085.- Escamandra
Ante el magnífico quehacer de mi tía en la hechura de pelucas, el doctor Prieto le ofreció una entrada constante de trabajo con tal de elaborar pelucas a sus pacientes más exigentes. Si es difícil tratar la calvicie masculina, la calvicie femenina puede terminar con las esperanzas de quien la padece, por eso el doctor Prieto trata de ir un paso adelante en el tema, que es donde entramos nosotras.
Son muchas las mujeres con este padecimiento. Mi propia tía es una de ellas. Perdió la totalidad de su cabello al entrar a sus veintes, pero desde los 16 ya manifestaba síntomas de esta condición. Mi madre es un término medio, si bien perdió cabello y tiene algunas zonas llanas que ha aprendido a disimular, no ha avanzado desde hace ya algunos años. En lo que a mí respecta no padezco alopecia, pero mi cabellera para nada es abundante y llamativa, sin embargo, es sana, en parte porque tuve algo de suerte dada la genética de mi familia y porque todas las noches, de cada tercer día, mi madre y yo masajeamos nuestro cuero cabelludo con unas gotas de aceite de oliva y romero. Es un ritual que nunca falta y que recomendamos a nuestras clientes con y sin cabello para estimular la circulación sanguínea.
Antes de intervenir médicamente, el doctor Prieto les solicita a sus pacientes una serie de fotografías para llevar constancia del grado de calvicie e ir formando un expediente. Pocos son los casos exitosos. Sin embargo, este médico que entiende de sensibilidad femenina envía un par de esas fotos a mi tía, quien empieza a diseñar la peluca. Cuando la peluca está lista, tomamos una fotografía y la enviamos de regreso al consultorio del doctor Prieto, así la paciente, ante las esperanzas rotas que sufrirá por los lentos avances que el tratamiento provee, no tendrá que pasar por el proceso de la espera. Una peluca tarda hasta tres meses en hacerse sin contar que no esté en lista de espera.
Lo normal que solemos recibir son mujeres de mediana edad, y es que la calvicie arriata, al estar relacionada con las hormonas, puede aparecer por cualquier causa. Hay casos, como los de mi tía, que surge cuando llega el primer periodo menstrual. Hemos tenido clientas muy jovencitas, a ellas, mi tía les presta mayor cuidado, ya suficiente es lidiar con la adolescencia como para encima ir perdiendo el cabello; el máximo signo de feminidad en nuestra sociedad.
Aún antes del doctor Prieto ya personalizábamos pelucas. Hay más mujeres calvas de las que uno se imagina caminando por la ciudad. Y si bien en “Pelucas Escamandra, cabelleras hechas con empatía” mantenemos la discreción de cada una de nuestras clientas, no es fácil entrar a una tienda como ésta, porque al traspasar el umbral, una tiene que reconocer que no es igual a todas esas mujeres que andan con sus chongos mal hechos o sus coletas altas atadas al ahí se va, que, para quienes no tienen pelo, ese descuido es de lo más hermoso.
Las judías de la colonia Polanco usan pelucas una vez que se casan. Ellas renuncian a su melena voluntariamente. Pero es un tema del que se habla poco fuera de su comunidad. Yo lo sé porque reconozco una cabeza con peluca apenas la veo. Hemos atendido a muy pocas mujeres judías. Nuestro mercado se centra en las pelucas hechas por prescripción.
Mi tía dice que le gusta viajar, menciona Italia como su lugar favorito en el mundo, y hasta tiene algunas postales pegadas en el espejo del taller. Ella sale poco y su tienda, más que su casa, es su refugio. Es una criatura solitaria, pero muy amable. Guarda cientos de historias y sabe contener las lágrimas de aquellas mujeres que llegan tan rotas, que ni siquiera pueden pronunciar palabra ante su calvicie.
Terminé la universidad hace ya algunos ayeres, sin embargo, comencé a trabajar en el taller desde los 15 años. Mi tía necesitaba un ayudante y un aprendiz, así que quién mejor que yo, que seré la futura dueña de “Pelucas Escamandra, cabelleras hechas con empatía”. Sin que me lo pidiera me fui involucrando. Lo que más cuidamos es que las costuras queden bien equilibradas, una línea mal puesta hace que la peluca resalte su falsedad. Esas las dejamos para las pelucas a granel.
