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060.- Alfarel, el de la sombra fecunda

Manuel Valera García

 

Permitidme que os conduzca por los aires, volando sobre el océano de los olivares jienenses.

Se nos pierde la vista hacia todos los costados del mundo y parece que los gigantes vegetales no van a terminar nunca su formación. Constituyen un ejército listo para lanzarse a la batalla.

Pocas estampas resultan tan bellas como las que estas hileras componen cuando la naturaleza las conjuga con sus diversas manifestaciones.

Yo he visto olivares amaneciendo, con la luz primera alcanzándolos y vistiéndolos de domingo. Los he admirado entre la niebla, ofreciendo esa condición fantasmagórica propia de lo que apenas se intuye. Como si se movieran en silencio, rumbo a sus propias pasiones.

He contemplado los olivos recibiendo a las tormentas, a las aguas salvadoras y a las benditas lluvias de mayo. He andado todos estos caminos, por veredas a veces secas, a veces encharcadas y, en ocasiones, endurecidas por el frío.

Os haré partícipes de varios secretos. En primer lugar, no todos los olivos son iguales. De hecho, no hay ninguno igual a otro. Cada uno de ellos se ha anudado de manera distinta a la tierra, hundiendo sus raíces como un formidable ser que se aferra al terreno, tomándolo con manos poderosas y buscando los minerales del suelo, de donde obtiene nutrientes, historias antiguas y anhelos.

Cada olivo ha alzado su tronco retorciéndolo de forma personal, firmando el aire en una suerte de rúbrica íntima e inconfundible.

Cada uno de ellos extiende sus ramas como el ser que llama a los dioses en busca de bendición. ¿En qué dioses creen los olivos? Se sitúe donde se sitúe ese panteón, sean quienes sean tales deidades, reconozcamos que se muestran magnánimas, en especial cuando otorgan el milagro anual y múltiple de la aceituna.

He dormido bajo las ramas benefactoras de estos árboles y, después de una vida entre ellos, después de haber mezclado mis sueños con los suyos, proclamo que los conozco.

Sí, sabed esto también: que los olivos sueñan. Conocen las emociones. Y todo cuanto perciben va traspasándose a su fruto. De tal modo, que la aceituna se comporta como el vehículo a través del cual el olivo secreta sus humores y convierte sus interioridades en algo denso. El aceite es la materialización de una compleja amalgama de sensaciones. En cada una de sus gotas habitan bibliotecas enteras de información.

Pero no estoy aquí para extenderme sobre estos aspectos, por muy interesantes que nos resulten. Más bien, he venido para hablaros de un secreto último y mayor: y es que los olivos tienen nombre. Propio. Cada uno de ellos.

Algunos han llegado a convertirse en célebres. Así, se habla del robusto, Ermendelí, un olivo bajo cuyas ramas se cobijaron gentes que escucharon hablar a Jesús, el Cristo.

O tenemos a Flimundril, el de las raíces hondas, que según afirma la fama llegó a beber de las aguas mágicas que recorren ciertos manantiales ocultos; esto hizo que sus aceitunas concedieran el don de una juventud prolongada y sana. Quien tomó los aceites de Flimundril, supo de la sabiduría de los ciegos y de los perros y de los niños.

Conocido más allá de las tierras de Jaén y de Córdoba, hasta el olivo más recóndito ha recibido del aire la narración del mítico Asarambal, que dicen que alcanzó tal nivel de pureza y sabiduría que se convirtió en un olivo plateado, blanco como las intenciones primeras de los que empiezan a amar.

El nombre de los olivos, por lo tanto. Comprendamos que aquí no tendríamos tiempo suficiente para conocer la plenitud de las historias que contienen cada uno de esos secretos nombres de los olivos, ni siquiera aunque juntásemos todas las vidas de todos los humanos ahora presentes sobre la faz de la Tierra.

Por eso, he de elegir. Y escojo, de entre todos estos seres mitológicos, porque los olivos quizá sean hermanos de las sirenas y de los centauros, a Alfarel. En medio de uno de los campos de Andújar vive Alfarel. En la lengua secreta de los olivos, este nombre significa «el de la sombra fecunda».

Vive Alfarel en esta explanada de Jaén desde finales del siglo XIX. Es un niño, por lo tanto, porque los olivos crecen lentos, seguros de lo generosa que es su porción de tiempo en esta vida. Hundió sus raíces sobre una tierra que había conocido mucho pasado, y a medida que penetró Alfarel en el suelo, aprendió las lecciones de la historia que queda impregnada en el mundo. Las piedras y los vientos le contaron que allí mismo se habían batido en una jornada de calor los españoles y los franceses, en una batalla en la que las tropas napoleónicas conocieron la derrota por vez primera. Las estaciones le fueron revelando las identidades que ya habían sido borradas por el olvido de los humanos, que tan sólo cuentan con el papel como aliado frente a la desmemoria.

