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103.- Por un amor, por un olivar, por un sueño — Las aventuras de Joaquín de Jaén

José Malveira

 

Sentado en la cofa del galeón San Pedro, embriagado de brisas y de sueños, Joaquín de Jaén contempla el terciopelo negro del mar. Por todo el día el barco había enfrentado una tormenta rabiosa que casi llevó el viejo buque a pique. Sin embargo, para el fin de la tarde, hubo una mejoría en el tiempo, el vendaval amainó y la tempestad se transformó en una llovizna tierna e inofensiva.

Joaquín no tiene miedo de lo peligroso que es hacer centinela en las alturas. Por el contrario, le gusta exponerse a la índole imprevisible de los elementos naturales. Además de eso, él jamás se encuentra solitario. A su lado siempre está Don Noé, una paloma que se convirtió en su mejor amigo y en la mascota de la tripulación. Los dos son inseparables.

Mientras el ave dormita anidada en su chaqueta, Joaquín coge una pequeña botella de vidrio que lleva guardada en un bolsillo secreto del pantalón. Cuando saca el corcho, un delicioso olor de aceite avanza por su nariz y llena su espíritu de recuerdos. Él vuelve al instante a su Jaén amada, en seguida a un olivar y después a un olivo en una noche de luna. Bajo las sombras de sus ramas, una chica se lamenta entre sollozos. Joaquín le promete a ella jamás olvidarla y regresar con oro y plata para comprar muchos olivares, donde tendrán un hogar y serán felices. Ella se queda recelosa, pero está ciegamente enamorada.

— Toma este regalo, es una botellita con aceite de este olivar donde trabajo. Ábrela todas las veces que te quieras acordar de mí.

Y ella tenía razón: el cuerpo, el pelo, la ropa, todo en aquella chica olía a aquel rico aceite. Era como si ella estuviera allí con él. Joaquín cierra los ojos y fantasea…

No obstante, dos años habían pasado desde su última partida de Jaén y su suerte no había cambiado. El año de 1763 ya estaba terminando y la vida solo le había ofrecido trabajo duro, peligros y pésimos pagos. Pero Joaquín sabía que el hado del hombre común y anónimo era una roca resistente y muy sólida. Era necesario golpearla miles de veces con el martillo de la tenacidad para, poco a poco, labrar su nombre de vencedor en ella. No podría, por lo tanto, desanimarse.

Tras su turno, durante la madrugada, una neblina pegajosa sepultó todo alrededor. La visibilidad, a pesar de la luna, se redujo a cero. Por miedo a los bajíos traicioneros de aquella costa, el capitán mandó echar anclas. Todo se quedó en extraña quietud. Había un silencio de cementerio sobre las aguas, y Joaquín tenía el presagio ominoso de que fantasmas rondaban el barco. Don Noé luego se volvió agitado y empezó a volar de un mástil a otro, despertando los marineros. El capitán, que se encontraba enfermo, fue avisado. Por fin, al rayar el alba, la niebla se disipó de súbito y todos vieron con espanto la silueta de un buque pirata con los cañones apuntados directamente hacia el San Pedro. Mientras los artilleros corrían a sus puestos, el contramaestre ordenó al timonel que maniobrara el barco para responder a la amenaza.

Fue en vano. Con la ventaja de la sorpresa, los bucaneros soltaron casi a quemarropa una ráfaga de hierro redondo que desarboló el palo mayor e inició un incendio en los pañoles. El cañoneo incesante y certero solo duró media hora, dejando el San Pedro destrozado. En verdad, aquel bajel achacoso no tenía fuerzas para enfrentar a las bocas de fuego del enemigo. Así, luego que las bajas se acumularon, el capitán se rindió.

Los piratas tomaron posesión del San Pedro con gran algazara y durante el resto del día infligieron las peores vejaciones no solo al capitán, sino a toda la tripulación. Cuando la noche cayó, todos los que no estaban gravemente heridos fueron maniatados con cuerdas o cadenas. Entonces comenzó un fandango salvaje regado a vino de Málaga y ron de Barbados interrumpido a menudo por peleas brutales entre los propios bucaneros.

Por la madrugada, los últimos borrachos sucumbieron al cansancio y solamente tres vigías soñolientos conversaban en la proa. Joaquín, que había sobrevivido sin un rasguño, yacía con las manos amarradas tras las espaldas al lado del capitán, en la cubierta.

— ¿Qué van a hacer con nosotros? — susurró.

— No lo sé, pero esos piratas suelen reclutar prisioneros a la fuerza — contestó el capitán.

— ¿Y si me opongo a eso?…

— Bueno, ellos son especialistas en convencer hasta a los más testarudos.

Joaquín se quedó pensativo.

