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094.- Tierra extraña en el hormiguero

Félix Samaniego Expósito

 

“Luego el Señor Dios dijo: «Miren, los seres humanos se han vuelto como nosotros, con conocimiento del bien y del mal.
¿Y qué ocurrirá si toman el fruto del árbol de la vida y lo comen?
¡Entonces vivirán para siempre!».”

Génesis 3:22

«A más manos, menos trabajo».

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«El trabajo es el refugio de los que no tienen nada que hacer».

Oscar Wilde

 

Somos tiempo sobre la tierra, un tiempo que desconocemos, capaz de llevarnos a la despejada desnudez de lo conocido y doméstico, donde pisamos seguros o nos elevamos, repentinamente, sobre cortados agrestes y peligrosos. ¿Cómo sabemos elegir la senda adecuada? Si tuviésemos certeza podríamos alcanzar la categoría de héroes o semidioses. Sería como el poder casi divino de robar fuego. Pero somos simples humanos con un pequeño troquel como impronta que nos permite soportar parte de nuestra intrascendencia. Y la tierra nos doblega, nos fija a ella, acoge nuestros primeros pasos y se brinda a mezclarse con lo que fue nuestra materia para alcanzar el olvido después del esfuerzo; ella queda, nosotros desaparecemos.

El trabajo es malo, pero nos hemos ido acostumbrando. Lo dijo El Gaditano un día en la taberna, mirando a través de la ventana el reflejo lechoso de la Vía Láctea: “Tanta inmensidad para dedicarnos a trabajar”. Guardó silencio un rato, absorto con sus ojos enrojecidos de vino y melancolía. Supongo que al decir llena admitía una nueva derrota. Yo estaba allí porque Mamá me enviaba muchas noches a por Papá, para que así bebiera menos y regresara antes. Me han quedado una afición y una repulsa de esas noches eternas y anodinas, comer cacahuetes, pese a la ingesta desmesurada durante la espera, junto al olor de vino enranciado que me provoca nauseas. Era yo quien debía esperar a Papá, tú estabas exento tal vez por la eterna protección de ser el pequeño. Nacer tras de mí siempre te vino bien. Digo Papá y me refiero a quien decidió prestarse a ponernos su apellido delante del primero de Mamá.

Hace mucho calor, lo sé. A ti te gustaba y a mí no, como casi todo en la vida nuestros gustos y querencias fueron opuestos. Sería más justo matizar que tus gustos, que tus caprichos, que tu santísima voluntad, siempre jodieron mi vida. Mira, estas camadas, este lindero tan hermoso de vegetación, donde gira el tractor para acometer la tarea de rodillo y entrar en la siguiente finca. Me gusta porque paraba bajo la sombra de los chaparros a beber o comer algún día, disfrutaba con el canto de los caganchines, de algunos colorines y me gustaba encontrar entre alguna amapola a los curicas sobre los terrones con su tenaz vaivén o las hormigas afanosas con un trajín más allá de lo que dijo El Gaditano, fíjate: ni siquiera conocen en toda su existencia un poquito de ocio, siempre trabajar, trabajar y trabajar. Has hundido este sitio, como cualquier otro donde dejara tus cenizas, ahora será el lugar donde volaron los restos de mi hermano, no tus cenizas, sino todo aquello que ocultabas, lo que nadie conoció de ti. Una cigarra esplendorosa, eso has sido. No te mezclaré con todo esto aquí apilado para meterle fuego y borrar una vida. A ti te subiré cerca de los farallones, cerca de los grajos, y allí volarán tus cenizas, tu última acción sobre la tierra. Nunca imaginaste ese adiós, seguro.

Mamá y el hombre que se prestó a cedernos un apellido se iban temprano al tajo durante el invierno. Al principio yo iba solo con ellos. Me subían en el mulo, en uno de los serones y dormitaba por los caminos hasta llegar al lugar donde se trabajaría ese día. Aquel hombre hacía una hoguera con ramas y raíces secas que rodeaba de piedras y me dejaba acurrucado sobre unos mantones. Mamá creía que moriría pronto porque no cogía bien la teta. Sobreviví con un exceso de leche condensada diluida en un biberón. Ya ves, pronto se me avisó que la vida iba en serio. Cuando comencé a poder caminar solo descubrí el divertimento de subirme a los olivos y buscar nidos, bajar hasta el riachuelo y acechar las pequeñas tortugas o imitar el sonido de las perdices hasta avistar alguna y correr tras ellas. Pero tú viniste a fastidiarlo todo. Cuida al niño, mira que no se queme el niño, dale de comer al niño. Y encima miedica, porque podías haberme seguido en aquellas aventuras entre las camadas de los olivos y encinas o linderos, pero siempre querías estar cerca de Mamá. Y compartir, siempre la mitad para ti. No te la ganabas, pero te correspondía, la mitad del chorizo, la mitad del lomo rebosante de manteca, la mitad de las asaduras fritas, la mitad del pan. Condenado a tu mitad. Yo era una mitad.

