelio, sólo se le alegran los ojos cuando ve a su viejo amigo ¡claro! el de la Solana. Aquél que, según cuenta, salvó a mi familia en la guerra. ¡Que le gusta charlar con él como dos colegas compartiendo mismas batallitas, mismas tristezas y mismas arrugas!
A veces en esa extraña lucidez cuenta pequeñas historias que escucho atentamente por si averiguo algo de mi familia que me ayude a comprender.
—Hay que traer al pueblo eso de lo que todo el mundo habla: turistas —decía con ojos ilusionados a su amigo centenario—. ¡Hagamos un aeropuerto en la Solana!
—¿Un aeropuerto? ¡Jajajaja! —ríe campechanamente, aunque termina meditando esa rocambolesca idea— ¿Turistas aquí? Puede que un día los necesitemos.
Muchas han sido sus palabras, pocas de lo vivido años atrás, y ninguna de la historia de su amada Josefa. Pero logro ponerme en las albarcas desiertas de Librada, mi madre, y de Aurelio, mi abuelo. Sus arrugas también son mías. Ya es tarde para dar la vuelta, pero no para saber quién soy. Pregunto y pregunto cada vez más y más.
«Así que dibujó una puerta roja en la pared, al cruzarla se reconcilió.
Ahora Cari empezaba a saber, las piezas encajaban».
…
«Siempre que me miro en el espejo veo a una mujer segura, conciliadora.
Ahora sé lo que quiero».
De un golpe seco, cae. Se abre la tierra.
—¡Date prisa! Cógelo.
—¡No me lo puedo creer! ¡Lo encontramos! —Cari se levanta con alegría contenida con lo que parece un mazo antiguo en la mano.
Hace años que no respiro ese tipismo andaluz de mi pueblo natal. Mi frenética vida en la ciudad ha sido la excusa perfecta para no volver. Ahora, en plena crisis existencial, necesito buscar en mis raíces: vuelvo a casa.
—¿Qué? ¿Nadie lo sabe? —reproché a mi tía que la familia desconociera que hace cien años mi bisabuelo fue alcalde de Frailes.
—¡Y en los últimos meses de la Guerra Civil! —no daba crédito.
—Imagínate —respondió Cari compungida— La abuela Librada sin madre, su padre en la cárcel, separada de sus hermanas, y ¡hala! a servir tan pequeña.
—¡Vamos a La Solana! Descubramos el misterio de esa amistad con el viejo olivo.
—No recuerdo dónde está —contestó triste mi tía— Aunque… ¡el mazo! Busquemos el mazo de tu bisabuelo Aurelio. Siempre lo escondía justo en ese olivo.
Esa fresca mañana primaveral con mi tía Cari prometía. Andamos los mismos pasos que un siglo atrás diera Josefa huyendo de las bombas. Llevábamos casi una hora buscando cuando mi tía tropezó con unas piedras bien apiladas, y cayó delante de un olivo altivo y majestuoso. Allí estaba el mazo… ¡y el amigo de la Solana! Mi corazón palpitaba rápido frente a él, frente a esta enciclopedia llena de arrugas, y de historias.
Pronto la alegría de reencontrarnos con nuestras huellas familiares se volvió gris: los olivos estaban abandonados… como el pueblo.
De vuelta a casa no paraba de repetirme una y otra vez: ese olivo es parte de mi pasado y de mi futuro. Estoy unida a él desde hace cien años. Al anochecer regresé bajo el embrujo de aquella enigmática luna llena en busca de respuestas. Sentada en su regazo sentía su mirada cómplice. Cerré los ojos, cogí aire y…
—No sé en qué momento nos alejamos de ti. Te necesitamos, te necesito… —apenas me salía la voz del cuerpo.
—Saca de los arcones lo que otros ocultaron. Encuentra sentido a lo que nos pasó —una voz ronca y pausada hablaba como si fuera de mi familia.
—¿No es tarde? —tras unos segundos pensativa—. Cicatrizaré las heridas pasadas con dignidad —decidí recordando a mis fantasmas.
—Nosotros también te… ¡ayúdanos!
—¿Qué os pasa? —le pregunté preocupada mientras le tocaba cariñosamente sus tristes hojas, sus esqueléticas ramas.
—Lo mismo que a ti: nos marchitamos.
—¿Cómo lo resolvemos? —ambos nos preguntamos.
—Paula, desde el pasado mira al futuro y ¡danos vida! —sabía mi nombre, y quien era.
Como mi abuela Librada, también aprendí que el olivo sufre. Encontré en sus arrugas esa paz que tanto anhelaba, y en mis raíces, la solución. Era hora de hacer algo por Aurelio y Josefa, por Caridad, Librada y Aurelia República, por mi pueblo, y la Solana.
Eché mi imaginación a volar…
—SalvaUnOlivo.org ¡Sí! La solución está en los olivos centenarios —pensé en voz alta.
Llenar de alegría las casas abandonadas del pueblo con fraileros emigrantes, con familias jóvenes que vuelven para trabajarlos, y con sus niños por las calles correteando.
Sigo soñando despierta… Conseguir padrinos que por muy poquito al año salven un olivo: descendientes de fraileros que emigraron, amantes de la vida rural y del aceite de oliva. ¡Claro! ¡Los turistas que tanto mencionaba Aurelio! que vengan para ver sus olivos a salvo, y den vida a nuestras casas rurales, bares, tiendas… y a todo el pueblo.
Ya lo estoy viendo… «Olivos salvados por su aceite de oliva virgen extra ‘3S’: Sostenible, Solidario y Social gracias a sus trabajadores, padrinos y turistas».
Por fin he encontrado el sentido a esa amistad del último alcalde de la II República, el último de la Guerra Civil en Frailes, con su amigo centenario.
«Abrí los ojos, dibujé una puerta blanca en la pared, y tiré la llave.
Ahora sonrío con las arrugas de la Solana».
(La imagen que ilustra este relato es del artista jiennense Faustino Castillo Plaza @artfaustillo)