MásQueCuentos

082.- La oliva de Frasquito

Jornalero

 

En la amplia explanada de la almazara hizo entrada un autobús que sin ninguna dificultad aparcó en una zona señalada para ello. El silencio habido en el lugar quedó alterado por el griterío de niños que iban descendiendo del vehículo a pesar de que uno de sus tutores con voces destempladas trataba de poner orden al alboroto. La intensidad de la algarabía fue disminuyendo a medida que dos gerentes de la entidad aceitera que esperaban a los visitantes fueron acercándose al grupo. Después de que estos saludaran a los dos profesores que acompañaban a los niños, uno de los representantes de la almazara se dirigió a los visitantes con unas palabras de bienvenida, mostrando en nombre de la cooperativa su agradecimiento por la visita y anunciando a los chavales que el día de hoy sería recordado por ellos durante toda su vida, pues les iban a dar a conocer no solo el proceso de la transformación de la aceituna en aceite y la cata de algunas variedades, sino la vida de la principal protagonista, la oliva, la productora del fruto. Asimismo, les iban a mostrar el esfuerzo y la manera de laborear el olivar por aquellos agricultores de antaño, y de cómo, poco a poco, la maquinaria y las nuevas tecnologías, han ido cambiando muchos de los trabajos que antes se realizaban por otros más modernos que hacen más productivas a las plantas.

Una vez dentro del recinto, en una amplia sala seguramente destinada para las reuniones de los socios, fueron invitados a sentarse. Las paredes de la estancia estaban adornadas con amplios murales de fotografías a todo color de paisajes de olivares que nacían desde el suelo hasta el techo haciendo creer al visitante el estar paseando por un olivar. En un lugar destacado aparecía solamente la foto de una oliva muy frondosa a la que todos desde el principio no dejaban de mirar. Al ver que el epicentro de todas las miradas incluidas las de sus profesores era la fotografía de aquella oliva, miradas que iban acompañadas de algunos murmullos, uno de los directivos tomó la palabra para manifestar lo siguiente:

–Me satisface enormemente que el poster de esta oliva haya ocupado vuestra atención desde el momento que habéis entrado. Esta foto que estáis viendo no es de una oliva cualquiera, es una oliva muy especial, tan especial que quiero que conozcáis su historia, pero yo no voy a ser, queridos niños, quien os la cuente, sino ella misma, porque esta oliva, aunque no os lo creáis, está llena de vida, tanto, que hasta habla.

Un murmullo de voces sorpresivas infantiles, casi apagadas estas, invadió la sala mientras que ambos profesores dibujaron en sus rostros una sonrisa.

El directivo, instantes después prosiguió:

–Esta oliva era, en el conjunto de todas las que componen un olivar de esta demarcación, la preferida de un hombre que vivió hace ciento cincuenta años aquí en este pueblo en el que os encontráis y al que se le conocía cariñosamente como Frasquito. Queridos niños… ¡Estad atentos!

El otro representante de la cooperativa que no llevaba la voz cantante apretó un botón de un aparato que estaba situado en una mesa y al momento todas las luces se apagaron permaneciendo solo dos focos iluminando el poster de la majestuosa oliva mientras que una música envolvente inundó el recinto. Una voz de mujer muy armoniosa y agradable prestó su palabra a la planta centenaria después de que el volumen de la música fuera casi apenas perceptible.

La oliva comenzó su diálogo:

– ¡Hola! –dijo esta– ¿Queréis saber mi nombre? Mi nombre… Pero… ¿qué importa mi identidad? Sé que mi progenitor, aquél que me dio la vida hace más de ciento cincuenta años se llamaba Francisco, aunque todos en el pueblo lo conocían cariñosamente como Frasquito. En un hoyo realizado a base de azadón de un metro cúbico hizo mi cuna. Después, dos vástagos verdes con muchas yemas, escogidos de mis antepasados picuales fueron enterrados en aquel foso, y de ellos broté yo, con suerte en una tierra muy rica en nutrientes y apta para mi desarrollo. Durante mi niñez, recuerdo a Frasquito llevarme agua en los meses de estío para calmar mi sed, puesto que mis raíces aún no habían profundizado en la tierra para buscar el jugo necesario para mi sustento; sus caricias arañando la costra cuarteada días después del riego me hacían cosquillas mientras me arropaba con tierra mullida, así hasta que comencé a dar mis primeros frutos y hacerme mayor. Supe que había alcanzado mi mayoría de edad cuando dejaron de llamarme olivilla y empezaron a nombrarme oliva, lo mismo que a mis hermanas que viven a mi alrededor. Así que como oliva se me conoce, y he de decir que me gusta este término y no el de olivo, pues me tengo por una gran señora.