— Capitán, tengo conmigo una pequeña botella de aceite. Está en un bolsillo oculto en una pernera de mi pantalón. ¿Cree que puede cogerla para mí?

— Pero no estás pensando en hacer una ensalada ahora, ¿estás?

— No estoy para bromas, capitán. Vamos a huir de aquí.

— No es posible…

— Si coge esa botellita, le aseguro que sí.

Joaquín acercó su pierna izquierda a las manos del capitán, quién logró encontrar el bolsillo y sacar la botella. Joaquín la asió y quitó el corcho. Vertió parte del aceite en una de las manos, tapando en seguida el frasco con un hábil movimiento del pulgar de la otra. Entonces, untó las manos y las muñecas, dejándolas resbaladizas y empezó a forzar las cuerdas. No tardó para que los pulsos deslizaran y él estuviera libre. Acto siguiente soltó el capitán.

— ¿Qué hacemos ahora? — preguntó el capitán.

— Esperamos aquí calladitos. Solo hay un vigía despierto, pero está muy achispado y no aguantará mucho tiempo en pie. Luego que él duerma, bajamos por la escalera y cogemos un bote de provisiones que está a remolque del San Pedro — respondió Joaquín.

— ¿Y los otros?, ¿cómo vamos a salvarlos?

— Si logramos llegar a tierra firme, les traemos socorro.

Como Joaquín había previsto, un cuarto de hora después se oían los ronquidos del centinela. Entonces, los dos hombres se arrastraron silenciosamente por los meandros de la noche, intentando alcanzar a la amura de la nave. Avanzaban con cuidado, pero, cuando estaban a dos pasos de escabullirse, Joaquín se tropezó y dio una patada a un vaso. El vigía se levantó tambaleante, cogió un candil y miró en la dirección del ruido. Cuando iba a pillar a Joaquín y al capitán, Don Noé se lanzó del castillo de popa y hendió las tinieblas como un cohete emplumado, rozando la cara del centinela y derribando la lámpara. El pirata, pensando que había sido atacado por un espíritu malo, buscó refugio en la cubierta, temblando de miedo. Los fugitivos bajaron por una escalera, tomaron el bote y comenzaron a remar hacia la costa. Don Noé, después de aletear sobre el maltratado San Pedro, aterrizó altanero en la proa de la embarcación.

— ¡Gracias a Dios! Don Noé está con nosotros otra vez — dijo Joaquín súbitamente feliz.

— Nos diste una gran ayuda, Don Noé — añadió el capitán.

— ¿Supone que estamos muy lejos de la orilla? — le preguntó Joaquín.

— No más que una milla. ¿Cómo te llamas, marinero?

— Joaquín de Jaén.

— ¿Pero ese es tu nombre de bautismo?

— No, pero hablo tanto de mi región, que “Jaén” se convirtió en mi apellido. Soy Joaquín García, de Andújar.

— Yo conozco muchos pueblos de Jaén.

— ¿En serio?

— Sí. Yo he transportado muchas cargas del aceite de allá. El mejor aceite del mundo, todos lo dicen.

— Y hoy hemos sido salvos por él.

— Pues sí, has sido muy ingenioso.

Las luces del San Pedro y del buque pirata fueron se quedando distantes y la oscuridad hambrienta de la noche se tragó a los contornos de las naves poco después. Los dos hombres siguieron remando a toda mecha, pero un viento contrario retardaba su marcha. En esa faena, perdieron la noción del espacio y se vieron aún más confundidos cuando, tras un largo tiempo, los trazos imprecisos de una costa poco familiar empezaron a aparecer a los primeros saludos del sol.

— Parece que una corriente nos ha atrapado — rezongó el capitán. — Estamos muy lejos de donde deseaba arribar. Hay muchos acantilados, arrecifes… Esto todo es muy peligroso. ¿Ves alguna playa?

— No, pero hay algo como un canal más allá.

— Es necesario apearnos antes que algún viento nos arroje contra las rocas. Vamos al canal.

El bote avanzó lentamente en un mar cada vez más enojado cerca de los arrecifes. Don Noé, inmóvil en la proa, estaba pendiente de todo alrededor. Al cabo de mucho esfuerzo, lograron tocar un ancho hiato de la línea de escollos. El hueco abrió paso a un trecho de aguas apacibles protegido de ambos lados por magníficos acantilados.

Después de recorrer media milla, unas grutas aparecieron y ellos vieron las primeras señales de presencia humana: restos de hoguera y astillas de vidrio en las rocas. En ese momento, Don Noé se inquietó y planeó hasta la entrada de una caverna. El capitán sacó el catalejo y escudriñó las cercanías.

— Por allá, vamos a seguir Don Noé y entrar en la caverna — le dijo el capitán a Joaquín.

— ¿Qué pasa?

