081.- El nazareno
Si mi madre ya me lo decía, que había nacido para rico y que no había remedio para mí. Lo digo porque desde siempre he hecho ascos a según qué cosas. No tengo estómago, que se le va a hacer. Y soy aprensivo. Bueno, el doctor lo llamaría hipocondría en grado extremo. Así que con la que nos ha caído encima, imagínense ustedes como estoy. He probado todos los remedios para no enfermar. Desde el aceite de ricino, hasta la lejía, pasando por el alcohol, por eso de que de lo que se come, se cría. Y es que como nadie se pone de acuerdo en si el virus se muere con un chorrito de lejía o le entran las mismas ganas de vomitar que a mí con el aceite de ricino, probé lo del alcohol por si al llevar una elevada graduación en las venas, se ahoga antes de contagiarme la enfermedad.
De momento me he librado pero lo que pasa de puertas afuera no es buena cosa. Están llegando los temporeros para la recolección de la oliva y tengo miedo. Alguno ha llegado con síntomas. Que si un poquito de fiebre, una tos, un dolor muscular. Y pies para que os quiero, yo he salido en polvorosa. Que miro a las olivas y hasta les hablo en latines por si me escuchan de mejor talante. Que el aceite hace falta pero tampoco hay que ensañarse con los pobres que vienen a hacer su trabajo. Que ellos simplemente echan el fruto al cesto. Que lo del aire ya es otro cantar porque ni cantan fandangos, ni se paran en dirección a la Meca para que Alá los salve. Con las caras tapadas ni Dios sabe quién hay debajo y dónde está el enemigo.
Yo, lo juro, hasta intento contener el aire y no respirar. Hasta ahora solo he llegado a contar veinte antes de volver a abrir la boca y permitirle a la nariz que inhale oxígeno. Desde luego que ni me acerco por la almazara, no vaya a ser cosa que el virus haya aprendido a trepar por las perneras y se me cuele por debajo del cuello de la camisa. A través de las cámaras de vídeo vigilancia observo los movimientos del personal. Van y vienen. Unos cumplen lo de la mascarilla a rajatabla. Otros se afanan con el jabón y restriegan las manos como si necesitaran sacarles brillo.
No sé porque me da por pensar eso de que el aceite sale mal, de que hace falta jabón anti—grasa, frotar y confiar en la Santísima Trinidad para que en la ropa se disimulen los lamparones. Pienso en el principio de Arquímedes. En las densidades. En cómo flota el agua sobre el aceite y en los experimentos científicos que aprendí en segundo de bachiller. Siempre él sobre ella. El aceite sobre el agua. ¿O era al revés? La verdad es que ya no me acuerdo.
No quiero morirme. Es lo único que tengo claro. Si nuestro cuerpo está formado por agua… Eureka — pienso. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
Mi esposa supervisa los preparativos. Yo no paro de dar órdenes. Que si la pila más grande. Que si debe ser aceite de oliva virgen. Que si, que ya sé lo que cuesta un litro. Que no, no me he vuelto loco.
—¿Puedes parar de una vez? —me dice. A ver si te crees que por sumergirte en aceite ya no vas a coger el coronavirus.
Quiero decirle que precisamente eso mismo es lo que estoy intentando. No enfermar. Poder tener algo de vida más allá del miedo.
¿Qué habría hecho Cleopatra? Pues a lo mejor lo mismo. Cambiar su leche de burra por aceite no solo para rejuvenecer sino para salvar el pellejo.
Al cabo de unas cuantas horas los obreros han asentado bien la bañera y han instalado asideros seguros.
—Si no te mata el coronavirus, morirás desnucado. Es imposible que, si intentas salir solo de ahí, no resbales. Y no esperes que esté yo aquí para ayudarte con esa majadería —sentenció molesta.
Y allí me dejó, confinado dentro de la tinaja de aceite, como si fuera un lomo en adobo que se saca en ocasiones especiales y con una ligera sensación de chantaje psicológico.
Ya lo he dicho, soy aprensivo. ¿Y qué? No puedo hacer nada por cambiarlo y el bicho ese me da miedo. Más que quedarme aquí dentro para siempre, puestos a elegir.
El primero que desfiló para verme de esa guisa fue el médico, naturalmente. Me tomó la temperatura. Dentro del aceite mantenía unos correctísimos treinta y seis con dos grados de la escala Celsius. Preguntó por los aspectos más relevantes. Y trató de convencerme de que nadie puede vivir dentro de una tinaja de aceite. Apeló a que o salía por las buenas o tendría que dar parte a psiquiatría, porque algo se me tenía que haber alterado para comportarme casi como un crío.