Dio Alfarel sus primeros frutos a los siete años. Y a los catorce, comenzó a merecer la consideración de las aves y de ciertos seres nocturnos, que son los que más estiman la quietud y la paciencia.

Alfarel se incorporó a la tradición del verdor. Inauguró sus propias aportaciones al verde de la hoja del olivo y al denso olor del aceite. El aceite, no lo olvidéis, ha servido para ungir reyes y para criar a los niños de los pueblos de las casas encaladas.

Pasaba ya el tren cruzando estos paisajes cuando Alfarel se echó a la vida. Bajo sus ramas primeras, de una sombra que apenas supuso un ensayo de lo que luego alcanzó a ser, un joven vio pasar cierta tarde la máquina de hierro, el ferrocarril, y tuvo una feliz idea: dentro de aquel armatoste caminaba su futuro. Y así lo hizo, guiado por el valor y la necesidad. Desertó de los olivares, del campo, de todo lo suyo, y se marchó en busca de una fortuna que pensó que aquí jamás le alcanzaría.

Atrás dejó a sus compañeros, a sus paisanos y a muchos de sus familiares. Y los que se quedaron conocieron el hambre, y la fatiga, y el trabajo infatigable. Como también conocieron las ilusiones, las risas y los deseos.

Alfarel aprendía de todos ellos, conquistando el aire, ofreciendo cada año una porción mayor de sombra, de sombra fecunda, de ahí su nombre, como os dije. Porque todos los que descansaban bajo sus ramas desarrollaban ideas, como surgidas del aire. La inspiración de Alfarel se fue traspasando a sus frutos, y de esas aceitunas pasó al aceite. Cuántas gotas de inspirados pensamientos se diseminaron por las geografías.

Algunos amores primeros tuvieron lugar bajo su influjo. Aquella moza que se había enamorado del jornalero que acabó marchándose en el tren enmendó su destino encontrando la compañía definitiva de otro hombre. Lo sé bien, ya que yo he llegado a cultivar la amistad de muchos de sus bisnietos.

¿Queréis conocer el sabor de aquellos años? Ayunad un par de días, y después, al alba, cuando creáis que los colores no van a poder seguir emitiendo sus vestimentas por falta de fuerza, derramad un buen chorro de aceite sobre el pan caliente. Y masticad con agradecimiento, paladead despacio el secreto aceitoso del amanecer. A eso saben la juventud, y el pasado, y la esperanza.

Alfarel, vedlo orgulloso, erguido sobre los campos. El de la sombra que vio crecer el odio entre los humanos hasta que no cupo dentro de los corazones y se desbordó. Fue testigo el olivo de aquellos años, de aquella matanza, de aquella guerra entre hermanos, de aquella querella que no se resolvió sino que siguió latente, engendrando nuevas y afiladas inquinas.

Y luego, las décadas del miedo. Y luego, otra vez el hambre. La escasez incomprensible en medio de un olivar. Y luego, los que se tuvieron que marchar, emulando al primer fugitivo.

Alfarel, Alfarel, cada vez más sabio y más sorprendido por las pasiones humanas. Cada vez más aferrado a la tierra. Cada vez más extendidas sus raíces, sujetando un terreno regado con sangre, bendito con la lluvia, puesto a prueba por el sol y por el tiempo.

Un día vio llegar a un anciano, y como el olivo cuenta con una sabiduría milenaria y juzga según unos parámetros que nosotros no alcanzamos a comprender, reconoció de inmediato al que había sido un joven jornalero que se había marchado rumbo al norte. Volvía satisfecho de años, a morir en el suelo de su infancia. Alfarel percibió su temblor, su tranquilidad, su caminar silencioso, sus lágrimas cansadas. Y supo que todos los hombres se enfrentan a los mismos miedos. Y sintió pena pero también admiración por seres que, siendo tan frágiles y tan fugaces, buscan lo eterno. Y esa mezcla de pasiones la traspasó a sus aceitunas, que desde entonces procuraron hacer más ligera la existencia de quienes las degustaban.

¿Cuántos olivos hay en el mundo? Tantos como nubes pasajeras. Tantos como ocasiones fallidas. Tantos como deseos anidan en el corazón de los humanos. Y de entre todos ellos, yo he querido hoy daros cuenta de Alfarel, el de la sombra fecunda.

Dejadme que acabe aquí por esta vez y que os entregue un último secreto, un pensamiento inspirado y escrito al amparo de nuestro sabio amigo vegetal: tan sólo se encuentran consigo mismos aquellos que se pierden en el olivar.

 

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