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096.- Adiós, papá

William C. Rilley

 

Recuerdo como si fuera ayer estar en pie junto a mi padre, en la terraza de la finca mirando el olivar. Con relativa frecuencia pasábamos largos ratos allí sin mediar palabra, dejando que el tiempo se escurriera juguetón entre unos dedos, a aquella edad, aún sin prisa. Yo me limitaba a cogerlo de la mano y observarlo, como si fuera un espía, como si él no se diera cuenta mientras se perdía con la mirada entre las calles de olivos, interminables para mi vista en aquellos tiernos años, entre los que los rayos solares se escondían tímidos y vacilantes.
Con el tiempo me acostumbré al tacto caliente y áspero de su mano, a su piel ennegrecida y ajada por el sol y el trabajo del campo, a sus uñas desgastadas pero bien cuidadas. Miraba su cara, surcada por el paso del tiempo a imitación de aquel olivar al que dedicó su vida y veía en su rostro la imagen de un hombre henchido de orgullo que arrojaba una sonrisa de satisfacción contenida. Una mueca que encerraba la alegría de los logros obtenidos por el trabajo duro y la cautela del que sabe que mañana esperaría otro día de ardua tarea. Yo aún no lo entendía.
Los años pasaron y el tiempo cada vez pesaba más en unos dedos no tan infantiles. Su piel más seca, su cara más surcada, su sonrisa la misma y mis dudas cada vez mayores. Los minutos en silencio mirando a la lejanía cada vez se hacían más largos, el tacto de su mano ya raspaba, y en mi boca una misma pregunta que se atrevía, impertinente, a romper el sempiterno silencio del olivar.
— ¿Se puede saber qué miramos durante tanto tiempo, padre?
Sin apartar la vista del olivar, con infinita paciencia ante la misma pregunta repetida cada día, respondía de manera invariable: ‹‹rezo porque un día mires y veas lo mismo que yo. Ese día todo esto será tuyo, no por nombre ni apellido, sino por la propiedad que entrega la tierra a aquel que la ama y la comprende. Como yo, y como mi padre antes que yo››. Que no me respondiera con claridad y se dedicara a soltar de manera invariable aquella perorata sin sentido para mí, me frustraba. Jamás se lo dije.
Aquella frustración mal canalizada sirvió de un inmejorable combustible para el ímpetu juvenil que me llevó a renegar de lo conocido. Supongo que todos los jóvenes pasan por eso, pero cuando creces rodeado de campo y cultivo, de olivos mudos —para mis oídos— y de insectos a los que cada vez tenía más aversión, cualquier llamada del mundo exterior, cualquier anuncio en la televisión de la época, hacía las veces de irresistible oropel que me llamaba cual canto de sirena. Sin que una mala palabra o una discusión inoportuna hubieran mediado entre nosotros, supe que cada vez mi padre y yo nos situábamos más alejados. Creo que él también lo supo, con seguridad incluso antes que yo, pero jamás abrió su boca; así era padre: pocas palabras, mucho trabajo.
La madrugada del quince de abril de 1985, tras ver la enésima mentira en forma de anuncio televisivo, decidí que el olivar no era para mí. La ciudad me llamaba, un mundo entero de diversión y tecnologías impensables en el campo me estaba esperando y yo debía acudir a su voz. Aquella mañana hablé con padre. Me costó encontrar las palabras. Es curioso cómo nos cuesta verbalizar a veces aquello que en nuestra cabeza hemos ensayado durante años, cómo el tiempo y el aire parecen pesar más cuando estamos a punto de abrir la boca y soltar frases que sabemos que dolerán a quien las va a escuchar.
—Padre, debo decirle algo —pronuncié con pretendida seguridad mientras el desayuno se me enfriaba en la mesa de la cocina.
Padre se limitó a levantar la mirada de su taza de café y esperar a que continuara hablando por toda respuesta.
—Hace un tiempo que vengo pensando —continué sin demasiada convicción en la voz—, y creo que nos vendría bien modernizar un poco el cultivo. Hoy en día los ordenadores hacen el trabajo mucho más cómodo. ¡Algunos incluso pueden llevar la contabilidad de toda la producción sin necesidad de pagarle a un contable! Quizás podría ir a la ciudad y estudiar informática. En pocos años volvería y haría el olivar más rentable. Me iría un tiempo, pero sería por el bien de la finca —apuntillé, intentando sonar lo más seguro posible.
Padre se mantuvo en reverente silencio sin variar ni un ápice su expresión. Supongo que ni yo mismo me creía aquella sarta de excusas que acababa de soltar por la boca. No había una pertenencia real en aquel plural que yo expresaba a la hora de hablar del olivar y la producción. Él lo sabía tan bien como yo, pero no encontré mejor motivo que aquel para decir que me marchaba. Una mentira para empezar mi nueva vida alejada del olivar.
Padre acabó su café, se levantó de la mesa, recogió su taza y su plato y sin mediar palabra se encaminó al mueble donde guardábamos la vajilla. Abrió uno de los cajones y de una caja de caudales más vieja que yo sacó un fajo de billetes que depositó sobre la mesa de la cocina.
