083.- La vida. Un cambio de perspectiva
Era una fría mañana de un 23 de diciembre de 1983, suena el teléfono fijo en casa de los García.
— ¿Sí, dígame?
— Buenos días, ¿es usted Francisca Rubio Sánchez?
— Sí señora.
— Le llamamos del Hospital Dr. Pesset y es para comunicarle que mañana ha de ingresar para ser intervenida quirúrgicamente.
— ¿Mañana?, pero ¡si es Noche Buena!
— Sí, sí, lo sabemos. Debe estar a las 8:00 de la mañana en admisión y no debe tomar nada a partir de las 12 de la noche del día de hoy.
Francisca iba por fin a salir de su letargo. Desde hacía dos años pasaba muchos días en la cama a causa de hemorragias producidas por un mioma. Su operación iba a modificar lo que en los meses de enero hacía todos los años con su marido.
El matrimonio residía junto a su hija en Valencia, pero procedían ambos de Castilla la Mancha. Socovos era el pueblo donde nació Francisca y donde iban a pasar las vacaciones todos los años, que tras el fallecimiento del padre de Francisca y el reparto de la herencia, las tierras que le tocaron por suerte pasaron a ser de su responsabilidad.
Antonio García, marido de Francisca, trabajador incansable, tras la noticia de la operación de su mujer, supo que ese enero sería distinto. ¿Quién le ayudaría a ese año a recoger la oliva de las tierras de su mujer? —se preguntaba. A estas alturas no había nadie en el pueblo que pudiera ayudarle. Quien no tenía sus propias tierras, ya estaba comprometido en recolectar para otros.
— Nena —le dijo el padre a su hija– este año te tocó a ti.
— Ni hablar, ella no puede ayudarte —dijo la madre.
— Claro que puedo, si desde que murió el abuelo he ido todos los años.
— ¡Todos! ¿Cuántos? Dos, y un ratito. Tú no sabes lo trabajoso que es, anda calla, calla.
A la madre no le faltaba razón, su hija tan solo tenía 15 años, delgadita, apenas llegaba a los 40 kg. de peso y de apetito escaso, se iba a enfrentar a su primer reto físico y mental más importe, la recogida de la oliva en tiempo record, dos días.
Francisca, sin aceptar la situación, era consciente que solo había dos opciones, dejar la oliva sin recoger, a lo que no estaba dispuesta o que su marido y su hija fueran a ver qué podían salvar.
La operación salió estupendamente, pero la recuperación sería lenta y tras pasar las navidades había que tomar la decisión de cuándo y cómo recoger la oliva.
Padre e hija estaban convencidos que querían intentarlo y el viernes 15 de enero, ya cayendo el sol, salieron dirección Socovos. Era un pueblecito pequeño de apenas 2.500 habitantes en el que residía su abuela y algunos tíos y primos por parte de la madre de Clara.
Francisca, resignada, se quedó a los cuidados de su madre, una anciana octogenaria que aún se desenvolvía bien en cocina y le serviría de compañía en la convalecencia de su hija.
— Madre, van a venir reventaos.
— Tu marido es muy cabezón.
— Ya ve usted en qué le va a poder ayudar su hija, ¿en poner y quitar las mantas del suelo?
— Bueno, también puede recoger las olivas del suelo.
— Madre mía, pero si ella no está acostumbrada y con lo poco que come. Esta viene mala seguro, ya verá usted.
Llegaron de noche, hacía mucho frío y ya comenzaba a helar, la casa sin habitar desde noviembre, era como entrar en un refrigerador. Cenaron un bocadillo que trajeron de casa y se dirigieron a acostarse.
Las habitaciones situadas en la segunda planta de la casa, las separaba un tabique sin puerta, lo que permitía que padre e hija pudieran hablar sin necesidad de chillar. Tras poner sábanas como pudieron, ya que los colchones eran de lana que había que bullir antes de acostarse, y mantas para pasar la noche, se metieron en la cama.
Clara era poco dormilona y muy friolera y cuando introdujo su cuerpecillo en esas gélidas sábanas sintió aún más frío, pareciera que dentro de la cama hubiese hielo y comenzó a tiritar.
— ¡Papa, aquí hace mucho frío!
— ¡Qué va! si se está divino. Duérmete que mañana madrugamos.
— ¿Que a qué hora nos tenemos que levantar?
— A las 8:00 porque hay que buscar las mantas para ponerlas en el suelo y desayunar. Yo iré a por el pan primero para llevarnos algo de comer.
— ¿Y qué vamos a comer?
— No sé, algo nos ha preparado tu abuela.
La noche se le hizo a Clara muy larga, y cada vez que era consciente que estaba despierta, se decía a sí misma, “Duérmete Clara, duérmete”.
A las 7:30 su padre se levantó y tal como dijo fue a por el pan y a por magdalenas recién hechas y unas pastas que le gustaban a su hija: “pelusas”, y cuando ya tenía todo preparado, la llamó:
— Vamos Clara, levanta, que vamos a llegar tarde.
