106.- Jaén de Jaén
La ciudad poco a poco tomaba los frenéticos aires nocturnos en esa calle bulliciosa de Barquisimeto donde resaltaba cada vez más, entre los locales de diversión, la Gran Tasca, la cual fiel a estilo y labrada concepción original, se negaba a ceder al barato estilo de entretenimiento ligero y de desnudos que había arrasado a las circundantes, otrora flamantes y sanamente rivales locales de copas. Era la noche de reinauguración de una nueva etapa en la Gran Tasca aunque, anunciada rimbombante, no era más que su reducción operativa de espacios, limitada ahora al mero despacho de licores y comidas menores prescindiendo de la gran ala de restaurant internacional y el salón de banquetes, los que en sus respectivas salidas a la calle principal ya ostentaban el desconcertante cartelón de “Se Vende”.
Una gran camioneta Ford llegó hasta el lugar del frente a su reservado espacio, lo que resultaba un privilegio en el caos de la incipiente noche citadina. Bajó de ella un hombre todavía joven seguido por dos escoltas en moto que pararon a cada lado del moderno y lujoso vehículo; estos últimos miraron de reojo el entorno y dieron señal a su objetivo de no haber problemas para su reguardo y de avanzar hasta el iluminado local. Con paso presuroso él llegó, seguido por los escoltas, hasta la entrada y se detuvo de súbito al ver un cartel litográfico con un retrato de un artista envejecido pero sensual y sonriente con traje smoking de saco brillante que de encabezado solo llevaba ese cartel anónimo en su parte superior la escueta frase “Hoy Show”, ya no quiso leer lo demás. El hombre sabía de antemano lo que todo eso significaba: que ese anunciado artista se atreviese de nuevo a cantar; que usase un traje brillante anticuado pero de sus mejores galas y que portara una sonrisa en medio de la generalizada desesperanza. Era todo aquello mucho desafío para ese desgastado guerrero de mares; mucho para quien, si se dignaba de nuevo a cantar, era para desgarrar el alma; alma para que el paso y peso de los años parecían conspirar a traición tras el último susto de un sobrellevado infarto. El artista anunciado, que tanta impresión generó en ese hombre, era su padre.
Abrió la crujiente puerta del negocio y el olor del recinto ya deslastrado del prohibido humo de cigarrillo, que recordaba de sus infantiles tareas escolares en la trastienda, era de un aceite de oliva cautivador y avasallante, como solo él podía matizarlo. Pasó presuroso por la barra y se detuvo en la puerta de la cocina viéndole todavía en traje de faena culinaria dirigiendo al capitán de mesoneros que le relevaría de la dirección del recinto en esa noche de cante. En una violenta apertura esa puerta de despacho vio con sorpresa y luego con tierna gracia el servicio que salía fragante de manjares dulcemente tropicales de plátano verde, yuca y batatas seductoramente engalanados por su sazón única de su muy celado e hibridado óleo, cada vez más costoso de importar del auténtico origen pero que su padre parecía importarle poco pues era memoria inverosímil, más allá de su esencia de vida y del alma.
Tomó él repentinas fuerzas y cruzó el umbral de la cocina encontrándose de frente con su padre, quien con una creciente dulzura fue borrando poco a poco su sorpresa.
–¡Hombre!, no sabía que venías de Caracas, hubiésemos negociado el traslado de los cantaores que me ha salido bien caro, si te venía bien claro está; dicho sea de paso, se me olvida el cabreo que he cogido contigo pues me ofrecieron aceite y olivas a mejor precio que el que nos surtes y éste es sí que es de la mera tierra.
–Bueno papá ese es mi negocio; así me enseñaste, es lo que me cuadra.
–A ver importador ¡espabila!, que tu padre no es nada tarado, macho, y ya con diciembre encima vendrán las cenas navideñas de guisos y hayacas, ¡aceitunas y alcaparras andaluzas, que no les falten!; el venezolano es muy fiel y reconoce pagando bien por lo bueno, eso sí que lo sabes.
El amonestado hijo repentinamente le cambia el tema:
–Papá, discúlpame no haberte avisado y entrar así en el negocio, hoy un día de tanta faena; pero óyeme…
El anciano le interrumpe sin dejar de supervisar el movimiento del restaurant.
–Ya has entrado, te eché la bendición cuando entraste, ésta es tu casa; aquí te criaste, tú dirás qué se te ofrece; pero el tiempo apremia porque hoy hay cante.
