057.- La memoria de los olivos
Desde la azotea de la casa el mar de olivos es majestuoso. Serafín dirige la mirada más allá del horizonte y se pierde en un cielo azul salpicado por nubes diminutas de blanco inmaculado. Saca un cigarrillo del paquete de tabaco y lo enciende. Da una calada y observa el vaivén de las botellas transparentes de plástico que cuelgan de las ramas de sus olivos que un día fueron los de sus padres y, asimismo, también de sus abuelos; todos muertos tiempo ha. Recostado en una hamaca desgastada por las inclemencias del tiempo, observa cómo las moscas entran por los agujeros hechos en la parte superior de las botellas y se ahogan en un mar de vinagre y tripas de pescado. El hedor las atrae hacia una muerte segura, como todo en la vida, piensa. Instintivamente inspira hondo y llena los pulmones hasta su tope. Expira el humo del tabaco mientras permanece meditabundo con los ojos cerrados. Antes de poder conciliar un breve sueño, alguien le llama al móvil y contesta:
—¿Sí?
—Serafín, soy Pablo.
—Dime.
—Estoy delante de la puerta de entrada.
—¿Qué has venido a hacer?
—He venido a leer la memoria de los olivos.
—¿Ya conoces las normas?
—Sí.
—Bien, pasa.
El ritual de entrada se repite siempre, aunque el visitante lo conozca al dedillo. Serafín acciona con el mando a distancia el mecanismo de apertura de la puerta mientras transita por las imágenes que todavía conserva de Pablo, un joven del Ligallo, pueblo del Bajo Ebro al que suele ir a buscar el pan y los víveres que llenan su despensa. Empieza a bajar por la escalera y observa cómo avanza la figura del visitante desde la lejanía. Pablo camina con un andar desgarbado y las manos hundidas en los bolsillos. Lleva pantalones marrones y camisa a cuadros. Parece mayor de lo que es, Serafín piensa. Todavía no ha llegado a la trentena y se le ve un hombre ya maduro. Sus ojos irradian felicidad. Es un joven delgado pero musculoso, ya que le toca trabajar a destajo la tierra junto a sus padres. Sus campos de arrozales ocupan grandes extensiones del Delta del Ebro, ese mar de espigas todavía verdes que se expanden hacia el infinito. Pablo es un enamorado de la historia y viene a menudo al olivar para perderse en los confines del tiempo. Hoy no es una excepción. Se dan la mano y Serafín le abre el portón camino al subsuelo. Unos escalones que cruzan un pasadizo estrecho en medio de la oscuridad les conduce hasta una amplia cámara iluminada por antorchas estratégicamente colgadas en las paredes. Las gruesas raíces de los olivos milenarios se entrecruzan y muestran inmutables su rugosa piel. Pablo acaricia una de ellas y entra al instante en el fragor de la batalla. Su deseo por conocer los detalles de la expedición naval encabezada por Jaime I que partió de Salou hacia la conquista de la Mallorca musulmana le transporta hasta la mítica batalla de Portopí. Su cuerpo tiembla, se tambalea, suda y su corazón palpita aceleradamente. Al acabar, completamente exhausto, se despide de Serafín y abandona satisfecho la cámara. Éste le guía hacia la salida mientras le advierte de nuevo:
—Recuerda bien: No puedes contarle a nadie lo que has visto y oído. Si así lo hicieses, te quedarías mudo para siempre.
—Lo sé —contesta Pablo mientras se dispone a abandonar el lugar.
Al anochecer, después de la cena, Serafín recibe otra llamada. Esta vez es de Carmen, una mujer viuda de La Aldea que ronda ya los cincuenta, esa edad cuando uno siente vergüenza por muy pocas cosas, abandona la mayoría de las antiguas aspiraciones, no se cree casi nada de lo que la gente le dice y viaja demasiadas veces hacia el pasado sin abandonar completamente por ello el futuro. Carmen, con voz suave, le dice:
—Esta noche necesito leer la memoria de los olivos.
—¿Ya conoces las normas?
—Sí.
—Bien. Puedes venir, pero debes marcharte antes de la medianoche.
Cuando la luna aparece majestuosa en el cielo oscuro, Carmen entra con rostro sereno a la cámara de los olivos centenarios. De repente empieza a desnudarse. Primero, se quita la camiseta negra de finos tirantes y los tejanos azules. Luego, hace lo mismo con sus bragas y sujetadores. Serafín la disecciona con sus oscuros ojos invadido por el deseo, pese su avanzada edad, y ella le devuelve la mirada segura de sí misma.