Son muchas cosechas las que tengo en mi haber, mis anillos de crecimiento que contabilizo en mi tronco y que no mostraré hasta el día de mi muerte, delatan que soy una oliva veterana, pero aunque las estadísticas me auguren muchas más cosechas, enfermedades que antes no se conocían, como la Verticilosis y la Xilella Fastidiosa, pueden acabar con mi vida vegetal en cualquier momento, motivo por el que quiero escribir en mi último anillo lo más importante de mi biografía para dejar constancia de lo vivido con el fin de que puedan servir estas mis vivencias a futuras generaciones.

Continuo con mi diálogo diciendo que me alegraba siempre ver a Frasquito por el olivar, aunque lo que más me molestaba era cuando después de la recogida de la cosecha, este, me cortaba el pelo, dado que tenía que decirles adiós a muchas de mis ramas, mis hijas; era cuando la afilada hacha de mi progenitor me dejaba semidesnuda de mucha de la espesura habida en mi follaje. Lloraba en el silencio de la noche sintiéndome desprotegida y desarropada, a veces hasta con tiritera, motivada mi tristeza por las incontables ramas cercenadas por la poda, hasta el punto que echaba de menos a la lechuza que acostumbraba a posarse en ellas, y que siempre cuando esto sucedía buscaba otro refugio. Pero aquél disgusto no era óbice para que entrara en desánimo, pues pensaba que en primavera debía de procurar esforzarme para generar nuevos y vigorosos vástagos que supliesen a los caducos amputados que arderían a pocos metros de mí, siempre temiendo que el viento cambiase y me chamuscara con sus llamas. Qué guapa me veía, pues aunque parezca ser arrogante y presuntuosa, yo era la oliva más frondosa del olivar, la oliva donde Frasquito ponía el hato siempre que venía a trabajar, y yo se lo agradecía procurando darle buena sombra durante sus descansos.

Me gustaba sentir los resoplidos de las bestias bajo mi copa en su bregar removiendo la tierra y enterrando con ello a las malas hierbas mientras que el arado dibujaba un sinfín de surcos sinuosos en besanas siempre diseñadas por Frasquito. El azadón de mi progenitor cavando mis pies alrededor de mi tronco completaba la primera vuelta de arado. Más tarde, durante el periodo de floración, volvía de nuevo la segunda vuelta a la que se le conocía como bina, con lo que con este trabajo se completaba el ciclo anual de roturar la tierra. Cuando con el azadón Frasquito me tapaba el surco que el arado dejaba en la parte baja de mi tronco, la tierra quedaba uniforme, sin hierbajos, pobre de terrones y casi aplanada, preparada para recibir las últimas lluvias primaverales y soportar los calores del verano. Recuerdo en ocasiones la frescura de la correhuela que emergía en el olivar después de la bina, pintando de campanitas blancas la tierra mientras que los arrullos de las tórtolas mezclado con el canto de cuco inundaban el olivar. Era precioso, y me siento orgullosa de que la cruz de mi tronco sirviera para que nidos construidos por tórtolas con los pelillos absorbentes de mis raíces, me distrajeran muchos años con la música de sus arrullos mientras duraba la incubación y la cría de los pichones.

A últimos del verano Frasquito nos agasajaba con serones repletos de estiércol transportados con las bestias hasta el olivar, estiércol que era esturreado bajo nuestras copas sirviendo de fertilizante que se transformaba en alimento muy vigorizante cuando el motor primaveral de la savia comenzaba a fluir por nuestros vasos leñosos. Por ese tiempo de verano cuando los días eran ya más cortos Frasquito me cortaba las varetas de mi tronco, varetas que me servían de alguna manera para protegerme del tórrido sol de la canícula del verano, y que una vez despojada de ellas llegaba a refrescarme ya que dejaba de alimentar a estas ramas parásitas que ya no me valían. Después, con las primeras lluvias otoñales, cuando el zorzal y el petirrojo venidos de lejos llegaban a mecerse en mis ramas y el canto de la perdiz retumbaba en las cañadas, Frasquito con un rastrillo allanaba el terreno a toda la circunferencia de mi copa para que cuando madurasen las aceitunas y algunas cayesen al suelo, lo hicieran en tierra planchada, despojada de hojarasca y guijarros para facilitar su recogida.

