066.- Faisán frito
1
—Aquí tenéis olivos hasta donde alcanza la vista. Yo vengo de una tierra donde los árboles no dan más que bellotas para engordar a los cerdos. Y, entre monte y monte, las pequeñas parcelas sólo daban centeno con el que se amasaba un pan negro y espeso. La gente se acostumbra pronto al pan blanco y esponjoso de los panaderos, pero no podemos negar la memoria.
—Claro que no, tiene usted razón.
—Con un chorrito de aceite por encima hubiera sido más fácil de pasar aquel pan, pero el aceite era allí un lujo, se guardaba para la lámpara del Santísimo. Echarlo por encima de las rebanadas nos hubiera parecido un pecado, nos conformábamos con arrimarlas un poco a la lumbre y después untarlas con tocino.
—Entiendo su aprensión, pero son otros tiempos.
—Sí, otros tiempos porque la gente ha perdido la fe. Pusieron la electricidad y ya no hacía falta aceite para la lámpara, se les echaba a las ensaladas. Eso es lo que ha pasado, lo que era sagrado la gente ahora se lo come.
—Bueno, que yo sepa, hasta los romanos aliñaban la comida con aceite.
—Porque eran paganos. Ahora todos han abandonado al Señor y el mundo acabará pasado por el fuego, como Sodoma. El aceite es sagrado, no se puede gastar para embadurnar los cuerpos. Bueno, sólo un poquito cuando el sacerdote impone los santos oleos.
—No sé, me parece exagerado. Si Jesucristo se metió en el huerto de los olivos a rezar es porque le tendría aprecio al aceite. No sé, se me ha ocurrido de repente.
—Si lo tomaba, cosa que no está confirmado en las Escrituras, sería con moderación, no estos derroches de ahora. ¿Sabe usted? Esto me recuerda el mito del Dorado que leí en un libro.
—Yo vi la película.
—No, las películas lo cambian todo, traicionan la verdad para agradar a la gente. Te lo voy a explicar. A principios del siglo XVI, un indio del territorio que hoy ocupa Colombia reveló a los españoles una de las ceremonias rituales del cacique Guatavita, que había de despertar la codicia de soldados y aventureros. Cubría el cuerpo desnudo con polvos de oro que se adhería a su piel mediante una tintura de trementina…
—A eso íbamos, señora, quítese el albornoz y túmbese. Ya me cuenta después lo de Gustavita.
—Un momento, que le cuente. El cacique, ante su pueblo, se embarcaba solo en la laguna de Guatavita, no Gustavita, que hay mucha diferencia. Al llegar al punto en que se cruzaban dos cuerdas tendidas perpendicularmente de orilla a orilla, se bañaba y arrojaba al agua, en honor de la divinidad, valiosas ofrendas consistentes en piezas de oro y esmeraldas. Igual homenaje rendían sus súbditos.
—Eso sí era derroche, no esto que usted dice, que es muy beneficioso para la piel.
—Era un derroche pero también eran paganos, como los otros de los tiempos antiguos. Y no puede llevar a nada bueno, esa leyenda del indio dorado fue divulgada por los conquistadores, se extendió por toda aquella región de América y alcanzó al Perú y al Río de la Plata. Y como la ambición es un saco sin fondo, no tardó en asimilar nuevos y fabulosos elementos que la desvirtuaron totalmente. El mito concluyó por no guardar relación alguna con el cacique dorado, y se llamó El Dorado a las regiones auríferas y diamantíferas de distintos lugares de América. En busca de El Dorado salieron muchas expediciones, hasta aquel sanguinario pirata, Sir Walter Raleigh, se dejó deslumbrar por la leyenda.
—Bueno, no sé dónde quiere usted llegar. Esto, de cualquier manera no es ningún derroche.
—Ya, pero…
—Nada de derroche como ese indio que tiraba oro al charco como si fueran piedras. Si fuera un gran derroche no estaría incluido en el viaje.
—Ah, no sabía. ¿No me va a costar nada, entonces?
—Está incluido en el viaje. Es más, es la esencia misma del viaje: “Salud y Oleoturismo”.
—No sabía. Es la primera vez que me apunto al viaje con el Club de los Sesenta. ¿Dónde dice que me tengo que tumbar?
2
—Buenas tardes, ¿le importa que me siente aquí?
—Por supuesto que no. Estas hermosas vistas es mejor compartirlas.
—Fíjese usted, olivos y olivos hasta donde alcanza la vista.
—Dicho así, pareciera que todos son iguales. Pero nada más lejos de la realidad, cada olivo es distinto. Son árboles con mucho carácter.
—Bueno, pasa como todo. A mí todas las ovejas me parecen iguales, pero le preguntas al pastor y hasta las llama por su nombre.
—Desde luego, pero el caso de los olivos es especialmente significativo. Ves una plantación de eucaliptos, o de pinos, y a mí todos me parecen iguales.