Con el paso del tiempo tomé la administración; me hice cargo de la contabilidad y de los proveedores. Mi tía ya no tiene los humores para tratar con esas personas. Ella ahora sólo diseña y teje interminables hilos de cabello. A las mujeres que vienen a vender su melena, por política y empatía de Escamandra, nunca les regateamos precio. Pagamos bien. Ahí hay otras historias. La unión de los opuestos, dice mi tía, qué necesidad habrá detrás para que una muchacha venda su tesoro capilar.
Un día salí a caminar por la avenida Reforma. Compré un helado y me senté en una banca a ver pasar gente. Es lo que me gusta hacer cuando decido salir. No soy una belleza natural y creo que por mi forma de vestir —tan recatada— mis preferencias no se notan. Así que rara vez conozco a alguien, salvo que sea algún caballero del que no tengo ningún interés. Mientras camino o espero mi cambio, me resulta imposible no ver las cabezas de los paseantes. Es increíble cómo los hombres tienen permitido mostrar su calvicie, pero no las mujeres.
He visto pelucas desde la infancia y aprendí a no juzgar a las personas por su falta o exceso de pelo. He seguido de cerca el terror que experimentan algunas mujeres cuando llegan a Escamandra con sus mechones todavía mojados en las manos. Y es que es ahí, en el baño, mientras se ponen el champú, cuando se cae la melena en grandes trozos.
Si de algo ha servido la modernidad es que ahora es más fácil sobrellevar esta enfermedad que las mujeres callan y de la que se avergüenzan como si fuera su culpa. Ya hay todo tipo de materiales para crear una peluca prácticamente innotable. Además de que ya no pican, se fijan de manera segura, son más oxigenadas, más fáciles de limpiar y son mucho más flexibles que las de la generación pasada. Sé mucho de pelucas, ya que me encuentro en el escaso porcentaje de la gente a la que le apasiona su trabajo. Soy afortunada porque además estoy con mi tía. Decir que uno ama su trabajo no significa que no haya problemas, días malos o tareas chocosas con las que lidiar. En este oficio uno se encuentra con la tristeza; una tristeza permanente que se imprime en los ojos de esas mujeres. Si bien nosotros somos una especie de consuelo, también es cierto que ellas, así como mi tía, ven su calvicie por lo menos dos veces al día; al dormir y al despertar. También vendemos pañoletas de seda para cubrir la pelona y estar en casa, en caso de que no se tenga ganas de andar con una peluca puesta.
Yo me especializo en partidos, en hacer que la peluca tenga buena separación entre los pelos. Las pelucas corrientes, las que se maquillan, tienen los partidos muy pegados y la vuelven una cosa pesada y vulgar. Esas sirven para los disfraces. Mi tía es experta en darle la suavidad tanto a corto como a largo plazo para que la peluca, además, no pierda su forma aún con el paso del tiempo.
Hacer una peluca personalizada es una tarea compleja que exige precisión y conocimiento. Cuando el doctor Prieto nos envía la foto de nuestra futura cliente, analizamos las proporciones del rostro; si es cuadrado, redondo u ovalado. El tipo de cejas, aunque hay mujeres que debido a esta condición pierden las cejas y hasta las pestañas, aun así, por el tipo de cara, sabemos qué cejas son las que mejor le encuadran. También observamos la altura de los pómulos, la forma del mentón, de los labios y el color de piel.
Un día, durante el invierno, mientras tomaba un café frío en el mostrador y hojeaba una vieja revista de chismes que alguna clienta dejó, apareció una mujer como de 30 años. Portaba un sombrero, el mismo que todas las mujeres con pérdida de cabello usan. Vestía un suéter oscuro de cachemir y unos pantalones grises. Era muy delgada, pero con un poco de atención, noté que su espalda era algo ancha en comparación con sus casi nulas caderas. Me gustan esas imperfecciones.
—Me contaron que aquí hacen pelucas de muy buena calidad —dijo con acento de ningún lado.
—Es correcto. Somos Pelucas Escamandra. Cabelleras hechas con empatía —contesté buscándole los ojos que los mantenía agachados.
—Bien —dijo. Se quitó el sombrero para colocarlo en el mostrador. Pude ver una cabeza perfecta. Un cráneo tan bien redondeado que no había ningún bulto o abolladura que arruinara tal proporción visual. Me explicó que había conseguido una cita con el doctor Prieto y antes del tratamiento y las fotos, había decidido venir personalmente.
—Cómo ves, me he quitado el poco cabello que aún salía de mi cabeza. No soportaba tener sólo mechones.