Frías mañanas invernales aquellas en tiempo de recolección cuando algunas veces la escarcha pintaba de blanco todas mis hojas e incluso la tierra parecía estar nevada, entonces, el olivar era visitado por más gente. Mujeres y niños sin importarles el frio, recogían las aceitunas maduras caídas en el suelo mientras que los hombres golpeaban mis ramas para que yo soltara los frutos que aún colgaban y que a consecuencia de los golpes mansamente caían en una lona. Debo de ser sincera, me lastimaban aquellos porrazos para desprenderme de las aceitunas, pues eso entrañaba a que muchos de mis tallos cayeran mutilados revueltos entre tantas aceitunas, pero lo tenía asumido, así pues, eran daños colaterales que conllevaba la recolección. Con el transporte de las aceitunas envasadas en capachos de esparto a la almazara a lomos de animales para transformarse en aceite, se terminaba el trabajo de todo un año.

Después de más de cuarenta cosechas Frasquito, mi progenitor, dejó de visitarme y eso me entristeció, pero afortunadamente le sucedió su hijo, aquél que desde niño le acompañaba y al que educó la manera tan profesional y cariñosa de tratarme, a mí, al igual que a mis hermanas, a pesar de que algunos años siempre motivados por fenómenos climáticos solíamos parir menos aceitunas.

Como dije al principio, han pasado ciento cincuenta cosechas y dado que mi ciclo vital es más duradero que el de los humanos, el hijo de Frasquito también dejó un día de visitarme. Hoy lo hace un bisnieto de aquél mi primer cuidador, que afortunadamente me sigue cuidando muy bien, pero utilizando maquinaria y técnicas muy distintas a las empleadas por aquél que me dio la vida llamado Frasquito.

La situación actual del olivar es muy diferente. La transformación habida en la agricultura a lo largo de los años, de todo ello, el balance que puedo hacer es positivo, aunque con algunos matices que reseñaré. Este año, el último de mi vida vegetal cuelga en mis ramas una cosecha importante. Las lluvias otoñales muy tempranas cambiaron pronto el paisaje del olivar. El color parduzco del liquen seco bajo la superficie de mi copa en el verano se fue transformando poco a poco debido a la humedad a su natural color verde sucio característico que me ayuda a proteger la cubierta vegetal del suelo. El invierno también ha sido muy lluvioso por lo que atesoré el jugo necesario para una primavera prometedora y cómo no, para el caluroso verano.

Todo fue cambiando poco a poco a lo largo del tiempo. La afilada hacha para la poda fue sustituida hace muchos años por la ruidosa motosierra, y las ramas de la poda son ahora trituradas o mejor dicho picadas por maquinaria especial para este fin, quedándose en el suelo el serrín y demás residuos como materia orgánica protegiendo con ello la erosión y la humedad del terreno. La yunta de Frasquito dejó de arar el olivar, y también el tractor que durante muchos años sustituyó a los animales. Se acabó el arar y el remover la tierra cavando los pies de los olivos, y he de señalar que con esta medida la tierra guarda más la humedad para mi sustento, y sobre todo está ayudando mucho a paralizar la erosión. Echo de menos el estiércol, aunque todos los años distribuyen bajo mi copa abono granulado, pero no es nada comparable con el sabor y la riqueza en nutrientes de aquellas putrefactas boñigas. El herbicida, un producto que nunca utilizó mi primer progenitor, lo utilizan mis cuidadores solo en el ruedo de cada una de las olivas que formamos mi familia, no así en las calles en las que dejan crecer la hierba hasta que llegado un momento la desbrozadora da buena cuenta de ella quedando los despojos como abono, otra manera esta de ayudar al abonado y a la paralización de la erosión. La recolección con vibradoras y maquinarias más sofisticadas para derribar el fruto han contribuido a un menor sacrificio de tallos, puesto que las piquetas solo la utilizan para apurar algunas aceitunas que se niegan a caer en mallas enormes que cubren además de los ruedos, las calles. La recolección ahora empieza en fechas más adelantadas que muchos años atrás, consiguiendo con ello una mayor calidad del aceite obtenido.