— Un pequeño barco de piratas. Vienen en nuestra dirección. Vamos a escondernos.

El bote entró en una cueva del acantilado y los dos hombres se quedaron a la espera. Luego oyeron un rumor de voces, unos órdenes dados a los gritos por un capitán borracho y las risas de un u otro corsario que parecían bromar de él. El barco pasó tranquilo, con un viento favorable que soplaba tan disciplinado y constante como si el canal fuera un túnel.

— Algo no va bien — murmuró el capitán.

— ¿Pero, dónde estamos?

— En la costa berberisca, el paraíso de los corsarios, no muy lejos de Argel.

— ¡Que mala suerte! ¿Y cómo hemos venido parar aquí?

— El contramaestre… Aquel canalla cambió el rumbo del buque mientras estuve de cama en los últimos tres días. Él estaba asociado a los piratas y nos ha traicionado a todos.

— ¿Qué haremos ahora?

— No lo sé. Es imposible cruzar el Mediterráneo a remo. Pero antes de todo necesitamos agua potable. Vamos a explorar estas cavernas y rezar para no encontrar más bucaneros.

En ese instante, Don Noé emprendió un vuelo hasta la entrada de la caverna siguiente, como si los llamara.

— Vamos a seguir la paloma — dijo Joaquín.

Tras media hora remando sin hacer alboroto, vieron el pájaro zambullirse en una cueva gigantesca. Empapados de sudor, cansados, resbalaron con cuidado al interior de la gruta. De inmediato escucharon un sonido burbujeante de agua que saltaba de una cascada ubicada en un inmenso hueco en el techo. Todo estaba inmerso en una penumbra suave y cuando las pupilas de los dos fugitivos se dilataron, ellos casi cayeron de espaldas.

— Un pequeño barco de tres mástiles. No tiene más que diez metros, pero… — masculló Joaquín, mientras miraba la embarcación muy limpia, amarrada a una roca por una boza no muy larga.

— Pero puede nos salvar — añadió el capitán.

Efectivamente, a pesar de sus exiguas dimensiones, el barco tenía una buena cubierta y parecía haber sido preparado para un viaje.

— Aunque no sea grande, es demasiado grande para solamente dos hombres. Pero vamos a correr el riesgo — habló el capitán.

— Entonces, no perdamos tiempo. Los dueños no tardarán a llegar.

Minutos después, con Don Noé en la proa, el barco dejó la caverna y entró en el canal. Fue cuando se oyeron unos disparos de mosquete.

— Tenemos compañía, capitán — gritó Joaquín.

— Es un bergantín de corsarios con todas las velas tendidas. ¡A todo trapo! — gritó el capitán junto al timón.

Joaquín maniobró las velas con destreza y el viento del canal las infló dispuesto y entusiasmado. Pero al cruzar la línea de los arrecifes, el estallido de los mosquetes se convirtió en truenos estremecedores.

— ¡Malditos! Están tirando con el cañón de proa — alertó el capitán.

El buque pirata empezó a avanzar más rápido impulsado por un viento de popa. Joaquín y el capitán luchaban para dar velocidad al barco, pero era un combate de David contra Goliat. Los estruendos se acercaban y, para empeorar las cosas, había un francotirador en la gavia. Entonces, un proyectil de mosquete rebotó en el timón y le pegó al capitán en la pierna.

— No te detengas, estoy bien — dijo el capitán asiendo el muslo ensangrentado.

El capitán ya sentía el aliento de los corsarios en la nuca. No habría como escapar y destino estaría sellado en breve. Por un momento, pensó en sus hijos, su esposa, su hogar sosegado y en una vejez tranquila que jamás tendría. “Yo no merezco morir como un perro”, se lamentó. Pero cuando todo parecía perdido, algo inesperado ocurrió: los corsarios interrumpieron la persecución y dieron media vuelta.

— ¿Qué pasó? Parece que vencimos — habló el capitán.

— No estoy seguro. Nos libramos de las garras del lobo para meternos en la boca del león. ¡Mira el cielo!

El capitán se fijó en el horizonte y vio montañas de nubes negras avanzando como una manada de osos hambrientos. El primer golpe de aire húmedo sacudió el barco como si éste fuera una cascarilla de avena. Luego el mar se encrespó y el viento sopló cada vez más airado. El barco, con la vela mayor rizada, era azotado por olas atroces, pero mostró valor, manteniéndose a flote en aquella marejada furiosa.

En el auge de la tormenta, los daños eran tremendos. Había agujeros por todos lados y Joaquín peleaba por achicar el agua que entraba a borbotones. El capitán se amarró al timón y, a pesar de la herida y de los dolores crujientes, mantuvo la proa contra las olas. Horas después, el viento amainó y el mar respiró un poco más reposado. Cuando por fin el sol se filtró por las nubes, Don Noé salió del único lugar seco bajo la cubierta y tomó su puesto en la proa.

