095.- El abuelo siempre tiene razón
Mi familia y yo, como medio pueblo, nos dedicábamos a la aceituna. Mi padre tenía un pequeño olivar que le permitía comprar aceite a buen precio en la cooperativa en la que trabajaba mi tío Antonio, que había ido a la escuela y sabía de cuentas, y fue el que con el tiempo nos encontró trabajo para sacar unas perrillas e ir tirando. A mi hermano mayor lo contrataron de jovencito en la almazara y ahí sigue, y yo me dedico a las faenas del campo, el labrao, el abonao y la poda. A la recogida acudimos todos, y lo hacemos contentos, porque vamos toda la familia junta y los primeros días lo pasamos bien. Es muy duro, pero nos da para comer y algunos caprichos para lo que queda de año y los primeros meses del siguiente, aparte de lo que guardamos para la cena de Navidad y los regalos de los Reyes.
Así pasaban los días hasta que, ya cumplidos mis diecinueve años, vino Antonio e hizo que me acercara con él a la puerta del Ayuntamiento. Una vez allí señaló mi nombre y me explicó que había salido el sorteo de reclutas y me llamaban a filas. A pesar de que mi tío intentaba tranquilizarme, volví a casa algo asustado porque los mozos que habían pasado por la mili siempre se quejaban de que era peor que la rebusca los días fríos de invierno. Así que me despedí de la recogida y me preparé junto a otros quintos del pueblo, para cumplir con la patria. El día de nuestra marcha fue muy triste, sobre todo viendo a mi madre y a la Manuela, mi novia, llorar, aunque a decir verdad estábamos todos emocionados, más que nada por curiosidad. Como digo, me habían contado que se pasaba muy mal, pero luego en los bares del pueblo siempre habla la gente de la mili riéndose, acordándose de muchas historias y añorando a algunos amigos a los que no volvieron a ver.
Me levanté bien temprano y como pude me fui a la a la capital con los otros quintos del pueblo. Allí nos pasaron lista y nos llevaron a la estación, donde nos ordenaron en tresbidillo, de acuerdo con nuestra altura, y fuimos desfilando camino del autobús, colocados de cuatro en cuatro, en cuadrado; una locura que un sargento organizó más que bien, como el manijero prepara la cuadrilla cuando se acerca la Inmaculada y vamos a la casería a recoger el capacho y el varejón para el verdeo.
Los quintos de mi pueblo rara vez salimos más allá de las lomas que lo rodean, y mucho menos habíamos viajado en autobús. Por eso estábamos más pendientes de lo que veíamos que de lo que oíamos, sobre todo de la señá Sofía, la mujer del capitán, que había venido a la ciudad y su marido le encargó al sargento que estaba al mando que cuidara y la acercara al cuartel.
—¿Has visto las pantorrillas qué tiene? —me preguntó mi amigo Felipe, señalándolas con el dedo antes de que el sargento le diera un cachetazo.
—Pues claro, como para no verlas, pero a mí me gustan los ojos —respondí.
—¡Déjate de tonterías, ojos ni ojos! ¿has visto cómo se menea?
—¡Calla! Que me parece que al subir al autobús me ha mirado y guiñado con una sonrisa.
—Tú estás soñando. ¿Has visto alguna vez qué una señora de verdad se fije en un gañán como tú?
—Pues esta sí, con esos ojos suyos, verdes y rasgaos, como cornicabras.
—Mis ojos eran los que se iban a su escote y se perdían en el canalillo.
El sargento no hacía más que chillarnos, darnos órdenes, asustarnos con una zueca que había cogido de una cerca antes de montarse en el camión, y amenazarnos con encerrarnos: «Os voy a embodegar en salmuera, pa ver si asín os calláis». Me recordaba a mi viejo cuando miraba el campo apoyado en la verja de la entrada de la casa. Siempre nos decía a mí y a mis hermanos que hay que abinar la mala hierba y que las ramas enfermas crecen en todas partes; y entonces se quedaba pensando y, sin hablarnos más, empezaba con el desvareto aunque no fuera la época ni hiciera falta, y a reparar la cerca y evitar que entraran alimañas o se escaparan las gallinas.
Parecíamos aceitunas a las que, con ordeño o con vareo si era necesario, estuvieran seleccionando. De vez en cuando un sargento escogía a alguno, ya fuera por alto, fuerte o porque tuviera alguna habilidad, como mi amigo Joaquín, que era cocinero, Felipe, el estudiante, o el cabeza loca de mi primo Policarpo; y lo llevaba a los asientos de atrás, junto la mujer del capitán, para entretenerla.
