075.- Y qué suerte que Jaén esté lleno de Finas…
Era muy temprano, por una ventana de madera astillada entraba aún incipiente la luz de la luna, el frío llevaba taladrando los huesos de Fina toda la noche, los nublos acechaban para arruinar su día de trabajo, pero ella comenzó a ajustarse las alpargatas de esparto. Cogió un trocito de pan y media porción de una latilla situada en el único estante que formaba la despensa, se aseguró que sus cuatro hermanos pudieran desayunar algo ese día, dejó las habichuelas en el fuego y comenzó su larga caminata hasta el ‘Llano las Casas’.
Fina iba recogiendo a sus compañeros por el camino. En el fondo, la hora de charla hasta llegar al mar de olivos era lo que hacía que el frío del asfalto a través de las suelas desgastadas se hiciera más llevadero, y que un día tras otro trabajando a destajo se convirtiera en una rutina entretenida con compañeros; más que en el martirio continuo que llevaba marcando su vida desde que comenzó a ir al campo con 11 años, donde simplemente recogía el fruto del suelo mientras su madre permanecía vareando.
Hoy, como cada día desde el nacimiento de Pepe, llevaban compañía al tajo de olivas. Juana llevaba a Pepe metido en una espuerta, al llegar al campo lo ataba a una rama robusta de la oliva, así lo aislaba del frío del suelo, lo exponía a unos poquitos rayos de sol y podía amamantarlo cuando le tocara o cuando su cuerpo produjera leche. Juana era amiga de Fina desde la infancia, se quedó embarazada con dieciséis años, cuidaba de sus siete hermanos porque su padre murió en la Guerra y su madre murió de una pulmonía mal curada. Nunca dijo el nombre del padre de su Pepe y era la mujer más leal que Fina conocía. Cada día, cuando los pocos que llevaban talega la sacaban, la compartían con el resto de compañeros, en esos instantes Juana siempre iba a por leña para llevarla a casa y calentar a sus hermanos y su hijo. Juana ansiaba un cuscurrón de pan, pero era incapaz de arrebatarle la más mínima miga a sus compañeros, por lo que el hecho de no ver las talegas, mientras cogía leña, sosegaba el rugido diario de sus tripas, aunque eso tuviera a veces la consecuencia de no poder amamantar a Pepe.
Fina llegó a casa cuando la luna volvía a pintar su sombra en el asfalto, agradecida de que el cielo se abrió, porque si hubiera comenzado a llover, le tocaría otra hora más de vuelta a casa, andando sobre charcos, con el esparto hincándose en la planta del pie y sin una peseta para llevar a su casa. Acelerando más que nadie de la cuadrilla abrió la puerta de su casa mientras sus hermanos la esperaban para que preparara la cena y su madre pudiera irse al horno. Con un hueso del muslo de pollo, que comieron hace dos días, Fina era capaz de preparar la sopa más sabrosa que sus hermanos podían comer, porque aun con cartillas de racionamiento, 200 gramos de azúcar cada quince días y el poco pan que su madre subía del horno, Fina tenía la destreza de resucitar a un muerto cada vez que se ponía frente a los fogones.
Ella era joven en los años de posguerra. 1945, el año del hambre, la pilló con apenas siete años y en su familia nadie murió de hambre. Sin embargo, tiene en su recuerdo la cara más amarga de los peores años vividos, que además marcaron su infancia. Fina vislumbraba casi a diario a Jacinto, el padre de su amigo Justo comerse las cáscaras de la naranja que el manijero echaba a la tierra mojada. Secaba las cáscaras de la patata con su amiga Julia para que el padre de esta se las fumara y borraba con migas de pan el sello de la cartilla de racionamiento de Juana para poner a Pepe otra vez en la cola.
En 1960 Fina ya tenía cinco hijos, tras muchas campañas de aceituna junto a su marido Juan pudieron comprarse una casilla al lado del campo y poco a poco, tras improvisar una floristería móvil, llevar el bar de la piscina de Torres, organizar verbenas y vender periódicos, sacaron a su familia adelante.
En la crisis del 2008 Fina acogió en su casa a dos de sus hijos, los cuales comenzaron a trabajar en la aceituna gracias al favor que su vecino y amigo Justo le hizo, crió a cuatro de sus nietos y vivió la muerte de su marido mientras contaba las piezas de fruta una a una para poder llegar al final de otro de los tantos oscuros túneles que la vida le había puesto por delante, a los cuales siempre encontraba el orificio de salida.
Tras ochenta y dos años de lucha, Fina ha vivido las consecuencias más desgarradoras de los años de posguerra, viendo como su familia y amigos morían de pura pobreza, sustentando su familia y ayudando a sustentar a la de sus amigos. Ha vivido la crisis del 2008 viendo como la pobreza y el desasosiego volvía a arraigarse en las casas de muchos de sus familiares y cómo comenzó a acechar la suya también. Y ahora, Fina ha vuelto a encontrarse con otra crisis, en este caso, sanitaria. La gran Pandemia del siglo XXI había llegado, el Covid-19 había llegado para adueñarse de su vida y poner a prueba una vez más la fortaleza de la jiennense.
Fina sabe mejor que nadie las consecuencias de una crisis, una guerra y muchos otros momentos devastadores los cuales ha vivido en su propio pellejo. Ella siempre ha sufrido más por la vida de los que la rodeaban que por la suya apropia, y ahora no iba a ser menos. Llamaba a diario a sus hijos y nietos que vivían en Madrid y Pamplona, no salía de casa desde el primer día de confinamiento, agradecía a sus vecinas que le llevaban la compra cocinándoles guisos exquisitos y aplaudía a diario a las ocho de la tarde. Mientras sus palmas se rozaban con furor compartiendo este sentimiento de agradecimiento con sus vecinos, sus ojos se llenaban de lágrimas, se acordaba de su niña Lola que estaba en primera línea de batalla haciendo lo que mejor sabía, cuidar de enfermos.
