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104.- Las heroínas siempre mueren

Celia Marta Barrio Marcén

 

Su dorado cuerpo era su templo.

Sabía que era el único con el que los dioses la habían obsequiado al nacer y debía intentar que perdurase en el tiempo lo mejor posible. Por ese motivo, todas las mañanas llevaba a cabo un ritual de belleza que se prolongaba durante horas. Bañaba su desnudez exuberante entre flores de azahar y aromática canela. Con sumo cuidado, se deslizaba dentro de aquella tina de agua tibia aromatizada, infusionando esa anatomía entre fina seda y gasas de algodón.

Antes de secar su manoseado cuerpo, Níobe se ungía delicadamente por cada pliegue de su piel el oro líquido de Atenas. Comenzaba masajeando sus sienes y deslizaba con un movimiento rítmico y circular aquellos largos dedos hasta el enhiesto cuello. Era entonces cuando tomaba, de nuevo, el bote de cristal que rellenaba cada noche con el mejor aceite de toda la Hélade para continuar con su rutina matutina. Dejaba que su contenido se deslizase entre sus senos, por su torneado vientre infecundo y que recorriese los diferentes surcos de su dermis. Cada uno de los ríos oleosos que cubrían su torso eran difuminados con suavidad extrema por aquellas manos de mujer.

*****

Su sinuoso cuerpo era su cárcel.

Debía conservar de forma perenne esa belleza jonia para conseguir llamar la atención de aquellos que requerían sus servicios. Desde muy joven, Níobe había aprendido que, para ser codiciada por los hombres, debía ser una Afrodita.

Durante casi diez años, había sido educada en las artes amatorias en una de las escuelas con más fama de las Islas Jonias. El objetivo de esta elitista educación sólo apta para jovencitas de familias adineradas, era cerrar un buen acuerdo matrimonial. De esta forma, podría convertirse en la mujer ideal que todo griego anhelaba, y podría ejercer como vientre fecundo donde depositarían el mejor semen.

Durante esos años, había leído mucho a Jenofonte, Heródoto y a Semónides y sabía lo que se esperaba de la perfecta esposa. Por eso, Níobe aprendió a tejer y a cocinar; asimiló todo lo necesario para comprender los Misterios de Hera, a quien veneraban a diario; se instruyó en la música y en los cantos corales; era la mejor tocando la cítara y la que mejor danzaba en solitario. Conocía cinco dialectos diferentes y era elocuente, prudente y sabia. Además, demostró especial interés por las enseñanzas sexuales, que compartía con el resto de pupilas de aquella doctrina sáfica.

Sin embargo, aquel cuerpo afrodisiaco de diosa de la sabiduría nunca fue digno de un buen amo. Níobe fue una mujer privilegiada en un momento y un lugar en el que ser mujer era peor que ser esclavo. Aquel vientre que se tornó infecundo fue el pretexto perfecto para huir de ese extremo del Mediterráneo hasta Siracusa. Sabía que allí encontraría al Maestro, que allí estaba Platón.

Entre sus escasas pertenencias, la exótica jonia de ojos verdes llevaba consigo un ánfora repleta de aceite. Esa sería la única moneda de la que dispondría para abrirse puertas… o para cerrar heridas…

Tras semanas de penurias por tierra y mar, llegó a lomos de una mula al centro de la ciudad y allí hizo lo que mejor sabía hacer: utilizar su sabiduría e ingenio femenino para buscar un lugar seguro donde sobrevivir. Una mujer con sus facciones, con su espectacular belleza y con su inteligencia innata, no podía conformarse con ser una simple pornai en un prostíbulo del puerto o con ser la esclava-concubina de algún hombre con gran fortuna. Níobe quería conocer las teorías platónicas de primera mano, quería sentirse una mujer libre en ese club de hombres que era la Hélade, y sólo lo conseguiría contribuyendo a crear esa ciudad utópica de la que tanto había oído hablar en los encarnizados debates de su juventud.

Una vez localizado un lugar seguro, la falsa diosa griega efectuó el correspondiente pago en aceite al joven que le dio las indicaciones y puso rumbo hacia la casa de las hetairas. A partir de ese momento, no sólo se ocuparía de dar placer sexual a los hombres, sino que también contribuiría a cultivar sus mentes con amenas e interesantes conversaciones sobre filosofía, arte e, incluso, política.

*****

Su aceitado cuerpo era una mentira.

Sentía desprecio por su vida, asco por cada arruga del rostro que cada día trataba de evitar con aceite de oliva y perfumes.