— ¿A dónde? ¿Qué?, ¿has quedado con alguien?
— ¿Que ya se te ha olvidado?, con los Olivos.
El padre hizo ademán de destaparla cuando:
— ¡Noooo! Que hace frío. Dame la ropa que está ahí encima y me visto dentro de la cama.
— Madre mía, menuda ayudante me he traído. ¡Va, que ya está la leche caliente y he comprado magdalenas y pelusas!
El padre le tiró la ropa encima de la cama y se bajó. Clara era incapaz de moverse, hacía poco rato que había entrado en calor y parecía que el colchón había terminado por arroparla y la tuviera cogida por los lados.
— ¡Bajas ya, o me voy solo!
— No, no ¡ya bajo!
Como pudo, se vistió dentro de la cama, algo difícil porque tenía tantas mantas encima y pesaban tanto que apenas podía mover su frágil cuerpo.
Después de desayunar se digirieron hacía uno de los campos, aún se veía la escarcha en la tierra. Al llegar comenzaron a sacar las mantas, unos peines que había fabricado su padre para peinar el árbol y coger mejor la oliva, sacos para meter la oliva recogida, y capazos.
— ¡Madre mía, que frío papa!
— ¿Frío?, tú no sabes que lo que es pasar frío. Coge ese capazo y ponte a coger la oliva que veas en el suelo. Empieza por aquel árbol, yo cojo este otro árbol y cuando tengamos estos dos ponemos las mantas.
— Vale, voy.
Clara apenas sentía los dedos de los pies. Comenzó a coger oliva, pero no iba a ser fácil, había algo de hierba y entre ellas unas plantitas pequeñas que pinchaban solo con arrimar la mano.
— ¡Papa, me pincho con estas hierbas!
— Pues no las toques, —el padre se echó a reír. — Son ortigas, como las toques mucho se te van a hinchar las manos.
— Pues qué bien. Pero, si están todas las olivas debajo de estos hierbajos.
— Apártalas con el pie.
— Si, claro y chafo la oliva, menudo avance, así no vamos a acabar nunca.
— A ver si va a tener razón tu madre, que no te tenías que haber venido.
Clara calla y va sintiendo que esto no era una simple acción de ayuda, y que tendría que superar como fuera el frío, el cansancio y el aburrimiento que estaba empezando a sentir al no poder despegar los ojos de la tierra húmeda y llena de ortigas para poder ver y adivinar donde estaban las oliva.
Comenzó a intentar ver el lado positivo y atractivo de la recolección de la oliva, pero le resultaba difícil, pero cuando le venía su madre al pensamiento se animaba y se volvía más activa, aún sabía que tenía que entretener su mente con algo y se puso a imaginar cosas que podrían pasarle mientras recogía la oliva, como que algunos de sus amigos paseaban con sus bicicletas y se ofrecían a ayudarles. Nada que ver con la realidad.
Después de hacer un descanso para el almuerzo y otro para comer sobre las dos de la tarde, el padre le invitó a irse a casa y descansar, y volver a la mañana siguiente a recoger lo que les quedase. Pero Clara no quiso, pensó que al día siguiente no podría levantarse de la cama y dijo de continuar.
Cuando a eso de las cinco de la tarde ya comenzaba a anochecer comenzaron a recoger los aperos y llevar las olivas en sacos al remolque.
Clara quería llevar también sacos llenos que oliva, pero pesaban mucho y tras la insistencia de ella el padre se los llenaba a mitad para que pudiera llevar alguno hacia el remolque.
Ya de camino a casa:
— Ahora descansaremos un poco y limpiaremos la oliva con la máquina.
— No, no, la limpiamos ya, yo si me siento ya no me voy a poder levantar.
— Pero es que yo estoy cansado.
— Anda mira… ¿y yo no?
— Tu eres más joven —dijo el padre con tono jocoso.
— Sí, sí, va, lo hacemos al llegar y ya nos lo quitamos de encima.
Así lo hicieron, llegaron y descargaron los sacos en la calle, el padre sacó la máquina de quitar hojas y dos horas más tarde ya habían terminado con la limpieza de la oliva. Ahora tocaba subir los sacos de la oliva limpia a la cámara de la casa que estaba en la segunda planta y extenderla hasta poder llevarla a la almazara para que les pudiesen hacer el aceite.
El padre invitó a su hija a que se duchase mientras él subía los sacos y está vez no insistió en ayudarle. Sus brazos comenzaban a pesarle y dio por buena la opción de ducharse mientras su padre subía la oliva a la cámara.
Aunque la casa de sus abuelos tenía todo lo necesario, el calentador de agua era de luz y lento en calentar el agua, por lo que su padre decidió no enchufarlo, por lo que tuvieron que ducharse calentando agua en una olla y mezclándola con agua fría duchándose a cazos.
