MásQueCuentos

079.- Verde y plata

María del Pilar Martín Bouzas

 

Carmen y Macarena, las hembras más guapas de todo el cortijo, están enfrentadas por el amor de un hombre: Antonio.

Parece mentira que las hermanas nacieran el mismo día, del mismo vientre, pero ahí ya mostraron sus diferencias: cada una dormitó durante nueve meses en una bolsa distinta; juntas, pero separadas: mellizas, al fin y al cabo.

Carmen, dos minutos mayor que su hermana: alta, morena y con esos ojos verdes que semejan el color de los interminables campos de olivos. En contra tenemos a Macarena, morena y guapa también, pero por problemas que los médicos no aciertan a entender, sus piernas no quieren crecer al mismo ritmo que las de su hermana. Sus ojos, también verdes, encierran muy a menudo, la pena que tiene dentro. Es el blanco de las burlas de todos. Nadie quiere tener como amiga a una pequeña “Acebuchina”; como así se la conoce por la pedanía.

Son tiempos difíciles para la economía de la zona. Francisco, el cabeza de familia, repasa unas cuentas ajustadas que no salen. Las cosechas no han sido buenas; y el pillaje y los hurtos en fincas y cortijos están a la orden del día. Los problemas se multiplican en proporción desigual a lo que aumentan las cosechas. La almazara debe reformarse, pero los precios de las nuevas máquinas son tan elevados, que hay que seguir tirando de astucia y de ingenio para seguir adelante. Mira por la ventana. ¡Lo que daría por escuchar de nuevo, los sabios consejos de sus mayores…!

Ajena a todo esto vive Carmen; que pasea por los olivares, haciendo que trabaja. Los jornaleros, que ha contratado su padre, observan sin perder detalle a esa morenaza que se deja entrever entre línea y línea de olivos. Pocas mozas lucen con tanta elegancia una blusa de lunares, murmuran entre ellos. A nadie deja indiferente; incluso su padre se da cuenta de las miradas libidinosas del personal. Grita su nombre, con voz poderosa, desde el montículo más alejado:

— ¡Carmen, ven aquí! Tengo que hablar contigo.

Los jornaleros levantan la vista del suelo, dirigen sus ojos hacia la esbelta figura y no la pierden de vista hasta el final de la hilera…

— ¡Cuantas veces te he dicho que esa ropa no es adecuada para venir a la finca! ¡Pareces una buscona! Solo escucho comentarios por la cantina que pondrían colorado hasta al más blanco. ¡Podías aprender un poco de Macarena!

— ¿Qué quieres que aprenda de esa lisiada? ¿Acaso no crees que si tuviera mi cuerpo no haría lo mismo?

A Francisco se le nubló la vista. Apretó los puños. Clavó las uñas en sus manos e hizo un esfuerzo sobrehumano, por no abofetear a su hija.

Ésta, en lugar de echarse atrás en su alegato, cogió fuerza y añadió:

—No he nacido para pasarme la vida en este cochambroso lugar apartado de la civilización. Antonio está en lo cierto, eres un perdedor. Voy a reunirme con mi futuro marido. Nada me retiene aquí. Él me está esperando en la ciudad. Aquí os quedáis los tres, todo para vosotros.

Los ojos del padre se tiñeron de lágrimas. Ese Antonio no era de fiar. Le iba a traer problemas con toda seguridad.

Volvió apesadumbrado a casa. Emilia, su mujer, estaba llorando en la habitación. Macarena, de pie en el porche, le recibió con un halo de tristeza en su semblante.

—Padre, Carmen ya no está. Ha cogido todas sus cosas y se ha marchado hace un rato. Antonio la va a hacer desgraciada, ¡tienes que impedirlo!

— ¿Acaso crees que a ti te haría dichosa? ¿Piensas que no me he dado cuenta que también suspiras por él? ¡Qué os ha dado ese hombre, me gustaría saberlo! —Dice con voz entrecortada.

Macarena, muda por la confesión que le ha “escupido” su padre, no acierta a contestar. Solo baja la cabeza y mira al suelo. Sin hablar, ha admitido la verdad.

Emilia aparece en escena cargando contra Francisco:

—Deberías haber estado atento a todo lo que ha pasado. Nuestra familia se ha roto por un hombre que traerá la desdicha a nuestra hija. No te atrevas a permitirlo. Sal a buscarla y tráela a casa. Es tu obligación como padre y cabeza de familia. Parte ya y no te atrevas a venir, si no es con ella.

Macarena abraza a su madre, que se deshace de ella a la vez que murmura rabiosa:

—Y tú ya estás olvidando a ese hombre, o te pondrás a trabajar la tierra que nos da de comer como una jornalera más, sin ningún privilegio.