Níobe era consciente de que para alcanzar su meta y poder vivir en libertad, debía sufrir como cualquier mujer de su tiempo. Sabía que nunca sentiría en sus propias carnes el dolor desgarrador de un parto, pero se rompía por dentro cada vez que un hombre la forzaba, la penetraba, la violaba… Nunca más volvería a disfrutar de ese cuerpo, ahora inerte, incapaz de sentir placer.

Lo único que la aferraba a esta vida era su deseo por vivir en la ciudad platónica. Trabajaba día y noche para conseguir alguna ganancia extra. Lo único que la mantenía cuerda era su ritual de belleza diario que le hacía recobrar la serenidad y la calma. Lo único que la acompañaba desde el principio de esta aventura era aquella ánfora de aceite, que la ayudaría a convertirse en una mujer libre.

Como cada semana, la joven jonia se tapaba con un manto pardo y se escabullía por la encrucijada de calles hasta llegar al ágora. Al llegar allí, podía respirar bocanadas de aire fresco, bocanadas de libertad. Se hacía pasar por una viuda que vendía aceite de sus propios olivos. Aceite de las olivas que ella misma se ocupaba de varear y triturar en el molino de roca que su difunto marido había construido para tal fin. Había inventado una coartada perfecta para no ser descubierta y encarcelada. Níobe era capaz de explicar el detallado proceso de la extracción del aceite y de embaucar a los transeúntes que paseaban por el ágora a esas horas. Su objetivo no era vender, sino liberarse de las cadenas que la oprimían por ser mujer, por ejercer como hetaria.

El ánfora que la acompañó durante su exilio forzoso a Siracusa se había convertido ahora en su aliada, en su única compañera y confidente.

*****

Su explotado cuerpo era su tumba.

Moría cada vez que acompañaba a un hombre a banquetes, simposios y orgías.

Su piel tersa y cuidada por delicadas gotas de oro líquido, contrastaba con las heridas y cicatrices de su maltrecha alma. Sabía con certeza que estaba dejando atrás su cuerpo en el ascenso de esa oscura caverna en la que se había convertido su vida.

Conocía la doctrina platónica a la perfección y podía sentir muy próxima la libertad, la justicia, la igualdad… Estaba segura de que tantos años de sacrificios estaban dando su fruto y pronto dejaría de formar parte de ese elemento material corrupto. Ese lastre que la oprimía desde hacía veintiocho años pronto dejaría de resultar tan pesado. Pronto habría conseguido su propósito vital: formar parte de esa élite del saber que acabaría gobernando la nueva ciudad utópica.

El encuentro de aquella tarde, como muchos otros, se inició con música y danzas, con vino y dátiles. Continuó con caricias y buenas palabras, con conversaciones no aptas para mujeres. Los cuerpos de esa sala fueron uniéndose, formando un ovillo desordenado de brazos, piernas, manos, dedos… que se movían arrítmicamente entre los cojines de seda y las alfombras de fino hilo, alumbradas por la tenue luz de los candiles. Los torsos jadeantes de las hetairas y de los hombres que las habían alquilado por un día se mostraban dorados y brillantes por el aceite derramado previamente por Níobe.

Sin embargo, abruptamente, las caricias se tornaron en golpes; las buenas palabras, en insultos. Las patadas y los gritos se convirtieron ahora en los protagonistas de aquella escena de explotación sexual, donde la verde oliva dio paso a la roja sangre. Níobe permanecía quieta, todavía jadeante, sollozando… Su alma se había marchado de ese cuerpo hacía tiempo, pero ahora se podía afirmar que aquel era un trozo de carne inerte.

Esa noche no sería necesario que Níobe ungiese sus heridas con aceite, ni que extendiese sal y áloe vera por los incipientes moratones de sus muñecas, piernas y brazos. Esa noche, Níobe ya no sería…

Pocos minutos después, acompañada por Caronte, navegó hasta el Mundo de los Muertos. No cruzaría la Laguna Estigia con los dos óbolos de rigor en los ojos como un cadáver cualquiera, sino que lo hizo con el ánfora de aceite que la había acompañado durante su tortuosa vida, con lo único que realmente le pertenecía.

La joven jonia de ojos olivados abandonó el engaño en el que vivía, dejó atrás el oscuro Mundo de las Sombras de lo más profundo de esa caverna que era su vida. A pesar de ello, Níobe nunca consiguió alcanzar la tan ansiada libertad; el templo que fue su cuerpo se convirtió en una mentira encarcelada que la conduciría hasta una muerte fatal.

Como en las grandes tragedias griegas, las heroínas siempre mueren; como en la vida real, las mujeres siempre pierden.

 

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