—¿Buscas alguna peluca en particular? —utilicé el “tú” agradeciendo la explicación de su presencia.
—Sí, pero no tengo mucho tiempo. En realidad, he venido únicamente a la ciudad para solicitarles la peluca.
—¿No eres de aquí? —pregunté con un dejo de tristeza que ella, por supuesto, no notó.
—Vengo del interior del país. Allá no hay tiendas tan sofisticadas como esta —dijo mientras señalaba con el dedo casi todas las esquinas del lugar.
Sonreí, incluso me sonrojé. Si bien somos excelentes en lo que hacemos, no nos consideramos sofisticadas.
—La Ciudad podría darte muy buenas sorpresas —dije con una coquetería escondida. La joven sonrió acompañada de una mirada incrédula.
—Pásale —añadí, mientras le abría la portezuela del mostrador. Ella pasó y miró con mucha atención todo lo que desde fuera no era perceptible.
—Siéntate, ahora vuelvo —le comenté, dejándola en una de las estaciones de costura, frente a un espejo de luz de camerino que resaltaban aún más sus enormes ojos oscuros.
Al regresar, traía yo un par de pelucas como muestra y una cinta métrica para tomar medidas. —¿Sabes exactamente qué estás buscando?
—Sólo quiero cubrir mi cabeza con una peluca que no me haga resaltar entre la gente. No me gusta la atención y menos de este tipo.
—Comprendo —contesté y le mostré las pelucas que llevaba como ejemplo. Sin mutarse y, una vez que se las coloqué, todas le lucían bien, aunque no eran de su talla. Vaya dilema que tienen esas personas que sin importar lo que se prueben les queda como mandado hacer. Yo sólo quería compartirle que su calvicie y su perfecta cabeza debían lucir así, al natural. ¿Por qué cubrir la belleza?
Pensé en desanimarla, decirle que una peluca por más bien diseñada y tejida con el mejor pelo, siempre se notará. En algún momento alguien dirá que trae puesta una peluca y la peluca mostrará orgullosa que es un postizo. Pero no lo hice.
—Necesito tomar medidas de tu cabeza. ¿Me permites?
—Adelante —contestó, poniendo la espalda recta. Una vez que terminé de medirla, se levantó rápidamente de la silla.
—Quiero ésta en lo que está la mía —tomó una peluca con corte garzón.
—Bien —le dije, a la par que cerraba la libreta con las medidas de su cráneo.
—¿Cuándo estará lista? —preguntó sin más.
—¿Cómo la quieres? Rubia, oscura, con volumen en la nuca, con flequillo, a capas. Puedo mostrarte un catálogo.
—Quiero que mi peluca personalizada sea corta y de un castaño medio, si tuviera cabello, de ese color sería.
Sonreí nerviosa. Coincidía con su opinión, no sólo porque su belleza podía ser enmarcada por una peluca de corte reducido, sino porque era verdad. Las mujeres calvas ante su trauma, quieren compensar con excesos, por lo que eligen cabelleras muy largas que, por más a mano que sean hechas, pierdan el toque de verdad, o, por lo menos, de semiverdad. Se vuelven claramente falsas.
Mi tía entró a donde estábamos acompañada de mi madre. Saludó amablemente.
—Bienvenida a Pelucas Escamandra. Cabelleras hechas con empatía. ¿La están atendiendo bien?
—Sí, señora. Todo perfecto —dijo la joven quien se dirigía fuera del mostrador. Tomó su sombrero.
—Estará lista en tres meses —me apuré a decir—. Creo que después de todo sí regresarás a la ciudad.
—Justo de esto quería hablarte, ¿sería posible que me la enviaras a esta dirección? —dijo, entregándome un papelito.
—No hacemos entregas a domicilio y menos fuera de la zona metropolitana. Necesitamos que vengas para que te la midas y hacerle ajustes en caso de ser necesario.
—Confío en ustedes tanto como en el doctor Prieto —se apresuró a decir. Yo quería, buscaba la forma de hacerla regresar.
—No se preocupe —intervino mi tía—. Se la mandaremos a donde mande y guste.
Días después de que ella fuera a la tienda, nos llegó un par de fotos del consultorio del doctor Prieto que nos había enviado para empezar el proceso de diseño. Era lo único que conservaba, esas fotos donde lucía seria y con la mirada ajena, guardando el poco orgullo que queda cuando por voluntad propia una mujer calva se expone frente a una lente.