Carmen llegó al lugar de encuentro: el hotel más elegante de la ciudad. Subió a la habitación donde la esperaba su amor y llamó a la puerta. Una mujer rubia, con una inmensa melena, abrió una pequeña rendija y preguntó:

— ¿Es usted del servicio de habitaciones?

— ¡Que el champán esté bien frío! —Gritó desde dentro una voz varonil.

Carmen apartó a la muchacha y descubrió a un ebrio Antonio semidesnudo sobre la cama. Sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. Echó a correr escaleras abajo y chocó con su padre, que subía en su busca.

Francisco sumó dos y dos. La joven subió al coche en silencio. Cuando volvían para casa dijo:

—Padre: quiero que me lleves al convento de las Hermanas. Mi vida ha terminado aquí.

A pesar de los intentos de Francisco, no consiguió hacer que entrara en razón. Llamó a la puerta y una decidida Carmen se internó por los estrechos y austeros pasillos de la congregación.

La tristeza se instaló en casa y Macarena se obligó a reinventarse para no seguir la estela de su hermana. Aprendió, de la mano de su padre, todos los secretos del cuidado y cultivo de los olivos. Con el paso de los días descubrió cientos de cosas que podían hacerse con aceite; y comenzó a ponerlo en práctica.

Un día, cuando volvía del campo, reparó en un arbusto de hojas más cortas y delgadas, pero de un color verde intenso, que llamó su atención.

—Es un acebuche, —le dijo Manuel, uno de los jornaleros que trabajaba con ellos de sol a sol—. Tus ojos, por la mañana, son de ese mismo color.

Macarena sintió que enrojecía hasta la última fibra de su ser. El mote de “Acebuchina” había perseguido sus pasos desde que tenía uso de razón. Cientos de palabras acudieron atropelladas a su boca. ¿Quién era ese niñato que osaba ofenderle de esa forma?

— ¿Acaso no sabes que mi padre es el propietario de esta finca y que tengo poder suficiente para patear tu trasero, sin que nadie ponga en duda mi actitud?

Manuel, que nunca pensó en ofenderle, no supo qué contestar. De repente le vino a la cabeza el mote con que apodaban a la muchacha y se dio cuenta de su torpeza. Lejos de amilanarse, tomó aire, levantó su cabeza y la miró directamente a sus preciosos ojos.

—Perdone usted, señorita Macarena, no ha sido mi intención molestar. El arbusto que está admirando, no es ningún engendro de la naturaleza como usted es posible que crea. A mí, si me hubieran apodado “acebuchina” como a usted, estaría encantado.

— ¿Aún te atreves a seguir insistiendo en ello?

—Siento que malinterprete mis palabras, pero no cambiaría ni una coma de lo que he dicho hasta ahora.

—Creo que es hora de que recoja sus cosas y se vaya por donde ha venido. Hablaré con mi padre para que le pague las jornadas hasta hoy. No puedo tolerar este desplante hacia mi persona.

—Puesto que me ha despedido, deje que le diga lo que pienso. Desde que el acebuche viniera al mundo, cientos de injertos sobre este arbusto espinoso, han dado lugar a ejemplares magníficos de olivos. Con eso quiero decir, que usted tiene en sus manos el poder de moldear su cuerpo. No importa lo pequeño que uno sea. Fíjese en él. ¿Acaso observa que sus hojas estén sin vida? Al contrario, están muy verdes.

—Creo que he escuchado suficiente. Es usted un charlatán de cuidado —dijo una indignada Macarena.

—Le repito que cada uno tiene que admitir lo que le ha tocado en suerte y disfrutar con ello. Los pastores están orgullosos de encontrar estos maravillosos frutos, que proporciona el acebuche, para complementar la comida de sus animales. Mire el lindero de esa finca de ahí, está lleno de arbustos repletos de acebuchinas…

Mientras conversaban, o mejor dicho, cuando Macarena escuchaba hablar a Manuel, acortaron la distancia que les separaba de la entrada del cortijo. Francisco les salió al encuentro:

—Padre, Manuel se va. La vida aquí se le hace muy dura. No quiere estar más días con nosotros. Hay que pagarle hasta hoy.

— ¿Es eso cierto? Me apena mucho que te vayas. Eres un buen trabajador y pones empeño en lo que haces. ¿Has meditado bien tu decisión?

—No insista padre, necesita otros retos que acometer en su vida. No todo va de injertar arbustos espinosos… —dijo mirándole directamente a la cara mientras le sostenía la mirada.