He de decir que desde siempre he sido y sigo siendo muy observadora y me entristezco con los comentarios tan preocupantes que oigo últimamente de mis cuidadores, quienes auguran el final del olivar tradicional motivado por el bajo precio del aceite, puesto que no pueden competir con el del cultivo intensivo agravado asimismo por políticas impuestas por la Comunidad Europea en las que se deja importar aceite de otros países cuando aquí somos excedentarios, además de que desde tiempos de Frasquito la agricultura ha sido siempre, y continúa siendo, la cenicienta de España, todo ello hace que yo me encuentre muy angustiada, hasta el punto que temo que mis cuidadores me abandonen.

Malos tiempos para nosotras las olivas y para los agricultores que nos cuidan, Yo espero que cuando nuevamente nos veamos, la situación haya cambiado, y el menosprecio hacía la riqueza obtenida de nuestro fruto, el aceite, se vea valorado, ensalzado, y honrado para que siga estando presente en todas las mesas.

Nada más queridos amigos, se despide de ustedes esta humilde oliva con el sabor agridulce del futuro tan incierto que se nos ofrece, para las olivas, y la gente que vive del olivar tradicional.

Adiós. Os abrazo a todos con mis ramas.

Después de que la oliva hablara, la persona que le prestó la voz continuó:

–Como han podido escuchar, esta oliva no es una oliva cualquiera. La oliva de Frasquito vive; a ella, sus hermanas en asamblea recientemente la han elegido líder para que fuera ella su representante, la voz de todas las olivas, por lo que ahora en el silencio de la noche se le ha escuchado decir:

–Amigas, ante la situación tan grave que estamos atravesando, yo alzo mi voz para que desde mi olivar me oigáis no solo vosotras, las olivas de mi comarca, sino en general todas aquellas de nuestra Andalucía.

Quiero que os mostréis orgullosas y arrogantes, bizarras y altaneras, nunca serviles ni desvalidas. Que no os vean desfallecer; tan solo, cuando los grillos os acunen por la noche, entonces, contar a la luna vuestra desgracia, que ella alumbrará vuestras sombras con su farol amarillo, pero hablarle con mucho sigilo cuando el aire se halla callado.

Olivas de Jaén, árboles centenarios, cuántas ramas de la paz han enarbolado en vuestro nombre quienes no os regaron con su sudor. Sí, mostraros orgullosas, arrogantes, bizarras, y altaneras para que nos os traten como a viejas madames, como aquellas que viven en las ciudades en barrios miserables, donde las gatas en los tejados pregonan por las noches su encendido celo. Lástima de olivas de mi Andalucía con sus troncos plagados de cicatrices y hendeduras acumuladas por cada uno de sus centenares partos. Pobres olivas, siempre embaucadas por cortesanos y celestinas, pero nunca traicionadas por aquellos que se esfuerzan por alimentarnos día a día con su sudor logrando mantenernos frescas y lozanas para que cada primavera quedemos preñadas de frutos.

La música dulce y relajante que desde el principio acompañó a los diálogos fue la que aumentando sus decibelios, puso fin a esta fábula.

A continuación, hubo unos momentos de silencio, después, casi al instante, una sonora ovación colectiva retumbó en la sala acompañada por algún que otro ¡bravo! Al poco, los dos gerentes de la cooperativa aceitera estuvieron mostrando a los chavales todo el proceso que va desde la recepción de la aceituna en la almazara hasta su transformación en aceite a partir del verde obtenido con la primera prensada, el virgen extra, el virgen y el lampante, todo ello mostrándoles la maquinaria moderna que se utiliza para lograr este producto primordial en la tan valorada dieta mediterránea. Quedaron sorprendidos al saber que de los residuos de la aceituna se obtienen combustibles de biomasa, así como cosméticos elaborados con aceite de oliva que estaban expuestos en la exposición de la cooperativa aceitera.

Aquellos chavales se despidieron después de degustar un “panaceite” que les supo a gloria. A uno de ellos le preguntó uno de los gerentes que si se llevaba un buen recuerdo de allí. Su respuesta fue rápida:

–Siempre recordaré a la oliva de Frasquito.

Este que escribe, autor de esta fábula, me uno al manifiesto de esa oliva centenaria dedicándole estas palabras:

“Señora oliva poco cortejada en estos tiempos, yo, admirador tuyo, fiel degustador desde siempre de tu rica esencia, con todo el respeto que me mereces y con el permiso de tu esposo, el olivo, al tiempo que me despido de ti, déjame abrazar tu tronco, pues sé que al sentir mi calor envolverás con tus verdes ramas al jornalero que sigue cuidándote”.

 

Scroll Up