A Felipe lo conocía de temporero, cada año venía al pueblo para la recolecta y nos hicimos amigos, era muy cortao y siempre se quedaba solo dos pasos atrás y Joaquín, que había estudiado en un colegio de monjas, se las daba de leído y nos miraba a todos por encima del hombro. Yo también era tímido y procuraba no destacar, aunque si hubiera querido hacerlo, habría sido imposible teniendo al lado a Policarpo. Mi primo era un bicho que si hubiera medido un dedo menos se habría librado de la mili, pero él quería dejar el pueblo y buscarse la vida fuera del olivar y se puso un alza en los zapatos para que no lo dejaran allí, y menos en días de recogida. Nada más llegar a la estación y ver al sargento se cuadró delante de él, tan achaparrao como era y con ese carácter tan alegre que tenía que se llevaba a todas las mozas con él, y le contó dos chascarrillos que le hicieron mucha gracia. Cuando dejó de reírse le dijo que parecía un acebuchino —pequeño y sabroso—, y con ese mote se quedó. No sé si fue por eso, pero el caso es que lo eligió para que se sentara junto a la señora. Yo lo miré con disimulo y vi como él se sentaba decidido a su vera y ella se sonrojaba, aunque muy poco. Le habló de lo que sabía, de las faenas del campo, que a ella le interesaban porque sus padres tenían tierras y se había criado allí. Se quedó con su nombre y le dijo que vivía muy cerquita, en un caserío grande, rodeado por un olivar de mil hectáreas. Nunca más volvimos a ver al capitán, que siempre estaba de maniobras de cuartel en cuartel, pero sé que mi primo visitó la casería cada dos por tres.
Pasaron muchas noches juntos. Me contó que estaban muy a gusto y que ella disfrutaba mucho con él. Me dijo que doña Sofía, por la mañana temprano, siempre quería que le llevara el desayuno a la cama, y que a él le gustaba verla al despertarse, despeinada, sin arreglar y sudorosa, como si viniera de la rebusca; que nada más despertarse le decía: «Acebuchín —así lo llamaba desde que se enteró del apodo que el sargento le puso—, prepárame el panaceite y vente aquí a mi lado»; y que él cogía la damajuana, le preparaba el desayuno y lo dejaba en la mesita de noche sin que ella dejara de mirarle; y luego otra vez a la faena, que era incansable; pero que él tampoco me quedaba atrás, que su estaca estaba siempre dispuesta para sacar lo mejor del cimbreo.
Yo estaba preocupado, y le decía que en el ejército son muy duros y que no se andan con chiquitas a la hora de castigar. Si les caes bien te riñen primero y luego te echan una malla fina, para disimular y que te estés quietecito, pero que si la cosa es grave, y acostarse con la mujer del capitán lo es, te lanzan un manto de recogida, para que no te escapes y, de ahí, al calabozo.
Parecía que había mirado al cielo esperando el temporal y la tormenta llegó cuando un cabo, que había ocupado su cama antes que él, se enteró y le amenazó con contárselo al capitán. Yo me asusté pensando en mi primo, al que veía terminando la mili en Marruecos con la legión, e intenté convencerlo de que lo dejara. Incluso le ofrecí al chivato el poco dinero que tenía y el tabaco que me mandaba mi padre desde el pueblo, para que se callara; pero él sabía que la cosecha sería mejor si nos seguía apretando a mí y al bueno de Policarpo. Al final, a espaldas de mi primo, se lo conté a doña Sofía por si podía convencerlo, pero ella me dijo que no quería saber nada de ese cabrón —esas fueron sus palabras—, que presumía mucho, pero que lo único que había pasado entre ellos fue una noche loca sobre bajo un olivo y que iba a hablar con el comandante del cuartel, que era amigo suyo, para que le dieran al cabo otro destino y con el furriel para que quitara al Policarpo de en medio y se lo llevara de cocinero a Brunete, donde tenía un conocido.
Al final el canalla del cabo terminó en Melilla, mi primo dando de comer a los oficiales en Brunete, muy bien considerado, con sus descansos y sin maniobras. Sofía —ella me había dicho que le quitara el “doña” si estábamos solos y yo me había acostumbrado— por fin se fijó en mí y yo, que no había podido olvidar nunca sus pantorrillas ni su canalillo, pasé a compartir la cama con ella durante las ausencias del capitán, aunque nunca se lo conté a Policarpo, no fuera que se encelara y volviera a por ella, y se buscara un problema y, de camino, me lo buscara a mí y a la doña.
Me daba pena el capitán, que parecía ajeno a todo a pesar de que las andanzas de su mujer eran una comidilla en todo en cuartel y en el pueblo. Dicen que se lo habían dicho, pero que él o no se lo creía o se hacía el tonto, un poco por cobarde, otro poco por vergüenza. Yo no creo que fuera así, era un hombre de carácter. Cuando nos ponía firmes a todos y nos plantaba esa cara de pocos amigos que tenía, nos echábamos a temblar, y él no se andaba con remilgos para castigarnos e insultarnos si estaba de mal humor, aunque no hubiéramos hecho nada. Mi primo Policarpo decía que nos gritaba porque no podía gritar a su mujer. Lo cierto es que un día empezó a beber y a faltar a sus obligaciones, que en poco tiempo lo degradaron y que ahora anda por las calles, siempre borracho y amenazando que va a matar a todos los que se acerquen a su mujer.
Terminé la mili y llegué al pueblo para el verdeo. Nada más llegar fui a buscar a mi abuelo y le conté todo lo que nos había pasado a mí, a Policarpo, a doña Sofía y al capitán. Se quedó un rato pensando, le dio un buche al vinillo para ayudarse a tragar el bacalao seco con aceite que se había preparado, y me dijo muy serio: «Un buen militar tiene que saber que hay que binar bien el campo, y que eso no se hace en un día; que hay que estar pendiente para que no crezca la mala hierba; que tiene que saber utilizar la tolva para seleccionar lo mejor; que debe deshacerse del aceite lampante; que la aceituna amargosa hay que tirarla o dársela a los cerdos; y sobre todo que hay que limpiar, limpiarlo todo muy bien, porque el alpechín apesta».
El olivar es una lección de vida.