Francisco se dio cuenta del juego de su hija. Hacía días que había sorprendido a Manuel mirando embobado a Macarena. A diferencia del botarate de Antonio, que un día ocupó su corazón, este muchacho no le disgustaba. Había algo en él que, si su hija pudiera comprenderle, sería su complemento perfecto. Debía solventar ese pequeño contratiempo.

—Está bien, pero no puedes marcharte en plena cosecha. Espera, por favor, a que termine la recogida de la aceituna y no tendré inconveniente en rescindir tu contrato de trabajo.

Manuel aceptó gustoso el trato. Miró a la mujer y ésta, si hubiera podido atravesarle con su mirada, lo hubiera hecho.

Entró en casa. Descubrió cuchicheando a sus padres y ambos se callaron cuando ella pasó por la cocina. Aquello no podía ser nada bueno.

Llamaron al timbre. El cartero traía una carta con el anagrama del convento en el que se encontraba su hermana. Habían pasado seis meses y parecía una eternidad.

Se reunieron los tres para leerla. Las noticias no eran nada halagüeñas. La abadesa comentaba la gran pena que albergaba Carmen desde su llegada. Lejos de mejorar, había empeorado. Estaba en los huesos y se resistía a probar bocado.

Sus padres fueron a buscarla. No hicieron ninguna celebración especial; no volvía de ningún viaje; sino de un retiro decidido por despecho. Subió a su cuarto.

Los días pasaban y Carmen parecía un fantasma. A pesar de que cuidaban su aspecto, lavando su pelo con jabones fabricados con aceite, una idea que poco a poco aumentaba las mermadas ganancias del cortijo, y suavizaban su cuerpo con lociones especiales cuyo ingrediente principal eran las olivas, la muchacha no mejoraba.

— ¡No hay medicinas que curen el alma! —suspiraba su madre.

Macarena sintió pena por ella. Insistió en que la acompañara a dar un paseo por el olivar. Estaba muy débil para andar y no creyó que fuera capaz de hacer todo el camino a pie. Cogieron los caballos.

Llegaron a la finca, los jornaleros elevaron la vista a su paso. Lejos quedaron aquellos días en los que levantaba pasiones cuando se contoneaba entre ellos con aquella blusa de lunares…

Martín, el capataz, salió a su encuentro:

— ¡Señoritas, qué bueno verlas juntas otra vez! Tengan ustedes un buen día.

—Gracias, contestaron ambas.

Macarena notó como Martín se quedaba mudo de asombro al observar a su hermana. Siempre supo que bebía los vientos por ella; aunque en silencio.

Escuchó un día la conversación que tenían sus padres. Mamá opinaba que le hubiera servido para sentar esa cabeza tan llena de pájaros que Carmen había tenido siempre.

Quizá no era tarde. Era un buen chico, honrado y trabajador. Una fugaz idea pasó por su mente y pensó que debía intentarlo. Necesitaría, sin embargo, un cómplice.

Sin saber por qué, Manuel apareció en su cabeza. En los últimos días había notado que los comentarios de ese muchacho, le habían rondado recurrentes. Intentó apartarlos, aunque sin éxito.

Acercarse a Martín no sería difícil, lo complicado iba a ser poner de su parte a Manuel, después de cómo se portó con él. No quería dar su brazo a torcer pero la tarea se le antojaba un tanto complicada.

Tragándose su orgullo, le salió al paso en el camino hacia el olivar. Manuel, aún vestido con ropa de trabajo, tenía un porte y unos ademanes muy elegantes. Nunca se había fijado en sus ojos, que oscuros como la noche, hacían un dúo perfecto con el resto de su tostado rostro. Era muy alto, seguro que más de diez centímetros que ella y muy fuerte. En conjunto puede decirse que era un guapo muchacho. En esas cavilaciones estaba, cuando él le dirigió la palabra:

—No creí que la “señorita acebuchina” se dignara pisar el mismo suelo que el trabajador al que pretendió despedir.

—Te lo habías merecido por impertinente —contestó Macarena sin pestañear—; aunque acto seguido se arrepintió de no haber podido controlar su lengua.

Mal vamos así, —se dijo—. Con el corazón latiendo fuerte por la proximidad de Manuel, comentó:

—Necesito tu ayuda. Déjame hablar sin interrumpirme, por favor. No te lo pediría si fuera para mí; pero se trata de mi hermana y Martín. Ya has visto el aspecto que tiene. Si sigue así, no creo que llegue a Navidad. Mis padres están muy preocupados. El capataz bebe los vientos por ella desde hace años. Solo debemos hacer que Carmen se dé cuenta de ello. Es cuestión de tiempo.