—Diga usted que sí. Y además lo útiles que son. Que si no fuera por los olivos tendríamos que freír los huevos con mantequilla, como los ingleses y se nos pondría cara de estreñidos como a ellos. El aceite, como viene de un fruto que recoge mucho sol, predispone para el buen humor. Por eso quieren todos venir al Mediterráneo, porque hay alegría.
—Pero se me está usted marchando del tema. A mí me interesan mucho los motivos visuales, la belleza que entra por los ojos. Son muchas las propiedades del aceite, nadie lo pone en duda, pero lo que yo le decía es que cada olivo es distinto. En Portugal hubo un rey que no quería que cortaran los árboles y decidió multar al que…
—Pues yo he estado en Portugal y todo son árboles, montañas y árboles. Aunque cortaran alguno…
— ¿Dónde estuvo, concretamente?
—En Vila Praia de Ancora.
— ¿Y en qué parte cae?
—Pues arriba del todo, pegando con Galicia.
—Ya, eso lo explica.
— ¿Explica qué?
—Que sólo viera montañas y árboles. También vería mar, digo yo. Todos los portugueses tienen el mar a tiro de piedra.
—Sí, mar también tienen. Pero muy frío, mire usted. Metías el dedo gordo del pie y se te ponía carne de gallina. Los del viaje, ninguno nos bañamos. Algunos sí entraban al agua, de los de allí. Supongo que estarían hechos al frío.
—Sí, uno se acostumbra a todo. Pero yo le estaba hablando del rey portugués que no quería que cortaran árboles. Si usted hubiera ido más al sur, quizá se hubiera dado cuenta de que no todo Portugal está ocupado por montañas y árboles. El caso es que el rey aquel le ponía al que cortara un árbol 3 sueldos de multa y al que talara un olivo le cobraba 5.
—Y eso, en euros, ¿cuánto viene siendo?
— ¿Y eso qué más da? Lo que yo quería que entendiera es que un olivo no es cualquier árbol, que tiene más categoría.
—Eso es que al rey ese no le gustaba freír los huevos con mantequilla.
—Bueno, era un rey, no me lo imagino yo friendo huevos.
—El rey es el que manda, así que puede hacer lo que le venga en gana.
—Eso es cierto, lo digo por los inconvenientes. Como le salpicara la grasa esas capas de armiño y esas túnicas de seda con brocados e hilo de oro y todas esas zarandajas, luego saldrían mal las manchas.
—Claro, visto así, mejor que los huevos se los fría la cocinera.
—Claro, a eso me refería. Y quien dice huevos dice bacalao o faisán.
— ¿Faisán frito, dice usted? Eso sólo se le ocurriría a un norteamericano, que allí no tienen cultura gastronómica; los faisanes hay que hacerlos al horno, con relleno.
—Si usted lo dice.
—Claro que yo lo digo. ¿Cómo puede pensar en freír un faisán? ¿Es que con esto de que todo el mundo se ha metido en la cocina se permite cualquier sacrilegio?
—Eso no es malo, de suyo. A veces viene bien que las cosas evolucionen.
—En eso también tiene usted razón. Cuando yo era niña, en aquellas tierras en las que me crie, el aceite sólo se utilizaba para la lamparilla de Santísimo. Eran aquellos tiempos de miedo y miseria, no sé si usted también los conoció, aunque cada uno cuenta la feria según le ha ido. El caso es que poco a poco las cosas fueron mejorando y el aceite estaba al alcance de cualquiera.
—Afortunadamente algunas cosas han mejorado.
—Sin ninguna duda. Pero de lo que ahora quería hablarle es de otra cosa, no de que el aceite esté al alcance de cualquier mesa. Viene a cuento de eso que me decía que las cosas evolucionan. Esta mañana, sin ir más lejos, un chico muy amable me ha dado un masaje con aceite de oliva. Me ha embadurnado bien y me ha dejado la piel suave como la de un niño. Bueno, las arrugas ya no hay quien las quite, pero la piel ha quedado sedosa. No le invito a que lo compruebe con sus propias manos porque aún no hay confianza entre nosotros.
—Por supuesto señora, no hace falta que lo compruebe con mis propias manos, no tengo motivo para dudar de sus palabras.
3
— ¿Ha visto usted al señor ese que acaba de irse?
— ¿El del pelo blanco?
—Bueno, aquí, pelo blanco tienen todos. Los que aún tienen, claro. El de la camisa rosa; que hay que tener valor para ponerse una camisa rosa a su edad.
—Es que es artista.
—Ya, así vamos en este país. A los artistas se le consiente todo. ¿Y está casado?
—Huy, ya veo por dónde va. Usted quiere echarle el anzuelo.
—No diga tonterías. Pregunto que si tiene mujer, porque siendo artista y llevando una camisa rosa seguro que es de los de la cáscara amarga.
— ¿Qué es eso de la cáscara amarga?
—Pues de la otra acera, invertido… que no le gustan las mujeres, vamos.
— ¡Qué antiguo es todo eso! Ahora la gente se lo toma con naturalidad, pero si lo dice por Daniel…
— ¿Se llama Daniel?