El váter era frío y Clara tardo escasamente cinco minutos en ducharse, sólo quería cenar un poco y acostarse. Y así lo hizo, pero de nuevo ese helor al meterse dentro de las sábanas, sin embargo, esta vez duró poco tiempo ya que el cansancio hizo que Clara cayera en un profundo sueño en pocos minutos.
A la mañana siguiente el padre regresó solo al campo a recoger dos árboles grandes que no habían recogido el día anterior y regresó a eso de las once de la mañana. Clara se despertó varias veces, pero al no oír ningún ruido, pensó que su padre dormía y siguió en la cama. Al regresar su padre la despertó y le dijo:
— Que…, ¿hoy hemos dormido mejor verdad?
— ¿Qué hora es?
— Hora de almorzar, va, levántate que voy a preparar unos huevos fritos y panceta, recogemos y nos vamos a Valencia.
Ese almuerzo era el preferido de su padre y a ella tampoco le disgustaba nada y así lo hicieron y sobre las trece horas salieron dirección a Valencia.
— Y ahora, ¿cuándo hay que volver? —le preguntó Clara a su padre.
— El fin de semana que viene hay que volver y coger el otro campo y ver si podemos llevar la oliva a la almazara, si no habrá que volver otro fin de semana.
— Vale, pues venimos.
— ¿Te gusta coger oliva?
— Bueno…, gustarme … Si no hiciera tanto frío y no se cayera al suelo y no pesaran tanto los sacos, pues…
— Ya, pues no sería coger oliva, sería coger otra cosa.
— Que gracioso.
El fin de semana siguiente, padre e hija volvieron al pueblo y repitieron la misma operación, pero esta vez les acompañaría la abuela, que les hizo de cocinera y mejoró bastante su estancia. La abuela tenía caldeada la casa y le puso a su nieta una bolsa de agua dentro de su cama, lo que hizo que meterse en la cama fuera de lo más agradable para su nieta.
El domingo por la tarde llamaron para que vinieran a recoger la oliva y se la llevaran a la almazara. En pocas semanas tendrían su propio aceite, que para ellos era algo especial.
Clara estaba muy satisfecha de haber podido ayudar, aunque aún le dolían los brazos, no se quejó para no darle la satisfacción a su madre de que le dijera “Ya te dije que no tenías que haber ido”.
Una semana antes de fallas volvieron al pueblo a recoger su aceite, esta vez iba a ser algo más agradable la estancia. Clara pudo ver a sus amigos y visitó la almazara donde se entregaba la oliva y salía aceite. El señor de la almazara le explicó a Clara cómo era el proceso de aplastamiento y extracción del aceite de la oliva. Clara comprendió entonces por qué se le llama al aceite Oro amarillo. Ella había vivido en su propio cuerpo el proceso de recolección y ahora había visto como era el de la extracción del aceite.
— Clara que ¿te ha gustado? —le dijo su madre.
— Madre mía, aun me parece barato el aceite.
— Si, pues tú le echas bastante aceite a las ensaladas —le dijo su padre.
— Ya, claro papa, normal nosotros lo tenemos gratis.
— ¿Gratis? —dijo la madre— Hay que sulfatar, escardar, regar y los viajes para venir y coger la oliva.
— Y pagarle al señor de la almazara —dijo Clara.
— No, él se queda con el residuo de la oliva y hace otro tipo de aceite que le llaman aceite de orujo y él vende ese aceite.
Clara se sintió por primera vez una privilegiada en poder vivir todo eso, a veces cuando ella contaba que se iba a su pueblo a recoger oliva, sentía silencios incómodos o miradas huidizas que ella interpretaba como menospreciando esa acción. Pero esta vez lo sintió de manera diferente: creyó que los silencios eran por pura ignorancia de no saber qué decir y las miradas huidizas las interpretó como “Madre, esta ayuda a sus padres y yo…”
Se sintió muy bien y supo que, aunque ella no había nacido en el pueblo de su madre, sus raíces y su sentimiento estaban en ese lugar.
De vuelta a Valencia, cuando aquella noche sacaron la aceitera para aliñar un hervido que había hecho su madre, el padre le dijo.
— Clara, échate aceite.
— Si, y mira, voy a ser generosa.
— Si tu echa, echa, que como se gaste, tendremos que comprar —le dijo su padre.
— Calla, no le digas eso a la chiquilla. Échate lo que quieras, que para nosotros no nos va a faltar aceite.
— Ya lo sé, mira papa —Clara echó aceite en su plato algo más de lo que se necesitaría, solo para hacer le rabiar.
— Madre mía, qué desperdicio.
— ¡Qué va!, mira… —Clara se bebió hasta el caldo.
— ¿A que está divino hija? Y más si lo has cogido tú ¿verdad?
— Eso será papa.
A partir de este año, todos los siguientes ya era otra más de la colla. Ahora ya eran tres para coger oliva y aunque era un trabajo pesado y se pasaba frío, le gustaba recoger oliva a pesar de que se quejara y gruñera.