No pasamos hambre, pero convivíamos con la escasez. Todo lo arreglaba el pan con aceite. Por la mañana pan con aceite, en el ángelus –como le llamaban, sobre las doce– al ir a las labores de campo, pan con aceite y algo conservado en manteca, por la tarde pan con aceite y una onza de algo parecido al chocolate pero que en el envoltorio dejaba claro que era sucedáneo. Solo por la noche había algo distinto. El aceite se obtenía del molino con un trueque a cambio de parte de las aceitunas de la cosecha y se conservaba en un bidón metálico al que siempre debía acceder yo y rellenar las cántaras para servirlo. No vaya a ser que se caiga y se ahogue el chico. Nunca rellenabas nada, ni sacabas las dos cabras a carear hierba, ni limpiabas la jaula de los conejos, ni recogías los huevos de las gallinas. Siempre estabas detrás de mí, con una pasividad insultante.

El hombre que participó en nuestra creación se mostró más dado a perseguir cortijeras jóvenes que administrar su patrimonio, sobre todo las grandes extensiones de olivar que había heredado. El sentido de pertenencia lo entendía también extendido a los cuerpos de aquellas jóvenes mujeres que en su lozanía y sumisión ante el poder no escrito, pero aceptado, acababan sucumbiendo a la violencia de sus requerimientos. Y así llegamos uno detrás del otro. Mamá ya quedó bastante repudiada en su familia y en quienes la conocían, aunque casi todos callaban porque si indagabas un poco cada familia tenía su cunero, su hijo fuera del matrimonio, en muchos casos de los propietarios del olivar, de los caciques y sus capataces de confianza, que se consideraban con derecho al capricho de su lascivia. La violación formaba parte de los días, de los bárbaros usos y costumbres. Recuerdo tu llanto callado al contarte lo que todo el mundo sabía. Es mentira, es mentira. Te equivocabas, totalmente verdad.

La segunda vez que te hice saber una verdad dolorosa respecto a quienes éramos ya no soltaste lágrimas, tan solo te recogiste en el silencio dejando de hablar varios días. El hombre que nos prestó su apellido fue obligado a ello. Trabajaba como jornalero con nuestro bárbaro inseminador. En la guerra había formado parte de un batallón republicano, ya sabes, de los perdedores. La única forma de regresar fue el beneplácito del cura, que se mostraba muy interesado en reajustar todos aquellos nacimientos forzados. Nuestro inseminador tuvo la oportunidad de quitarnos del medio con facilidad y obligó a casarse con Mamá al hombre que nos prestó su apellido y estuvo en la guerra. Llovía cuando te lo dije y saliste corriendo por el barrizal que rodeaba la casa, entre los regueros de agua, sin rumbo. Callaste porque sabías ya por experiencia que lo que te dijera doloroso se hallaba en la certeza.

Yo me hice más duro y pronto tuve que compatibilizar la escuela y el trabajo en el campo. Los fríos de enero y diciembre durante la cosecha se metían dentro del cuerpo y no te abandonaban. El cuerpo se entumecía, aterido y lleno de callos en las manos. Intentaba huir del frío vareando con mucha energía las primeras ramas y copas altas. Pasé pronto de recoger las aceitunas del suelo, que era trabajo de mujeres y niños, a formar parte de la cuadrilla de hombres. Trabajaba como el que más, pero recibía tan solo medio jornal como pago. Tú no pisabas el campo. Siempre estabas enfermo o te lo hacías. El niño chico tiene una salud endeble, decían. Hasta llegó un día un curandero que te hizo tragar un papel de fumar con algo que había escrito en él. Y sobreviviste.

Mira cómo se alzan las cenizas para dejar todos los restos tributados al olvido. Tus películas porno, tus extraños diarios, las páginas de contactos para sexo rápido, las cartas de quien toda la vida te siguió como un perrillo faldero e intentó corregirte. No sabía él que tu personalidad era incorregible y hundías las vidas de quienes se acercaran. Vivías en una especie de harakiri contagioso. Conmigo no pudiste pese a tu especial empeño. Logré estudiar pese a tu dedicación y tuve que doblegar en el campo el esfuerzo que tú objetabas. Creí que me venciste cuando Mamá me pidió al terminar Magisterio que volviera, que me necesitaba. Tú eras incapaz de manejar la tierra y llevarla medianamente. En aquel momento te entregaste a escuchar música moderna –decías tú–, beber cubatas de garrafón y fumar porros. Todo muy moderno, como tú.  Y también te dedicabas a mariconear, aunque creyeras que no lo sabía. Mis buenas hostias repartidas y recibidas me costaron por defenderte. ¿Qué tierra voy a cuidar Mamá, cuatro olivos que tenemos esparcidos entre pendiente y secarrales?

