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101.- Evitando que se asome el hongo

G. J. Castro.

 

Alejandro Conte estaba de paso por las oficinas del edificio inclinado más prominente de Madrid. La nueva joya arquitectónica fungía como un coloso que parecía se caería, pero jamás lo haría. Las torres de la puerta de Europa habían quedado en el olvido. Su esposa, la secretaria del señor Brockenbrough, debía terminar un papeleo antes de ir a almorzar.

Alejandro tenía un mes de vacaciones, pues se iba con la armada española a una misión encubierta contra un grupo terrorista. Y tenía un ojo tan severo para juzgar a las personas que, a tres empleados del lugar, los encasilló como guerrilleros comunistas, a una mujer como un alta «ninfeta», y a un tipo con parpados curiosamente marcados, barba puntiaguda y mirada de asesino, como lo que parecía: un asesino. Se lo cruzó al entrar, este iba saliendo y por aglomeración de gente pasaron excesivamente cerca, el sujeto chocó a Alejandro y en lugar de pedirle disculpas lo miró con rabia y se fue. «Es de seguridad» pensó, también supuso que era un ex convicto o alguna alimaña así.

—Aquí sí que hay porquerías, joderrrr, Romelia —dijo Alejandro a su esposa.

—No seáis mal pensado, no desconfíes tanto de la gente —respondió su esposa.

—Joder, yo soy como Maquiavelo, así no me hago expectativas y después no me pueden herir, salvo tú, muñeca, que tú nunca lo harías.

—Claro que no, espérame un poquito, ya casi termino —dijo Romelia, mientras tecleaba en su computadora del cubículo abierto donde trabajaba.

A Alejandro no le quedó otra que esperar. Y los intercomunicadores empezaron a sonar inexplicablemente.

—Todos ustedes morirán de forma horrible hijos puta —decía una voz prepotente y algo resentida. Alejandro sabía que algo estaba muy pero muy mal, y él tal vez tenía el principal sospechoso en su memoria, de entre las 10 ó 20 personas que juzgó antes de llegar a donde Romelia.

Lo que era una joya arquitectónica, compartida por la firma Seara Mp, una firma de cosméticos basados en aceite de oliva y en comercialización del oro líquido, la telefónica y una empresa de bienes raíces, pasó a ser una prisión de acero en la que estaban a merced de terroristas. Eran terroristas.

—Vente vámonos —y agarró la mano a Romelia, no sin antes apiadarse de Martina la mejor amiga de Romelia, cuyo rostro moreno estaba blanco del susto. Estaban en el octavo piso.

Alejandro iba a combatir seguramente a aquellos que se adelantaron y decidieron causar terror en el centro de Madrid.

—Hay una bomba sucia —decía de nuevo aquella voz, que se había apoderado de la línea auditiva del edificio. En realidad, se apoderó de la frecuencia de las emisoras de radio, en un área bastante grande.

Alejandro de inmediato trató de salir, los caminos a la salida estaban bloqueados, la gente intentaba salir y unos se pisaban con otros. Alejandro buscó un hacha de emergencia y abrió la puerta de un ascensor, con hachazos, ingresaron en la cabina y no subía ni bajaba, estaba trabado. Y de repente el ascensor bajo unos 110 centímetros, fue un susto que casi los llevaba a una muerte horrible, aplastados por el impacto. El ascensor quedó con un pequeño espacio para salir. Las opciones eran, intentar salir por allí o quedarse atrapados. Conte, hábilmente subió por ese pequeño agujero que quedaba, de forma temeraria, sin medir las consecuencias. Pues, si el ascensor seguía cayendo y él estaba saliendo, el habitáculo metálico lo cortaría por la mitad. Pero salió, y se montó en la parte superior, allí abrió la ventana o puerta de emergencia por la que sacó a las mujeres del ascensor.

—Súbanse aquí, y bajen —dijo Alejandro acelerado, las mujeres y él bajaron por las escaleras de emergencia del ascensor, debían tener cuidado, pues si un ascensor venia hacia abajo los podía aniquilar.

—Espera amor, y el señor Brockenbrough mi jefe ¿si está en su piso? —dijo Romelia, pero Alejandro hizo caso omiso y la obligó a bajar.

—Ese seguro bajó por su ascensor privado.

Llegaron hasta el fondo y salieron por un compartimento de ventilación. Pudieron ver que todo el mundo salía, las puertas no estaban cerradas. Lo que sí había era un desorden colectivo. Las personas estaban desesperadas por salir y a veces se pisaban unas con otras, la histeria colectiva era evidente. El edificio no estaba secuestrado, el paso estaba libre.