–Papá quiero que termines de vender esto, es mucho trabajo ya para ti; no estás para tanto trajín; ya nos costó ese empeño mi vieja y no quiero igual te pase estando yo lejos.
–¿Y qué quieres entonces que haga?
–Vuélvete para España.
–Aja – pregunta con ironía– ¿No dices nos vamos?
–Soy muy de aquí papá, venezolano, beisbolero, Caribe y playa todo el año; pese a todo me sigue yendo muy bien y sobrevivir aquí ya es duro como tú lo cuentas en tus bulerías y tarantas.
–¿Y quién te dice que de tanto rodar yo de aquí ya no sea?; tampoco me va mal y te he hecho caso he cerrado el salón y el menú a la carta; si no daban pues no daban.
–Tengo los medios para ayudarte y te puedo gestionar allá tú manutención y estancia, este país va para atrás y me da pena ver como se apaga este negocio por más que aprendiendo de esta tierra te empeñas en seguir cuesta arriba.
–¡Se hace con el alma hijo mío! –añade– con el alma, tanto la faena como el cante.
–Eso es lo otro, no estás para esa impresión y lo prometido es deuda; te digo que he dado con ella; quien ya tú sabes; deja al encargado y vámonos de acá y te cuento; cancela ese show, no te viene bien; no más papá, ¡no más! –sube el progresivamente el tono.
–Ja, ja, ja; mentiras piadosas para este viejo se agradecen todas las que haya, pero con la de hoy, la peor que te has inventado, rebasaste tus propios linderos ja, ja, ja – luego de tos nerviosa– pide por cuenta de la casa – exhorta– pero puros guisos de chivo, plátano, yuca y batata; es lo que hay y te ofrezco – dijo sonriente– éste viejo zorro todavía sabe mover la plata; es lo que cuadra.
El hijo le insistió:
–¡Papá por favor no me porfíes! no te desgarres con esos golpes de pecho, ven comparte conmigo ¡hace tanto que no lo hacemos, mi viejo!
El hombre mayor miró su reloj y con repentina prisa le dejó solo, gesticuló unas órdenes al encargado y se fue al baño interno del personal. Su hijo le siguió unos pasos deteniéndose ante el smoking de luces de la litografía en la pared suspendido de una clavija y con sello de tintorería Roma, la más antigua de esa ciudad.
El hijo del dueño se sentó en la barra, primero casi sola al lado de Michelle y Joao, antiguos dueños de restaurant italiano y de copas que de él recordaban anécdotas de niñez que éste no tuvo interés en rememorar; por lo que, disculpas de por medio con los colegas de su padre, terminó cambiándose de lugar con el pretexto de estar frontal al acondicionador de aire. La tasca fue luego llenándose de gente expectante y ávida de flamenco. Pasaron varias rondas de copa y llegaron los músicos venidos desde Caracas y las locales bailaoras, alumnas superiores de una legendaria escuela llamada Sacromonte, cuya carta de presentación del director era haber pertenecido al cuerpo de baile de Lola Flores, la Faraona.
El aplaudido y colorido espectáculo comenzó a casa llena limitando cualquier movilización posible hacia el escenario. Así tras un breve apagón la media luz llenó todo el recinto emergiendo el dueño del local en el centro, con toda la gente en pie. Su hijo, con repentino temor, quiso ir y parar todo pero llegar hacia él fue imposible, aquel cante era tal vez, vida o muerte; de vida sabía que era su historia pero al final de la taranta quizás podría estar la misma muerte y eso le aterraba. Aceptó entonces que las cartas estaban echadas y se dejó ir poco a poco en el guitarrístico preámbulo de la taranta, recreando la historia de su padre que desde niño fue elucidando y que nunca se había decidido a escribir.
El eco del cante avivó poco a poco en su voz al ahogar la taranta en la gastada guitarra, donde a su vez parecían juntarse las penas del alma a la vera del ser que dejara en la proa de la barca del azar en sus azares. Era ese el momento del todo, el que traía a su recuerdo al gitanillo moreno que descalzo corría por el laberinto de olivos en su ya lejana vida calé. Allí comenzó todo, con olor de aceituna y rasgando guitarras: alma, alegría, tristezas, desesperanzas, ante el sol y ante la luna; con árida pasión de faena en tierra abrasante pero gentil de sonrisa que amaba como un breve rocío a sus olivas crecientes parecidas a romís primaverales, que con sonido vivaz de castañuelas, sangraban mano y talón, en su espera, entre los ecos que marcaban el calor interminable de las noches gitanas.