Después vino el farmacéutico. Había sido amigo mío desde el colegio.
—Miedo tenemos todos, pero salvo que quieras ser el habitante del planeta con la piel más suave, no tiene ningún sentido lo que estás haciendo.
—Y tú, ¿cómo lo sabes? —le pregunté, sobre todo porque ni siquiera la comunidad científica se ponía de acuerdo. Lo que hoy cantaba blanco, mañana negro y al siguiente amarillo.
—Tienes razón. No lo sé. Pero me parece que es igual de estúpido que beber lejía. Quizá algo más sano, pero no deja de ser una medida de lo más impopular.
Más tarde se paseó el señor notario, por si tenía a bien contarle mis últimas voluntades. Que lo estaba haciendo por todo el vecindario. Por si acaso la cosa no salía bien y quería dejarlo por escrito. A gusto le habría arreado con el zapato, de no haber estado en aceite, claro está. Obvié decirle que mis asuntos estaban atados y bien atados desde hacía tiempo.
Por eso de la Semana Santa, al cocinero solo le faltaba el hábito. Fue otro de los que desfiló por si había suerte. Miró la tinaja. Me miró. Y calculó así de golpe la cantidad de sardina que podría haber pasado por la sartén, pero se limitó a seguir las indicaciones para convencerme de que saliera de una vez.
—Una cosa es bañarse en aceite y otra vivir dentro de ella. A ver, dime, ¿Por qué en aceite y no en chocolate, por ejemplo?
La respuesta era obvia pero solo subí y bajé los hombros.
—¿Sabes que pareces una ensalada recién aliñada, lista para meterle el tenedor?
Consiguió hacerme reír.
Cuando vi aparecer al cura pensé en lo de la extremaunción. Sin embargo fue el único que parecía estar de acuerdo conmigo. Que el aceite de oliva era cosa buena. Que Dios seguro que estaba contentísimo si la oveja descarriada había vuelto al redil. Que desde los egipcios, pasando por los romanos y hasta los mismísimos templarios habían visto en el olivo su gran instinto de protección.
—Entre tú y yo, raro es, pero seguro que te salvas. Aguanta, que si funciona, serán otros los que te imiten.
—Así que no ha venido usted a confesarme.
—A confesarte que afuera está todo el mundo en ascuas. Quieren saber si estás en cuarentena o es verdad eso que dicen. Ya sabes, no hay partida de guiñote, pero funciona lo de balcón a balcón y lo del medio metro de distancia. Y quien quiere pregonar, pregona.
—Tengo miedo a morirme.
—Pues tu hora llegará cuando tenga que llegar. Y mucho me temo que al virus no le gusta nuestro aceite de oliva. Tampoco los rezos, por lo que se ve. Ahora en serio ¿Cuánto tiempo piensas aguantar el envite? Porque afuera hacen apuestas y no me gustaría perder los euros, que he dicho que sales de aquí en una semana.
—Si me ayuda usted a desaparecer, hecho —le digo.
Me habló de la leyenda. Un anciano había sido acogido durante una noche en un caserío andaluz y al ver el tronco de olivo en el jardín había dicho a los dueños que buen nazareno podía salir de ahí. Le dieron cobijo en una habitación para pasar la noche. Por la mañana se preocuparon al no escuchar ningún ruido, por si le había pasado algo. Cuando entraron en la habitación sólo había una talla de cuerpo entero, ninguna herramienta y el abuelo había desaparecido.
— Sabes el precio, ¿verdad?
Se refería a que no habría vuelta atrás. Nueva identidad. Miles de kilómetros de distancia. Ningún contacto con nadie. Una casa de acogida provisional.
—Siempre dicen que son ellas las víctimas —dije bajito. —Lo que no sé es cómo lo adivinó usted.
—Observando —respondió el cura. Te has acostumbrado al aceite así que dentro de ella tendrás que marchar. Viene un camión la semana que viene. Me encargaré de que te carguen. El resto, apelaremos al Santísimo y que cada cual crea lo que quiera.
—¿Y la Trini? —pregunté preocupado.
—No creo que te busque. Será bruja pero no idiota. Si saca tajada con lo del milagro, te dejará en paz. Pero dime una cosa: ¿a quién temes más, a tu mujer o al virus?
Me pareció una pregunta con trampa. De esas que cuesta lo suyo contestar. Seguía siendo hipocondríaco, pero la Trini… la Trini daba más miedo cuando se enfadaba, levantaba la zapatilla, el mango de la escoba y la vajilla que volaba por los aires.
—Ella es aún más imprevisible que el bicho —dije por fin. Se extiende como el aceite y no hay forma de limpiar.