El inseminador se ve que tenía cargo de conciencia. Y más después de que un día El Gaditano apareciese en casa más circunspecto de lo habitual y tan solo dijera el nombre del hombre que nos prestó su apellido, después de un día y medio sin aparecer por la casa. Buscó la cruz más alta y resistente de un picudo centenario y allí hizo el nudo. Qué poco supe de aquel hombre que tan solo trabajaba, bebía vino aguado y callaba. Me quedó la sensación ácida de no haber hablado más allá del tiempo, los fardos, las varas de avellano, el cuajo del queso o cómo curar mejor los salchichones de la matanza que se curaban colgados en el interior del bidón del aceite. Las conversaciones de dos desconocidos. Tú ni siquiera hablabas con él, tan solo con Mamá. Creo que él no sabía verdaderamente cómo iniciar una charla sobre algo relevante, fíjate, igual que tú. En el fondo os parecíais. El inseminador me llamó, no para hablar de cosas del campo, como las pocas veces que lo hizo con anterioridad, sino que buscó una ocasión en la que su familia se ausentaba para llamarme y hacerme partícipe de una decisión que había tomado para intentar paliar todo el mal que según él nos había propiciado. ¿Conoces los llanos cerca de la ermita? Allí hay buenos hojiblancos, serán vuestros cuando fallezca, que no será en fecha muy lejana. Se encargará de todo un albacea. Mi familia no sabe nada, lo conocerán poco después de mi fallecimiento. Un silencio involuntario y rancio como el despacho inundó la estancia. Le pedí si podía hacer algo antes de retirarme y me dijo que lo que estuviera en su mano se llevaría a cabo. Es sencillo, le dije, tan solo pedí acercarme. Solo fue un puñetazo medido que impactó sobre la parte de su cara que ocupaban la nariz afilada y la boca pequeña. Recibiría la parca con dos dientes menos y varios huesos de la nariz fracturados.

Me he dado cuenta de que a ti te faltaban varios dientes, pero que te los habías arreglado. Lo sé porque no se ha fundido el metal y está aquí mezclado con las cenizas Tu boca también era mentira. Iré para ayudarte en cuanto acabe un trabajo que tengo. Y pasaron tres años hasta que volviste a llamarme. Podías haber seguido tu vida y al menos haber atendido aquel momento, la muerte del inseminador, la de Mamá después y yo solo, como siempre. No conoces la dureza del campo, fue un regalo o tal vez una condena, que me hizo dejar el magisterio para ser agricultor, sin quererlo, sin vocación, pero Mamá me lo pidió. No conoces el miedo a las tormentas de granizo a destiempo, que rompen las tramas del fruto incipiente, ni las sequías de años, ni las plagas de mosca. Todo tu esfuerzo depende del capricho de la tierra, del aire, del viento, de la lluvia. Te vuelves un ser primitivo, aquellos que se pararon en un lugar propicio para dejar su vida nómada tras la cacería. Agricultor, eso contesto cuando me preguntan a qué me dedico. Nunca supe qué fuiste, aparte de posmoderno y vividor. Tampoco hablamos nosotros. Creo que el verdadero problema de quienes nos han rodeado ha sido la falta de habilidad con las palabras, no hemos sabido utilizarlas, permanecían ahí en nuestros pensamientos y las abandonamos por miedo o por defendernos de la realidad aplastante. Tú elegiste ser nómada.

Recibí la llamada de la policía judicial de la capital. Para lo malo te hallan pronto. El primer impacto de tu cuerpo yerto, casi con una mueca feliz tumbado en una fría cama metálica de la morgue del hospital no resultó lo más impactante. Cuando el cerrajero logró abrir la puerta del apartamento descubrí como una enorme bofetada ardiente quién habías sido, tus tormentos esparcidos por varios lugares, en libretas, en anotaciones sobre servilletas de papel, en el orden de los objetos, en tus varios intentos de suicido y sus restos. Una vida oculta y silenciosa, sin más testigos que paredes mudas. Allí brotó el dolor que ya siempre me acompañará, palabras de mala ortografía escritas en una etiqueta amarillenta y desgastada de una botella de aceite que te regalé, la de la primera cosecha de la herencia del inseminador. Los olivos, la tierra, quise a la hormiga.

Ahora descansarás mezclado con la tierra, con el agua de lluvia y te arrastrarás por los regueros de la tormenta, entre las camadas, una parte quedará frenada en los troncos retorcidos de los olivos, otra se estancará y formará parte de terrones amalgamados que se desharán al remover la tierra para el cultivo y otra se alejará hasta alcanzar arroyos y alejarse; tal vez alguna quede a la entrada de un hacendoso hormiguero, donde las minúsculas y fuertes patas de los insectos logren entrarla. Quedará allí, bajo tierra junto al afán inquieto y laborioso de la arquitectura animal que modela la tierra. Lanzo las cenizas al viento y se elevan para caer con leves remolinos mientras pienso que somos solo eso, tierra y un poco de tiempo.

 

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