102.- Palabra de Olivo
Atlante de madera escriturada,
locuaz en tu mutismo de centurias,
los pies consolidados,
vagamente sensitivos,
arbolado con brazos creativos,
donante de doradas nutriciones
que transmutan tu savia polifónica
en un virtuosismo de sentidos.
–Estamos aquí, al pie del olivo más longevo de esta heredad de Los Abejarucos, una finca que constituía el aleph de Ramón, su alfa y su obertura, su equinoccio y su sistema solar. Estamos aquí, con sus cenizas enlatadas, dispuestas para ser esparcidas sobre este océano de terrones hollado tantas veces por su tenacidad de aceitunero de fondo, de los de adarga antigua y lanza en astillero…
Previamente, el orador había atribuido la autoría de esa primera estrofa del poema que acaba de recitar a Ramón Higares, devoto de Dios y a la vez de Blas Infante, andaluz de encaste, pobre por determinismo, analfabeto de cuna, pero que, tras ochenta y siete años de guerras, posguerras, dictaduras y democracias, se volvió primero letrado y después culto, por autodidacta, por terco más bien, triyuntivo entre la tierra, los libros y los suyos.
–Trabajarás por lo que comas, nada más…
Ese fue el recibimiento verbal de aquel Miguel el de los Pozos, señorito integral y propietario de la finca, uno de tantos adjudicatarios de la ancestral generosidad patria para con los pudientes y a la vez alineados con los vencedores de aquella guerra, civil por fratricida, a un Ramón acabado de ingresar en los diez años, cuando en aquel 1943, su padre –el de Ramón–, con lagrimones en el aliento, le dijo que tenía que buscarse su propio alimento, que ni las telarañas ni los saltamontes burlaban el hambre familiar lo suficiente como para no morirse.
–No me guardes rencor por arrojarte a la esclavitud, pero no me queda otra salida.
Provocaba esa misma hambre una polifonía roedora nocturna de los estómagos a los seis hermanos de la familia Higares; el apellido de la madre contaba poco en aquella España mezquina y vergonzante, totalitaria y militar, ayuna de miel en las tostadas y repleta de himnos que reclamaban un concepto mal entendido de la raza.
Y en este mismo olivar de las exequias desembocó aquel niño Ramón, las patas alambradas, la sumisión en la sonrisa, los síes prestos, la nuca presta también a recibir pescozones caprichosos del capataz, del encargado, incluso del jornalero. Ser el último, el frágil, el grumete le concedía aquella condición de trapo de la que se juró primero que saldría y después que invertiría. Sin revanchas, sin espuelas, sin yugulares seccionadas.
Resistente a glaciares de secano
que inclinaron tus estrías
hasta lo oblicuo,
impones una solidez de campanario
que descuella por encima de los siglos
y sin otros badajos que tus frutos
ofreces resonancia de inclemencias
desde lo irregular de tus anillos.
Declamaba convicto aquel cura civil que oficiaba la ceremonia de despedida de Ramón ante los más de doscientos congregados con los zapatos polvorientos, consecuencia de la distancia del olivo patrón, de aquel altar de clorofila domesticada, del aparcamiento de los vehículos; las pieles levemente atirantadas por el vientecillo pertinaz que provenía de un norte de finales de octubre que advertía que sus hermanos mayores, más boreales todavía, estaban listos estacionalmente para nutrir de frío aquella estribación subbética alomada y tachonada de olivos.
Declamaba convicto las estrofas y la prosa subsiguiente, extractando retazos de una vida caducada que reposaba en dos kilos de carbono disecado y laxo. Ofrecía el horizonte un infinito de olivos. No se atisbaba un solo resquicio visual de lontananza que no estuviera colonizado por ellos. No importaba el porcentaje de la pendiente de una orografía preñada de esencia de provincia y que había promovido a Machado y a Serrat a inclinar su poesía y su laringe a la magnitud de aquel arbolado mimado, denso, identitario, generoso.