—Haz lo que creas que debas hacer, pero asegúrate siempre de tener claro los motivos por los que tomas las decisiones en tu vida.
Fue lo único que dijo antes de abandonar la casa para encaminarse un día más hacía el olivar. Durante mucho tiempo lo odié por ello. Quise que se hubiera negado, que me hubiera puesto cualquier excusa para no dejarme marchar y que me diera pie a explicarle mis motivos, pero no lo hizo. Jamás me reprochó nada. Pensé que era tan duro que le daba igual, hoy creo que lo hizo para no llorar delante de mí. Supongo que ya nunca sabré la respuesta. Dos días después padre y madre me llevaron a la estación de ferrocarril donde cogería el tren que me llevaría a Madrid. Padre permaneció dentro del vehículo con el motor encendido mientras mi madre se abrazaba a mi cuello, llorando y haciéndome prometer que los llamaría cada semana y que volviera durante las vacaciones. Yo asentí. Lo hice con convencimiento, pensando que una nueva vida me esperaba en la capital y que volvería triunfante para demostrarle a padre que yo tenía razón. Besé a mi madre y me despedí de padre alzando la mano desde el exterior del vehículo; él, con ambas manos sobre el volante, si limitó a poner una mueca que no significada nada en concreto pero que lo decía todo.
Debo decir a mi favor que no le metí a mi madre cuando le prometí aquello. Durante los primeros meses llamaba casi todos los fines de semana e intentaba hacerles alguna visita ocasional, pero mi presupuesto de estudiante era limitado y pronto vi que las conferencias eran caras y los billetes de tren o autobús aún más. Por ello —y debido a que mi orgullo me impedía pedirle más dinero a padre— las llamadas se comenzaron a limitar a las que mi madre me hacía cada semana y las visitas acabaron reduciéndose a las de navidad y semana santa. Unas visitas donde siempre tenía la sensación de que le contaba mis progresos a quien no tenía ni el más mínimo interés en ellos. Aquello acabó por hacer cada vez más esporádicos y cortos mis viajes al olivar.
El tiempo empezó a correr cuesta abajo sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Lo cierto es que tuve buen ojo con los estudios que inicié y la informática se me daba bien. Todo era tan mecánico, tan calculado, que me encontraba cada vez más cómodo entre teclados y pantallas. Supongo que por eso no me fue difícil encontrar un trabajo en la capital y con ello acelerar aún más el cada vez más escaso tiempo: correr para ir al trabajo, correr para entregar los proyectos, correr para hacer la compra, correr para cenar e ir a la cama y vuelta a empezar. Poco que ver con la vida en el olivar. No me quejo de aquella época, lo cierto es que me sentía realizado, pero tanta velocidad situaba a mis padres y el olivar cada vez más lejanos.
Antes de darme cuenta llegó el año 92 y con él la crisis económica que llevó a mi empresa a la quiebra. Lejos de amilanarme, ese hecho me hizo salir de mi zona de confort y me llevó a aceptar una oferta de trabajo en Londres. Esa ciudad puso una velocidad más en mi vida y me alejó por completo de la que había dejado siete años atrás en Jaén. Me alejó, al menos, en espacio y tiempo, pues fue allí, curiosamente, cuando mi pensamiento comenzó de nuevo a adquirir cercanía con el olivar y todo lo que había dejado en mi tierra. No tardé en maldecir a todos aquellos que se quejaban del precio del aceite en el supermercado, ignorantes de cuánto cuesta sacar adelante cada botella en un pequeña cooperativa, o de cuanto se llevan los intermediarios que inflan los precios. Cada febrero imaginaba el trajín que abría en la finca con el vareo de la aceituna y como padre no pararía durante todo el día organizando y cuidando cada detalle con los temporeros. Con cada aliño de ensalada añoraba un poco más lo que dejé atrás. Es paradójico como el tiempo y la distancia nos hacen a veces entender el pasado. Por desgracia fue demasiado tarde.
Te fuiste muy pronto. Antes de poder decirte cara a cara que por fin entendí lo que mirabas, que comencé a entender la pertenencia a una tierra aun estando lejos de ella, que pude comprender como un sabor en el paladar puede hacernos volar miles de kilómetros en un segundo. Te fuiste antes de conocer en persona a tu nieta porque ese maldito cáncer, que jamás quisiste revelarnos, te llevo antes de que pudiera decírtelo todo en persona.
Ahora, muchos años después de la última vez, vuelvo a encontrarme de pie mirando el olivar desde la terraza de la finca. Acabamos de esparcir tus cenizas sobre el terreno, tal y como pediste en tu testamento, para formar parte eternamente de este olivar al que dedicaste tu vida. Ahora miro como tú mirabas mientras la mano de Mary me agarra con fuerza, preguntándose que diantres observa su padre con fijeza durante tanto tiempo. Sé que no es su momento de entenderlo, pero rezo porque algún día lo haga. Adiós, papá.

 

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