— ¡Dios mío! Algo ahora va bien. La tempestad nos empujó muchas millas en dirección a la costa española — dijo el capitán mientras calculaba la posición del barco con un sextante.

Joaquín no logró sostener el regocijo, pero las heridas de su compañero lo preocupaban.

— ¿Cómo está la pierna?

— La bala pasó de resbalón, pero se me llevó un bueno trozo de carne.

— Hay un botiquín aquí. Debe tener alguna medicina.

Tras algunos minutos, Joaquín anunció:

— ¡Ajá, aquí la tenemos!

— ¿Qué has encontrado?

— Hierba de la cuchillada.

— Vulneraria, Anthyllis vulneraria… Muy bueno. Vamos a hacer una cataplasma — dijo el capitán, que tenía conocimientos médicos.

— Voy a machacarla y mezclar con agua caliente.

— Con aceite es mejor, pues el efecto se mantiene por más tiempo. Pero no hay aceite en las provisiones.

— Es verdad, no lo hay en las provisiones, pero todavía tenemos la botellita, media botellita del mejor aceite, capitán.

— Tienes razón. Entonces anda rápido, que esto me duele mucho.

Las heridas del capitán ya estaban protegidas con la cataplasma y un vendaje cuando se hizo noche. El mar dormía un sueño profundo y las estrellas poblaban un cielo sin nubes, dónde no había la menor señal del drama vivido a lo largo del día.

— Si logro llegar a casa, jamás pondré mis pies en un barco otra vez — dijo el capitán.

— En cuanto a mí, no puedo decir lo mismo.

— Esto no es vida…

— Pero necesito dinero. Tengo planes que valen el riesgo.

— ¿Tienes novia?

— Sí. Es una chica muy linda, que huele y sabe a aceite de primera prensada. Le prometí un olivar, un hogar e hijos. Solo regreso cuando pueda cumplir mi palabra.

— Eres bastante joven. Pero yo no tengo más tu brío. Un hombre debe saber cuándo ha perdido la batalla contra su destino. Debe aceptar los hechos. Para allá de eso, ya tengo unas ovejas, unos olivos y unos brazos calientes en donde refugiarme.

— Entonces el destino no le ha sido muy cruel. Si yo tuviera lo que tiene, ahora tal vez ya estuviera en mi casa al pie de una chimenea.

— Solo hoy pude ver eso claramente. Casi he perdido todo lo que ya me es bastante.

— Sí. Pero este barco no nos llevará a casa con todos esos agujeros. Tengo que achicar el agua.

— Mira, Joaquín, antes es necesario alivianar el barco y subir la línea de flotación. Tienes que arrojar parte del lastre por la borda. Vamos aprovechar mientras el mar está calmo.

Joaquín bajó a la cubierta y un cuarto de hora después volvió blanco y serio como Don Noé.

— ¿Qué pasa? — le preguntó el capitán.

Joaquín irguió con dificultad uno saco que sostenía con ambas manos.

— Es oro, capitán. Casi todo el lastre de este barco es de monedas de oro y plata. Es un tesoro de los corsarios berberiscos.

El capitán se sentó junto al timón y se quedó circunspecto por algunos minutos. Después, como si regresara de un viaje por lugares muy lejanos, habló finalmente:

— Esto puede ser nuestra felicidad o nuestra desgracia. Tendremos que evitar todas las embarcaciones en el camino de vuelta. Y solo podremos arribar a la noche, en un puerto desconocido, sin llamar la atención. Si descubren nuestro secreto, no disfrutaremos jamás de este tesoro. Muy bien, a partir de ahora, para todos los efectos, somos dos pescadores, nada más que humildes pescadores. Arroja todo por la borda menos lo esencial para la sobrevivencia.

Por varios días, el barco avanzó a duras penas a causa de las averías. Pero ellos no perdían la esperanza. Aunque no hubieran visto señales de tierra, sabían que una fuerte corriente los estaba ayudando y el cielo les era cada vez más familiar.

Entonces, cierta noche, Joaquín estaba distraído en el timón cuando Don Noé regresó de uno de sus paseos de todas las tardes. Esta vez, el pájaro tenía algo en el pico. Joaquín examinó el regalo que su amigo le daba.

— ¡Capitán!, ¡capitán! — gritó Joaquín eufórico.

— ¿Qué pasa, hombre?

— Vea esto que Don Noé nos ha traído.

— ¿Qué es?

— ¡Una hoja de olivo, capitán!

Los dos hombres corrieron a la proa y sus ojos maravillados pudieron ver muy lejos un hilo de luces centellantes de un pueblito de la costa de España.

 

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