–Creció Ramón con la obediencia como herraje, pero sus adentros estaban conformados por un talento intuitivo y por sus arterias más parecía que circulara aceite que sangre y prueba de ello es que con apenas veinte años ya fue designado capataz mayor por un señorito que emigró a Madrid a atender concesiones más suculentas del Movimiento. Ya nadie le arreaba pescozones, sino ahora le consultaban cualquier decisión que trascendía las ordinarias. Y cuando a los veinticinco, un año antes de que Franco declarara el fin de la autarquía, le planteó al terrateniente la transformación de la finca, arrancar progresivamente los ejemplares menos rentables en lo productivo y plantar olivos de otra variedad con mejor aceite potencial, aquel, inmerso en las faldas vanguardistas de la corte, despreocupado de su agricultura, le concedió su anuencia con la única condición de que no perdiera dinero ni uno solo de los ejercicios de la transformación y que lo multiplicara por tres a partir del sexto…
–Pero quiero un pequeño porcentaje de los beneficios a partir de ese sexto año –se atrevió para sorpresa de su amo–. Mi interés por la rentabilidad crecerá si yo me beneficio en proporción a la cosecha. Seré el ojo del amo que engorda la producción en este caso.
El cacique, ya más capitalino que señorito andaluz, refinado de costumbres, buen olfateador de los negocios, admitió el envite y le tendió la mano en señal de aceptación.
–Y la firma –apostilló con firmeza Ramón.
Y acabaron sancionando ante notario un documento de derechos y deberes, de servidumbres y réditos, de criado y amo todavía, pero con los espinos más separados, menos afilados. Una rareza concesiva en tiempos de absoluta dominancia de las élites.
Poseía aquel maestro de ceremonias un magnetismo que parecía heredado del mismo núcleo de la tierra. Ninguno de los presentes perdía atención auditiva siquiera derrochando cuchicheos, solo el descaro del vientecillo se interponía entre la garganta de uno y los tímpanos de la pequeña muchedumbre que parecía haber querido a Ramón a juzgar por el embeleso en la atención y lo remoto del ritual.
El olivo testigo, el notario vegetal de aquella liturgia de despedida y honra, presentaba un porte catedralicio, con ramas como arbotantes y el tronco musculado por el nitrógeno del tiempo. Se envolvía de muy azul el cielo en el mediodía sureño, las olivas ávidas por acabar de madurar y sentirse útiles primero en los depósitos, después en las botellas para avenar finalmente los paladares y las células.
Es fijarte,
admirar tu estatismo invertebrado
y volverse peluche mi esqueleto,
mínima mi eternidad
como individuo escueto
limitado por arterias de juguete,
risible mi argumento existencial
de apenas ocho décadas;
nimio me presiento
cuando me desmaquillo ante el espejo
de conjeturar hipotecas adquiridas.
–Ramón aprendió a multiplicar por todas las cifras, memorizó la geografía que venía en los manuales de su época y comenzó a frecuentar a Sartre y a Camus, clandestinamente porque aquella España no estaba para tolerar libertades de pensadores tan franceses como inconformistas. Y entre olivo viejo y olivo nuevo le dio tiempo a remozar una construcción anexa al cortijo con vistas a casarse con esta Adoración que veis aquí, a mi lado, y que se mantiene con mejor cabeza que huesos y que me ha pedido que sea breve para que pueda condolerse en silencio por su hombre, por su único hombre.
El orante hizo una pausa y añadió que el difunto también había devenido en poeta, de los intensos, de los que meten los dedos en el costado de las sílabas hasta extractar el pus de la belleza, de los que descubren los epicentros de las emociones apresados en una metáfora.
–El poema que os recito lo compuso a los ochenta años. Yo los he leído casi todos y los vamos a recopilar en un poemario que regalaremos dentro de un año, aquí mismo, a la misma hora, al amparo de su árbol de cabecera. Estáis todos invitados a su aniversario también.