—La veo muy interesada. Y ya que estamos, no es homosexual, que parece que le cuesta decir la palabra. Está divorciado. Por tercera vez. Así que puede seguir con la caña preparada.
—Quite usted, no tengo ya interés en esas cosas. Le hablaba de él porque ayer estuvimos hablando en la terraza un poco de todo. Acabamos hablando de cocina y no se puede imaginar qué ocurrencia tuvo.
—Tiene razón, no me lo puedo imaginar.
—Pues fíjese que quería freír el faisán. Eso no se le ocurre ni al que asó la manteca. Si a mí se me ocurre nada más que insinuarle al señor marqués que iba a freír el faisán me corre a gorrazos.
—Eso sí tendría gracia.
—A ver, ¿qué tendría gracia?
—Pues ver al marqués ese corriendo detrás de usted y atizándole con la gorra.
—Oiga, no comprendo cómo se atreve a insinuar tal cosa. El marqués era muy buena persona y no corría detrás de nadie. Me parece de mal gusto decir que corría sabiendo que tenía una pierna más costa que la otra.
—Perdone, pero fue usted la que habló de que la corrían a gorrazos.
—Es una forma de hablar. Y como veo que no nos entendemos, mejor me doy un paseíto.
4
—Daniel, buenas tardes.
—Hola, Rosa.
—Siempre te veo mirando los olivos.
—Me fascina este paisaje. Es como contemplar una multitud: parece que miras una masa informe, pero en realidad son miles de individuos con su propia personalidad.
— ¿Los olivos tienen personalidad, Daniel?
—De alguna manera.
—Tienes ideas descabelladas. No me extraña que a la nueva le hayas propuesto una receta de faisán frito.
—Aparte de las películas, sólo he visto un faisán. Y a ti puedo confesártelo: nos lo comimos frito y estaba riquísimo. Vivía con mi mujer en una casita…
— ¿Con cuál?
—Con la segunda. Era muy dada a aquellos mensajes de paz, amor y flores. Vivíamos en una casita de las afueras con un huerto. Yo no vendía un miserable cuadro, así que comíamos y fumábamos de lo que se daba en el huerto. Ella era absolutamente creyente, no en un dios concreto, sino en que la naturaleza proveería. Así que teníamos muchas zanahorias y berzas y verduras en general, pero una carencia absoluta de proteínas animales. Yo me quejaba continuamente, que la falta de alimento me impedía rendir en mi trabajo. Un día aterrizó un faisán en el huerto, ella lo arrinconó contra la tapia y consiguió cazarlo. Me lo trajo agarrado del cuello y me dijo: “Ves, aquí te mandan los dioses tus dichosas proteínas”. Así que, como no teníamos horno ni paciencia, lo desplumamos y lo echamos a la sartén. Estaba riquísimo. Después supimos que el faisán se había escapado de una granja cercana, pero ya no había remedio.
—Eso no se lo cuentes a la nueva, que se codeaba con la aristocracia.
—Si dice que se crio en la miseria.
—Pero al parecer trabajó para un marqués cojo que comía faisán.
—Siempre hubo clases.
5
—Hola chico, ¿qué tal?
—Bien, señora.
—Quería decirte que el masaje ese de ayer, con aceite de oliva, me dejó en la gloria. Si alguno de tus jefes me pregunta, ten por seguro que le daré buenos informes.
—Muchas gracias, señora. Me alegra que se valore mi trabajo.
—Siempre hay gente que se esmera en hacer bien las cosas. No como ese artista que anda por ahí diciendo que hay que freír el faisán. ¿A ti cómo te gusta el faisán?
—Yo el faisán sólo lo he visto en las películas.
—Pero no verías que lo freían.
—Pues no lo sé, ni me acuerdo.
—Vaya, la juventud no pone interés en nada. ¿Tú que comes, entonces?
—Pues de todo, señora; mi madre es una gran cocinera.
—Y tú, ¿no cocinas? Alguna vez te tendrás que ir de casa.
—Ya cocino alguna cosita, señora, espaguetis, fabada de lata, filetes fritos, ensalada…
—Ya, no me extraña que el faisán sólo lo hayas visto en las películas. Por lo menos esto del masaje lo haces estupendamente. Anda, prepara la camilla que me voy a tumbar.
—Debo advertirle, señora, que el primer masaje está incluido en el viaje, pero los demás se los tenemos que cobrar.
—Vaya por Dios, nos ponéis el caramelo en la boca y luego nos lo quitáis.
—Tenga en cuenta que no es un derroche, sino una inversión en salud.
—Ya, pero como me crie en tiempos de miseria… En fin, no puedo; me duele gastar mi pensión en estos lujos. ¿Puedo sentarme aquí a mirar este paisaje?
—Sin problema, señora.
—Es que da gusto contemplar todos esos olivos, llegan hasta donde alcanza la vista y más allá. No sé si te lo he contado, pero en mi tierra sólo había árboles que dan bellotas para engordar los cerdos.