Este era otro de los túneles oscuros que la vida le había dado para intentar encontrar el orificio de salida. Sin embargo, para ella, que había dado de comer a cinco hijos y cuatro hermanos con un solo hueso de pollo; que había sido jornalera desde los once, que había hecho el tabaco más exquisito con piel de patata, que había conseguido duplicar los litros de leche con agua y que había logrado dar de comer a ocho personas con una paga de jubilada, estaba dispuesta a encontrar la salida de este nuevo túnel de manera incondicional. Porque los requisitos eran más fáciles que los de cualquier otro túnel ya vivido, porque por suerte tenía a toda su familia a salvo, y porque había sido una luchadora toda su vida y además, porque era una capacidad intrínseca de su personalidad el ganar batallas.
En esta batalla ella no iba a poder luchar, pero eso no le iba a quitar el mérito de ser una heroína más. Durante los dos meses de confinamiento, verdaderamente ha temido mucho por su vida, ha llorado y ha vuelto a su recuerdo muchos momentos vividos. Ha cogido las camisas de su marido recordando su primer beso bajo las luces de la verbena de ‘’Canario’’. Ha regado sus claveles recordando la ofrenda floral a la que asiste cada mes de mayo para ver procesionar al patrón de su pueblo. Ha llamado a sus nietas por videollamada conteniendo el nudo en la garganta, porque al colgar se desvanecía cual niña pequeña al no notar el olor de su piel mientras las achuchaba.
El tiempo pasa, pero los recuerdos dejan huella y sobre todo, aprendizajes. Parece que se está viendo la luz de nuevo al final del túnel, parece que la situación mejora, despacio pero mejora, la nueva normalidad está, valga la redundancia, normalizada. Hoy es el día, por fin, después de ochenta y cinco días, ni uno más, ni uno menos, sin ver a ninguno de sus hijos y nietos, hoy por fin va a verlos. Son las ocho de la mañana, Fina se levanta de la cama tras una noche de insomnio continuo llena de nervios, dolores y calor, la noche veraniega jiennense está marcada en su totalidad por calor.
Prepara la comida favorita de su Mari, hace cuerva, como mucha canela, como le gusta a su Pedro, pone la mantelería que le regaló su Juani, prepara una ensalada colmada de aceite, para su Paco y no se olvida de su chica, su Loli, que hoy cumple años.
Se abre la puerta, le tiemblan las piernas, la cara de su nieta dibuja en su rostro la primera lágrima, su corazón se acelera, la alegría le quita el dolor de huesos, la viveza que sus nietos le aportan la llenan de juventud y los sentimientos están a flor de piel. Fina se convierte en un manantial de lágrimas colmado por la alegría. El reencuentro ha llegado, y con él la esperanza de la prosperidad, de la mejoría, de la cercanía y el volver a ser, estar, e intentar permanecer.
Tras un mes de nueva normalidad, marcada rebrotes en distintas provincias españolas, con la valentía, respeto al virus que es debido y optimismo de millones de españoles para prosperar, suena el teléfono. Es su Paco, un calco de su marido, un trabajador nato, hostelero desde bien joven aun no siendo este el único trabajo que ha marcado su vida. Llanto al teléfono, voz ronca y recóndita, está desesperado.
Paco vive en Pamplona desde hace treinta años, allí conoció a su mujer y allí han nacido sus hijos. Paco y Luisa fundaron un restaurante que ha alimentado a su familia durante veinte años. La crisis del Covid ha originado que el sustento de la casa tenga que cerrar sus fogones y con ello, llevar a cuatro españoles más a la cola del paro (Luisa, Paco y dos compañeros más de trabajo que tenían contratados). La familia de Paco está incapacitada para llegar a final de mes y después de mucho pensarlo recurre al cobijo de su madre para subsistir.
Su madre y su provincia le abren las puertas de su casa, Paco vuelve a las calles que tanto correteó y que desgastaros sus suelas. Vuelve al olivar que lo alimentó y lo vio crecer. Es hora de limpiar la casa de sus abuelos para hospedarse allí durante todo el verano. Comienzan a trabajar gracias a las chapuzas que familiares y conocidos le van ofreciendo. A pesar del desgaste de los trabajadores jiennenses y de las tasas tan altas de paro en la provincia, la familia Juárez sobrevive gracias a Jaén y su gente.
Fina vuelve a tener a su familia cerca, vuelve a acoger bajo su regazo a sus seres queridos. Vuelve a ser pilar y subsidio de todos y cada uno de sus hijos.
La vida de Fina no es más que un modelo de vida de cualquier mujer jiennense que ha vivido todas las épocas más duras de su país, las cuales el olivar ha marcado y sigue marcando sus vidas. Ahora, sus hijos siguen viviendo del campo, el amargor de la aceituna pinta de forma unánime y completa el cuadro de sus vidas. Jaén y su olivar vuelve a ser el trozo de pan más exquisito tras una crisis que se ha llevado por delante muchas vidas y la economía de muchas familias sufrientes de todas las épocas oscuras de la historia de España…
Como dice la letra de Gardel, los jiennenses vuelven, con el alma aferrada, al dulce recuerdo de su infancia, pero llorando, otra vez…