Un descolgarse popular de lagrimillas disfrazadas de legañas, le dio a entender al parlamentario que quizá fuera hora de abrochar el discurso, que no convenía excitar de más los lagrimales ajenos, porque él era de los que prefería la nostalgia benigna al drama arrebatado de una muerte biológicamente consecuente como la de Ramón. Pero le quedaba tanta de su vida por narrar, tanto por compendiar, tanta metamorfosis por explicar, tanto bagaje adquirido por exteriorizar.
Te acaricio y me embarga lo invariable,
te rodeo
y me brotan costurones a tu nombre,
abrazo tus escamas sin cosmética
y se inflama mi orgullo
por compartir patria y litosfera chicas,
por coexistir con tus caderas
de titán reposado de los suelos
que imparte magisterios vegetales
madurando sus gemas
avanzado el otoño.
Declamaba con la prosodia de un jesuita enamorado de Dios.
–A los cuarenta y cuatro, Ramón y Adoración ya habían concebido a sus cuatro hijos, todos presentes aquí, privilegiados por la supervivencia. A sus cuarenta y siete claudicó de la vida el señorito. En Madrid, sin otros vínculos de sur que la cuenta de resultados sonrosada que cada año le presentaba Ramón. Heredaron sus dos hijos Los Abejarucos, pero ninguno quiso entretenerse con los olivos y le asignaron a Ramón el usufructo explotador de la finca. “A tu antojo. Confiamos en ti”, le expresaron casi a la par en el café Gijón, que hasta allí se había desplazado el recién finado para renegociar el acuerdo. Que lo hizo, y ventajoso para sus intereses pecuniarios porque el par de hijos del aristócrata andaban excedentarios de dinero y de gratitud hacia Ramón (esto último se lo confesó el mayor); abiertos ambos de perspectiva, extrañamente desposeídos de esa pátina de suficiencia con la que los habitantes de los vértices se compadecen de los que viven a ras de sueldo.
Quien más y quien menos de los asistentes conocía parte de la trayectoria de Ramón, pero que el parlamentario la condensase así de concisa les refrescó la admiración hacia alguien que había sido capaz de burlar a su destino y componer un poema tan íntimo, tan omnímodo en belleza, tan exaltador hacía la pata quizá más sólida de la trilogía de cultivos mediterránea, o romana, o íbera, que más daba el origen si el protagonista seguía siendo el olivo.
Devoto de tu estoicismo,
estoico yo también por mimetismo,
reverente de tu naturaleza
imperturbable,
me alío con lo ancestral de tus esencias
contrarias a hacer un drama de tu trama
por mucho que presentes tu corteza
tatuada de varices.
–Y no, no vamos a hacer un drama de esta ceremonia, Ramón, porque has muerto avanzado y fecundo, con la lucidez numantina, con las escrituras de Los Abejarucos a tu nombre definitivamente, rodeado de tus vástagos, amortiguado el dolor, sin dioses pero sin miedos, sin deudas, en particular contigo. Puedo dar fe porque yo mismo, en mi condición de primogénito te cerré los párpados y te besé la frente mientras te obsequiaba con un “misión cumplida, vida hecha”. A continuación, tus hijos te vamos a hacer volar con orgullo de polluelos mientras madre observa los arabescos de tu reposo eterno.
Y ahora sí, buena parte de los reunidos, embargados todavía por el eco emocionado de las palabras de Ramón Higares hijo, al contemplar el leve revoloteo del polvo de Ramón Higares padre, se aflojaron de sal y donde solo había ceniza, vieron cometas consumados.
El olivo patriarca, sin que nadie lo advirtiese, dejó rodar una sobredosis de savia coloidal por una de las múltiples estrías de su tronco hercúleo hasta que se amalgamó con el sustrato del suelo a la espera de matrimoniar con una molécula de aquellas cenicientas que contendrían, con seguridad, el alma de Ramón, de su podador, de su recolector, del confidente que tantas veces le trasladó sus morfemas y que alguna lo abrazara sin publicidad alguna, rugosos los dos, cada uno a su manera.
Olía el mediodía jienense como huelen las esquinas soleadas con luz como enfermiza cuando se las dobla con la sonrisa desamurallada, los labios tibios, los dientes permeables.