Y pensar que la pareja iba a viajar a Marbella, y antes de hacerlo iban a parar en una provincia andaluza a hacer «oleoturismo». Romelia, trabajando en una empresa que entregaba a los clientes el producto final del olivar y no sabía cómo era el proceso, el año pasado habían ido a «catar» vinos, este año les tocaba «catar» aceite.

Ahora una bomba amenazaba su existencia, pero lo peor es que no sabían dónde estaba, o tal vez si no existía, si era toda una farsa, una broma.

En la zona había una construcción paralizada, había camiones, máquinas y demás, pero estaban abandonadas. Se estaba construyendo un nuevo edificio a una manzana del edificio de donde habían salido.

La guardia civil española llego al sitio y peinó la zona. Alejandro quiso ser como un héroe y mandó a resguardarse a Romelia y Martina en un sótano de un centro comercial que estaba cerca, si la bomba explotaba el hongo no las envolvería al estar bajo tierra.

El tipo de los ojos «contorneados» y rostro de asesino estaba saliendo de la construcción.

—Aquel es el tipo —señaló Alejandro a sus compañeros de armas. Era el tipo que había visto en la entrada del edificio cuando iba a buscar a su esposa. Este delincuente sacó su arma automática y comenzó a matar a los guardias, uno por uno cayeron, hasta cinco. Huyó despavorido. Alejandro se resguardó, y sacó su arma, y se maldijo, sabía que tenía razón, lamentó no haberle pegado un tiro cuando lo vio.

Lo persiguió entre la construcción, era un edificio no terminado con un sótano gigantesco, hasta 5 pisos por debajo de la tierra, y más de 3 metros de altura por piso.

Se armó un tiroteo, el resto de integrantes de la guardia civil intentaba darle muerte. Todo se complicó cuando dos terroristas más aparecieron. Aquello fue una escena típica de películas, no apta para cardíacos, tiros iban, tiros venían. Afortunadamente lograron darles muerte a dos terroristas.

Estaba claro que lo de la bomba iba en serio. Lo que no quedaba claro era la motivación de los terroristas, si eran «kamikazes» o justo iban a escapar.

El coronel Conte, tomó un camino desviado y logró meterse en el terreno donde estaba la construcción. Intentó sorprender a los tipos por detrás, dos ya estaban muertos, pero quedaba el más peligroso, que logró darle un tiro en el hombro a Conte, pues fue sorprendido por el maleante. Alejandro logró darle luego en una pierna. Este cojeaba, y se metió al edificio. Al piso cuarto llegó, se escondió debajo de un escritorio mientras Alejandro acechaba, herido y con el orgullo destrozado, pero igual iba al ataque, sin miedo a morir por salvar su ciudad. Los rastros de sangre del tipo revelaron que saltó del edificio. Tal vez tenía un «paracaídas improvisado». Alejandro ya no podía hacer nada. Bajo de vuelta, ahora la prioridad era la bomba.

—Teniente Alejandro Arévalo. ¿Encontraron la bomba? —preguntó Alejandro. No se encuentra ningún rastro de material radioactivo, decían.

Una pista anónima reveló que la bomba estaba en un volteo azul. Tal vez un desertor, o alguien que vio.

Se dirigió un equipo hacia el automotor delatado y allí había una pieza de unos 500 kilogramos. Parecía una bomba de hidrógeno. El arma más poderosa jamás creada. Y tenía un reloj detonante, la muerte estaba temporizada.

Un especialista en bombas la caracterizó rápidamente.

En efecto era una bomba termonuclear de fusión. La llamada bomba de hidrógeno, pero no tenía la energía para destruir toda Madrid, solo 1/6 aproximadamente, sin embargo, tenía algo más.

Era también, una bomba de cobalto. La bomba más sucia que existe, era bastante compleja la situación. Habían puesto una bomba termonuclear, de hidrógeno y algo de cobalto en la ojiva, al explotar no solo causaría gran devastación. Además, el inmenso calor convertiría el «cobalto-59» en el isotopo radioactivo «cobalto-60». Eso sí arrasaría con toda la ciudad de Madrid, la nube radioactiva llenaría de cáncer hasta al mismísimo Rey. La gente más cercana moriría en cuestión de días con sangrados por cada orificio de su cuerpo. En más de 5 años esa zona seria inhabitable.

El «dispositivo del fin del mundo» amenazaba con pudrir por completo Madrid.

Pensaron los de la guardia civil por un momento, «Qué tonto, lo dejaron en un camión y hay una construcción, con varios vehículos, la sacamos de aquí y se acabó el problema». Ningún vehículo estaba operativo. El motor había sido extraído, cauchos pichados, las piezas mecánicas sencillamente no servían.

Solo una máquina, una retroexcavadora, que no les habían dado tiempo de dañar, pero tremendo detalle, no tenía aceite hidráulico.

