078.- Vínculos perdidos
Como cada tarde subía Eusebio a su olivar. Hacía casi una década que una mala caída le impedía seguir cuidándolo como antes; «la envidia de toda la comarca», solía decir; y no era para menos. Prejubilado con cincuenta y ocho años, buena salud y conocimientos suficientes adquiridos en su infancia, este hombre pasó sus siguientes diez años entre olivos, en una finca de una hectárea que había heredado su mujer y que hasta entonces había permanecido yerma.
La faena fue ingente: adquirió un viejo tractor de segunda mano (posiblemente de cuarta mano) con el que labrar y eliminar el grueso de las hierbas; podó severamente los árboles, desmandados por años y años de olvido; instaló el riego por goteo, abonó la tierra… Todo ello sin prisa, pacientemente, sabiendo que un día su trabajo reportaría frutos.
Lo curioso (y él mismo se daba cuenta) es que de niño odiaba ir a coger olivas. Era de un pequeño pueblo en un valle y siempre coincidía la cosecha con las nieblas. Además, como no tenía fuerza para varear, los mayores le mandaban recoger las que habían caído al suelo. El resultado es que acababa con dolor de riñones y espalda, las rodillas empapadas, los pies llenos de barro y el frío metido en los huesos. Ahora en cambio, por uno de esos vericuetos que tiene la memoria, lo recordaba con cierto cariño: ¡qué almuerzos preparaban su madre y su abuela! Hasta las amargas quejas de su abuelo por tirar demasiada hoja cuando empezó a varear le parecían dichas con ternura; y verdaderamente, aquel hombre hosco y trabajador, sufría en lo más profundo de su corazón por los destrozos de su nieto.
Algo que también añoraba de esa época era la familia, o más bien el trabajo en equipo. No habían tenido hijos y su mujer no tenía interés alguno en las labores agrícolas. Se veía solo ante un campo más grande que ninguno de los que había conocido. Desde luego la tecnología avanzaba, pero ni sus enormes y asalvajados olivos ni su tractor permitían acoplar un paraguas; tampoco le gustaban en verdad. No se consideraba a sí mismo un agricultor; no necesitaba coger miles de kilos ni arrendar la finca. Era en el fondo un romántico; sabía que mucha gente se deprimía al jubilarse y que era importante mantenerse ocupado; y la idea de subir al olivar con su vara de avellano, unas mantas y unos sacos, y pasar la mañana como hacía de pequeño le atraía.
Fueron unos años muy felices para Eusebio. El cultivo de la vid se extendía rápidamente por la comarca merced a la Denominación de Origen y no le faltaron ofertas por el campo. Siempre se negaba, aun cuando el precio fuera muy superior al de mercado. Ver sus queridos olivos reducidos a la uniformidad impuesta a las viñas le parecía un crimen: hierros, alambres, todas las hileras exactamente iguales… eso no era un campo, ¡era una cárcel! Si hasta el riego por goteo le había parecido una concesión deshonrosa.
Cada año, él solo, recogía unos quinientos kilos de aceitunas. Si el año era bueno podían quedarse en los árboles tres mil o cuatro mil kilos más; y nunca fue el año tan malo como para no llegar a esa cifra. Lo cierto es que le dolía ver tantas olivas malmetidas (no así las del suelo; estas no las volvió a mirar nunca más) pero simplemente no daba para más. Incluso los quinientos kilos eran de sobra para él y su mujer y siempre acababa regalando aceite a las amistades o familiares cercanos. Tampoco faltaban cuadrillas que le pedían recogerlas a cambio de un porcentaje, obteniendo idéntica respuesta que los bodegueros. Cuanto más tiempo pasaba, más se sentía en casa en ese pedazo de tierra. No iba a dejar a extraños revoloteando por su propiedad.
De este modo, se fue forjando cierta fama entre sus vecinos: la rigidez de sus costumbres, sus negativas a acuerdos que eran a todas luces ventajosos para él, y una escasa vida social, hacían de él un hombre peculiar. Por todos era conocido su horario pues todos, en una u otra ocasión, se habían topado con su destartalado tractor ralentizando el tráfico: un trayecto de apenas un kilómetro que podía hacerse eterno.
Y lo que más asombró a sus paisanos, y que les confirmó su opinión sobre el carácter y las rarezas de Eusebio, fue que tras su grave accidente en el olivar no cambió un ápice su rutina.
Pudo tener dicho accidente consecuencias graves de no ser por el esmero con que había limpiado de piedras el terreno; y, seguramente, porque la humedad que tanto detestaba ablandó ligeramente la tierra.