— ¿Acaso estás tan ciega que solo ves la paja en el ojo ajeno? ¿No te has dado cuenta de que yo siento lo mismo por ti?

Macarena enmudeció de repente. Ahora lo tenía claro. Había estado evitando esos pensamientos durante muchos días y, por fin, había sido él quien había dicho lo que resultaba evidente. Sin perder un ápice la compostura contestó:

—No estamos hablando de mí; sino de Carmen. Así que decídete si quieres ayudarme o se lo pido a cualquier otro —Dijo con un tono de voz que no evidenciaba mucho convencimiento. Su muro, sin duda, se estaba derribando.

Manuel sopesó la respuesta durante unos segundos que se hicieron eternos. Ambos muy juntos, sosteniéndose la mirada… Macarena tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por no perderse entre sus brazos, pero… ¡no había tiempo que perder!

—Está bien, te ayudaré. Pero cuando esto termine, seré yo el que se vaya de aquí para no volver nunca más.

Carmen siempre tuvo especial predilección por la música. Pasaba horas enteras tocando su flauta. Hacía mucho tiempo, que en casa no se escuchaban las notas de alguna canción.

Mientras tanto, Macarena había hablado con Martín. Al principio se sentía incómodo porque sus sentimientos fueran la comidilla de todo el cortijo; pero pronto dejó de ser la novedad y como pasa siempre, una noticia eclipsa a otra.

Martín conocía la debilidad de Carmen por la música. Se le ocurrió la brillante idea de fabricar con sus manos una flauta que fuera única. Para ello cogió una rama de acebuche; porque si era buena madera para mangos de azadas y otras herramientas del campo, también lo sería para ello. Durante días, ocupó todos los minutos libres en darle forma. Cuando la tuvo terminada, una capa de barniz obró el milagro. ¡Había quedado preciosa!

Macarena estuvo de acuerdo con Martín y Manuel en que era un objeto fabuloso. Ahora faltaba que Carmen lo admitiera como suyo.

Con la excusa de probar un nuevo postre que había hecho mamá, y con la complicidad de todos, Carmen salió al porche a merendar. Se notaban sus costillas y aunque sonrió de forma muy tímida, Martín notó que sus ojos se posaban en los suyos.

En un momento determinado, Macarena insistió en que Carmen tocara una canción con su flauta. Ésta en principio se negó, pero terminó accediendo a la petición.

Durante unos minutos fue feliz, pues su mente no pensó en otra cosa que no fuera la música. Martín aprovechó a poner sobre la mesa la flauta que había hecho con sus manos. La muchacha tembló de emoción. De sus ojos brotaron gruesos lagrimones. Miró con cariño al joven y dijo:

—No soy merecedora de este regalo. Siempre he sabido que yo te gustaba, pero mi amor se lo entregué a Antonio que dejó mi corazón destrozado. No creo que pueda volver a querer a nadie. Lo siento, no puedo aceptarlo.

—Déjame al menos que lo intente —contestó Martín—. Puedo ayudarte a olvidar a ese malnacido y recomponer las piezas que le faltan a ese corazón tan estropeado. Acepta mi regalo, por favor, puede ser un bonito comienzo ¿no crees?

Carmen esbozó una pequeña sonrisa. Se llevó la flauta a los labios y comenzó a tocar. Cerró los ojos y dejó volar su imaginación. Cuando terminó la canción, todos aplaudieron. Carmen miró hacia donde estaba Martín y comprendió que valía la pena intentarlo. Acercó su mano y la dejó apoyada de forma suave sobre la suya.

Lo más duro había pasado, hoy era el comienzo de una nueva aventura.

Manuel aprovechó el mágico momento para entrelazar su mano con la de Macarena por debajo de la mesa. Una descarga les recorrió a ambos por el cuerpo. No les hizo falta mirarse a la cara. Fueron conscientes de que su destino, también empezaba a escribirse.

Los padres de las chicas se abrazaron. Francisco dijo en un susurro a Emilia:

—Lo hemos logrado, mujer. Nuestras hijas al fin han tomado el camino correcto.

El aceite de la primera destilación, aguardaba paciente su turno en las botellas de cristal. Francisco sirvió un poco en las copas, alzó la suya hacia donde iluminaba el último rayo de sol y dijo:

—Brindo por mi esposa, mis hijas, mis futuros yernos y por todo el trabajo que nos espera para sacar adelante, todo este olivar teñido de verde y plata.

Entrechocaron sus copas y escucharon, en silencio, los primeros acordes de la canción que interpretó Carmen, con su maravillosa flauta de madera de acebuche.

 

Scroll Up