—Coronel Núñez, envíenos una máquina —decía uno de los del equipo antibombas que estaba en la zona.

Los helicópteros no podían maniobrar, porque había muchos edificios. Requerían una máquina, pero el tiempo era premura porque había un contador, quedaban menos de 1 hora para detonar la bomba. La ciudad estaba colapsada, y a máxima velocidad, podía conseguirse una maquina solo en 2 horas.

Alejandro llamó a Romelia, él estaba al tanto de la situación, de que todo se había complicado, no podían solo llevarse la bomba lejos para que explotara en caso de no poder desactivarla.

—Mi amor, oye —decía Alejandro, pero no se escuchaba nada.

—Cielo ¿Dónde está la reserva de aceite de oliva de la empresa? Dime —preguntó Alejandro a su esposa. Una idea tenía, una muy descabellada y oleosa. — ¿Dónde está?

Alejandro tuvo que ir a buscar a su esposa y preguntarle personalmente. Tenía una idea. Usar aceite de oliva por aceite hidráulico, menuda estupidez, pero tal vez lo único en ese momento. Mientras tanto el equipo antibombas, trataba de hacer su trabajo, el problema es que no podían acceder al circuito para desactivar el detonador, pues estaba dentro de una capa de 5 centímetros de acero, un corte con un equipo de «oxicorte» y podía dañar el circuito que detonaría de inmediato la bomba.

—Están en el segundo piso del edificio —dijo Romelia. Martina estaba temblando, y Romelia trataba de calmarla, ella era mucho más fuerte pues su esposo era como el «Rambo» español.

Alejandro fue al depósito y tumbó la puerta, tal cual un «Marine» lo haría. Se llevó unas 10 cajas, de aceite extra virgen de oliva. Tuvo que volver por el aceite más impuro, el aceite de oliva normal, pues pensó que el aceite hidráulico se asemejaba más al aceite impuro de oliva y esta premonición no le falló.

La máquina encendió y podía mover sus palas. El equipo antibombas no lograba desactivar la bomba.

—Vamos a sacarla de aquí, ¿No viene ningún helicóptero? —dijo y preguntó, pero posteriormente rectificó —. No, pero ¿dónde la colocaríamos?, el desierto está muy lejos, Joder. Maldita sea. Vamos a meterla en un hueco.

—Ayúdenme a montarla en la pala, vamos a llevarla al sótano del edificio —dijo Alejandro, a los incrédulos que estaban allí.

Lograron montar entre varios hombres la bomba en la pala de la máquina. Está a veces perdía su posición, el aceite que le echaron no era el óptimo, aunque tal vez era que había que «purgar los gatos», como insinuó uno de los hombres presentes, pero ya no había tiempo. Quedaban 15 minutos. Alejandro Conte llevó a toda prisa la bomba hacia el sótano. Casi 500 metros de recorrido, hasta el punto más bajo del edificio, 5 pisos por debajo, unos 15 metros de tierra. La colocó en el suelo con la ayuda de otros y trató de cubrirla con la pala.

Salieron corriendo. Quedaban unos cinco minutos.

La próxima cosa que podía hacer era colocar escombros, atravesar camiones, o cualquier cosa en la entrada al sótano. No les quedó otra opción que mover a toda prisa los vehículos que encontraron en la zona, y atravesarlos en el sótano. Lograron incrustar unos 10 vehículos, mientras Alejandro fue corriendo a sacar a su esposa y a Martina del sótano del centro comercial donde se encontraban, y ya era muy tarde. La explosión ocurrió. No les dio chance de salir, pero la enorme cantidad de terreno y peso que tenía la bomba encima hizo posible que solo una manzana fuera parcialmente destruida, el edificio inclinado no sufrió daños estructurales. Alejandro, su esposa y la amiga de su esposa, así como otras personas que se habían resguardado, salieron del lugar justo cuando empezó el sismo de 6 grados en la escala de Richter. Vieron volando mucho material por los aires, y sintieron la vibración. Pero lograron salvarse y salir de inmediato de la zona de radiación.

El alcalde cerró esa zona de la ciudad porque la radioactividad no la hacía habitable. Murieron pocos en la explosión, valientes hombres que dieron la vida para ayudar a contener el hongo que se estaba por visualizar en Madrid, para borrarla del mapa.

A Alejandro le dieron una muy peculiar prenda, el «olivo de honor», una medalla que tenía forma de rama de olivo, hecha de oro, y que lucía con orgullo.

En Andalucía le dieron una membresía de por vida para consumir este preciado aceite. Y el señor Brockenbrough, meses después, le cobró las botellas que usó Alejandro, a Romelia, en su sueldo.

La historia del tipo que salvó Madrid con unas cajas de aceite de oliva, ya estaba en tapa de todos los diarios.

 

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