Al heredar el campo, en la primera poda, había reducido considerablemente la altura de los olivos para facilitar la recogida. Aun así, dado que no daba abasto y que en verdad le gustaban grandes y altos, como los de su abuelo, había dejado unos cuantos sin tocar: «si vienen heladas, y vendrán, ya habrá tiempo de desmocharlos», se decía a sí mismo; además, pensaba que un árbol recio, con abundante rama, siempre resistiría mejor el frío. Sin embargo, no fue este el factor determinante sino una mala cosecha.
En efecto, ese año fue bastante malo; y junto con varios olivos sin fruto alguno también había muchos con muy pocos kilos. Para una persona sola resulta pesado mover las mantas de un árbol a otro, así que decidió centrarse en los que no había tocado, que si bien no estaban tampoco muy cargados, ahorraría tiempo y energías sin trasladarse. Disponía de una escalera para subirse hasta la cruz, pero una vez allí se acababan las ayudas. No se le escapaba que no era su abuelo sino su padre quien se subía a los árboles a varear las ramas más altas. ¡Y él era más viejo de lo que era su abuelo entonces! Así que sucedió lo inevitable: resbaló y se rompió la cadera y una costilla. Entre enormes esfuerzos y dolores se arrastró hasta la chaqueta donde llevaba el teléfono móvil para pedir ayuda.
Este suceso marcó el fin del Eusebio labriego; pero no del Eusebio olivarero. Ciertamente ya no volvió a labrar, ni a podar, ni a cosechar; no pasó mucho tiempo antes de que la naturaleza reclamase su espacio y su ritmo: las hierbas y los chupones crecieron, nuevas ramas sin orden ni sentido aparente también, los pájaros volvieron a anidar y la lluvia volvió a abrirse paso. «Es increíble cuán fácil es retroceder en los progresos que hace el hombre», solía pensar Eusebio. A decir verdad no había tristeza en sus pensamientos; más bien se trataba de genuina admiración y perplejidad.
Lo que hacía en el olivar desde el accidente nadie lo sabía. Le seguían viendo subir en su tractor, asunto ya de por sí chocante dadas las lesiones y su edad, y perderse en medio de las oliveras; más allá era un misterio.
De vuelta a la tarde en la que iniciábamos el relato, se hallaba nuestro protagonista sentado a la sombra del imponente olivo que le vio testar la dureza del suelo. Era agosto y con los troncos de unos viejos almendros muertos, y los restos de un antiguo poste de telefonía de madera, había construido un improvisado banco. El poste, tratado con algún barniz o sustancia química en los años de la posguerra, seguía emanando un aroma tóxico. No importaba. Su mujer había fallecido y él, con la movilidad seriamente reducida, esperaba reunirse pronto con ella.
Un asunto le preocupaba más que ningún otro: qué hacer con el campo; a quién legarlo. Poco a poco se había ido apartando de todos, lo que en parte le hacía apreciar más los árboles. Tenía sobrinos por parte de su mujer, y algún primo lejano, que durante su convalecencia habían tenido la delicadeza de llamar e interesarse por su estado, pero ¿cómo saber qué planes tenían? No eran de confianza.
Empezaba a entender el tremendo enfado que sintió su abuelo cuando su hija decidió dejar el pueblo e instalarse con su marido e hijo en la ciudad. Abandonar así la casa, las tierras… De hecho murió al poco, sin duda por el disgusto.
Todo aquel patrimonio fue vendido a una de las casas solariegas del pueblo. Al principio aún subían por Todos los Santos a llevar flores a los abuelos, pero hacía ya más de treinta años que no había pisado el valle; ¿para qué, si ya no le quedaba nada? De pronto tuvo un repentino interés por las que fueron sus tierras: ¿estarían aún cultivadas? ¿Seguirían los olivos de su infancia igual de espléndidos, fuertes, robustos? Acarició con la dura mano encallecida el tronco del árbol como si esperase que se lo pudieran transmitir entre ellos; había tanto cariño depositado en aquellos olivos; generaciones enteras que trabajaron con ellos, junto a ellos y para ellos; tal vez en este en el que su mano descubría las arrugas que ambos compartían algún hombre había dejado lo mejor de su vida.
Mientras admiraba con profunda solemnidad la figura de un ser que trasciende el tiempo, una suave brisa movió sus ramas. Agosto llegaba a su fin y las pequeñas olivas se mecían amablemente.