***
En uno de mis días de aburrimiento salí a caminar a Reforma con la clara intención de cazar cabelleras falsas. Si está soleado, el trabajo se vuelve más fácil. Como si la suerte estuviera de mi lado, entre los transeúntes reconocí una peluca que yo había hecho en su totalidad y había enviado por paquetería con una botellita de aceite de oliva con un ramito de romero. Era ella, la chica de las caderas escurridas.
Una vez cerca, la saludé de lo más casual. Comprobé esa frase tan común de sentir mariposas en el estómago.
—Te queda muy bien —dije, haciendo una ligera señal hacia la peluca.
—Qué amable. Es probable que ya no la necesite más. El doctor Prieto probó un nuevo tratamiento y está dando resultado. Quiero pensar que el aceite de oliva ayudó, seguí las recomendaciones. Perdona que no te agradeciera. —dijo con una sonrisa que pocas veces se ve en la tienda. —Si sigo respondiendo como hasta ahora, no tendré más remedio que mudarme a la ciudad. Después de todo tenías razón.
La invité a tomar un café. Aceptó. Caminamos sin rumbo hasta encontrar un lugar que a ambas nos pareciera cómodo. Me preguntaba cómo se vería con su cabello y qué tipo de rutas tomaría el despeinado que se produce cuando uno recién se levanta por las mañanas. Estaba segura que ni la mejor melena me haría dejar de amar su desnudez craneal.
Al terminar el café, caminamos por un par de horas contándonos todo o casi todo. Cuando el silencio por fin se interpuso, como se interpone en todo lo que está por terminarse, me tomó una foto instantánea y me la dio. Me veía feliz.
La acompañé al hotel donde se hospedaba. Me invitó a pasar a la habitación. Sin mayores preámbulos le quité la peluca. Me interesaba despojarla de ese postizo más que de la ropa misma. Su cabello crecía, pero si tocaba con cuidado y sensibilizaba aún más las huellas de mis dedos entrenados, podía sentir las islas que produce la calvicie arriata. Espacios donde el cabello se resiste a surgir. Besé esas fronteras una, dos, tres, mil veces hasta el cansancio. Olí la esencia del olivo; ahí estaban la almendra, la cáscara de plátano y el frutado de aceituna. Mi nariz aspiraba cada cabello suave y nuevo de su redonda y perfecta cabeza.
Mis días cambiaron con su llegada. Tenía un propósito para salir y, al mismo tiempo, para entrar a otro mundo; al de ella. Me compartió sus secretos, el miedo a envejecer sola. Supe que era huérfana de madre y que su padre, un empresario exitoso, la cuidaba lo mejor que podía. La entrega era de ambas y, en esa confianza que se produce entre dos amantes, le dije que no necesitaba ninguna peluca ni ningún tratamiento. Que lo que le pasaba a su cuerpo era parte de su naturaleza perfecta, pero ella no me creyó. No como yo quería que lo hiciera. Cuando hay amor, las verdades hermosas que se dicen al otro suelen no escucharse.
Había llegado el día de la consulta definitoria. Se diría con precisión si el tratamiento podía seguir o había sido sólo un efecto temporal. Yo sabía, por mi experiencia tocando y viendo cabezas calvas, que el medicamento funcionaría permanentemente. No se lo dije.
Me pidió ir sola no sin antes hacerme prometer que estaría para ella. Fallé a mi promesa. Una vez que se marchó, salí de la habitación sabiendo que sería la última vez que estaría ahí. En el tocador del cuarto le dejé la foto que me tomó y un frasquito nuevo de aceite de oliva con la etiqueta de Escamandra.
La imagino en ese cuarto de hotel, sola, con la peluca que yo le tejí sobre la cama y ella viéndose en el espejo, masajeando con oliva su cabello creciente. Dios sabe que me hubiera gustado estar ahí. Pero no podía serle infiel a esa ella que conocí en la tienda.
En las tardes, cuando el exceso de melancolía me alcanza, pongo la fotografía que el consultorio envió de ella sobre mi mesa de trabajo. Hay días que su imagen me asfixia y odio con latencia al doctor Prieto y a su revolucionario tratamiento contra la calvicie femenina.
Mañana embarcaré hacia Italia. Le traeré postales a mi tía. Ella dice que le gusta viajar, aunque yo creo que le ilusiona más la fantasía de hacerlo.