—Quiero estar una vez más con Juan —le dice. A continuación, acaricia la rugosa superficie de la raíz de un olivo y se reencuentra con su marido rejuvenecido. Solo tiene veinte años. A esa edad todavía no se habían casado y gozaban de una vida sin preocupaciones, sin las responsabilidades propias de la paternidad. Hacían el amor en cada rincón que les protegiera de las miradas de sus semejantes y se sentían almas libres. Mientras siente de nuevo como la penetra tantos años después un hombre, su cuerpo se estremece de placer. Al llegar la medianoche Carmen empieza a vestirse y empieza a abandonar el olivar, no sin antes oír la advertencia de Serafín:
—Recuerda bien: No puedes contarle a nadie lo que has visto y oído. Si así lo hicieses, te quedarías muda para siempre.
—Lo sé —contesta ella.
Roberto apaga las antorchas de la cámara, cierra el portón y con ello deja reposar la memoria de los olivos, como cada noche viene haciéndolo desde que murió su padre; hace demasiados años, piensa. Se acuesta en la cama cansado y el sueño se adueña de él al instante.
Al amanecer, los gorriones inundan con su canto las primeras horas de sol. Serafín aprovecha que todavía el calor no aprieta para hacer las tareas propias del campesino. Arranca los brotes que restan vigor a los árboles y mata las malas hierbas que invaden el suelo por doquier. La hora de comer se le presenta recostado bajo un árbol, con cuchillo afilado para cortar una rodaja de pan y un trozo de queso como compañía. Para refrescar el gaznate, agua del pozo. Al terminar de llenar la panza, pasea por el olivar y piensa en el encuentro de mañana. Espera una visita importante e inoportuna. Al día siguiente, al atardecer, venido desde la sede episcopal se encuentra de nuevo con el obispo de la Diócesis de Tortosa. Su intención siempre ha sido la misma y Serafín es consciente de ello. Según el prelado, el hecho de permitir al pueblo llano viajar por el tiempo no puede ser bueno para nadie. A su juicio, se debe restringir el acceso a la memoria de los olivos. Serafín es contrario al dictamen de la curia y toda vez que el Reverendísimo Señor ha insistido en ello, éste ha encontrado su más firme oposición: «El saber acumulado con el paso de los siglos siempre ha estado a disposición de quien desee conocer sus secretos y siga las normas», ésta ha sido siempre su respuesta. Durante la visita del obispo, y como es de esperar, se niega una vez más a limitar el acceso a tan preciado regalo, aunque ello le granjee una enemistad muy poderosa. Todo llega a su fin, se dice. El resto del día transcurre dedicado a las tareas del campo. Por la noche se sienta en el porche, degusta un buen vino y observa cómo los murciélagos danzan en la oscuridad a la caza de los insectos nocturnos. Entre algunos de sus frondosos algarrobos ha colocado varios nidos para que estos mamíferos voladores que tanto le fascinan encuentren un lugar donde dormir durante el día. Ahora están ocupados en busca de alimento, sin tregua alguna. «Como la vida misma, sin tregua alguna, sin descanso, sin sentido tantas veces; perdidos en el hastío». Serafín, sin hijos tras su larga vida, se lamenta ante el sombrío futuro del olivar. Solo los descendientes de la familia Faneca, la suya, pueden llevar a cabo la labor del guardián. Y sin guardián, la memoria de los olivos está condenada a desaparecer. De repente, se siente viejo, cansado. Le pesan los años como nunca lo había sentido. Todo llega a su fin, se dice. Sabe que los acontecimientos del mundo se suceden en balde. Acaba por beberse sin prestar demasiada atención una botella entera de vino y ello le quita el sueño. En la noche insomne, perdido entre recuerdos de su infancia, abre el portón y se adentra en la cámara a oscuras. Palpa las solemnes raíces del ayer y con rugosa mano se pierde en rugosa corteza de olivo. Viaja él también en el tiempo, prohibida aventura para los de su estirpe, y se desvanece, por fin, en los albores de la civilización humana. No hay camino de vuelta, ya que a los guardianes no se les permite acceder a los conocimientos de los olivos sin ser, por ello, severamente castigados. El portón se cierra de golpe y las raíces se van secando, poco a poco, hasta que los árboles mueren en el silencio de la noche. Con su desaparición se pierde para siempre su memoria y solo nos queda, con gran pesar, el olvido perpetuo.