Pero el cante se adentró más aun trayendo a sus recuerdos los tiempos de frío y sangre con presagio de hambre, suerte de reyes de espada, que le obligaron a tomar camino de destierro y batallar contra el de océano que allende le llevó a desafiar con el único escudo de su gastada guitarra. Así se alejó de Andalucía tras la jornada del último puerto, cantándole a la inmensidad los secretos de su origen en una taranta. Una herida sangraba pero el vino, el cante y un nuevo amor salieron a su encuentro; éste fue un amor de mujer, de rosa, con vivo color y fragancia, pero con aguijones guardianes que también se le clavarían luego tanto en su corazón como en el alma. Venían entonces a su memoria las desdibujadas líneas de la romí lusitana que de su ser se apoderó cuando fueron dos en la popa soñolienta de aquella barca que con el tiempo se perdió también en la cardinal soledad de sus destinos.
Distintos de raza, Dios y senderos pero ebrios de la pasión de sus cuerpos, preguntó ella “– ¿Cómo has de llamarte?, ¿Dónde has nacido?” Mirando al firmamento de aquella noche de bruma espesa recordó haber dicho, antes de marcharse, de que un gitano nacía tan solo a la luz de la medialuna porque sabía desde ya el incierto vuelo de gorrión libre que necesariamente tenía que emprender en la nueva tierra que le acogía.
Era ese el azar, el mismo destino que recogía la letra de la taranta; la cual corría con perfumada manzanilla por su seca y ya agotada garganta, repicando en la ovación de los oles y el choque de vasos espumosos de cerveza en caña. Así, sin entenderla, los del público, se estremecían con eufórica alegría ante la paradoja de una pieza con sabor de desgracia; en aquella tasca evocadora de la tierra lejana y en la pausa de tropicales doncellas trajeadas de sevillanas; con gritos de muchedumbre, ya casi al final del cante.
Parecía ese el momento de querer volver con más fuerza a su ahora pujante tierra de amor, como también al amor de añoranza, pero al parar la guitarra volvía a la realidad de improviso, ya por el agotamiento del cuerpo y la edad, y se convencía serenándose de que la vida misma era un cante y así sonreía entregado en el escenario con una lágrima final en sus ojos, al oír retumbante el nombre de su amada tierra, en su también famoso y artístico nombre de hombre: Jaén de Jaén. Eran las dos secas respuestas que no dio en la brumosa noche de despedida para quien pudo haber sido y no fue el gran amor de su vida.
Tras la ovación la noche llegó rápidamente al máximo y luego de varias inspecciones policiales la gente se fue retirando. Igual hicieron los artistas y luego el personal empezó con la limpieza. El hijo siguió en la barra esperando. Finalmente el padre despojado del traje de gala estrafalario retomó la dirección de reacomodo del negocio como si nada ocurriese y se sorprendió de ver a su hijo, ya con varias copas encima venir a hacia él con una resolución firme y de sentencia.
–Papá; ella, tu portuguesa adorada, siempre ha vivido en Maracaibo ¡ve y búscala entonces! ya eres libre de hacerlo en vida, no en esa canción triste de desesperanza; ya no está mi vieja, ya qué importa; ¿a quién le importa?
–¡Hijo!
–Prefiero que tomes tu camino, el último quizás o el que debió ser.
–Ella, la portuguesa que nombras siempre estuvo hijo mío y pudo ser plena, pero alguien en su momento sin querer lo ha impedido.
–¿Mi madre?
–Tú, que ya venías en camino.
–Papá esos argumentos ya nada valen no has debido atarte si al final no le querías.
–Hijo mío ella descubrió todo, fue al final y la causa de mis faltas; murió impresionada por eso y a ella misma iba el canto de mi taranta –termina apenado– lo siento tanto, hijo mío.
–¿Mamá lo supo?
–Mi segunda herida del alma.
–¡Papá!, entonces ¿qué vas a hacer?, ¿pasarte la vida entre amores imposibles entre taranta y taranta?
–Fue ésta la última, hijo mío, la última que escucharás de mi garganta; también te he mentido sobre esto; todo sigue mal y sí, te entrego lo poco que queda para que decidas la suerte de la Gran Tasca; el lunes voy a Maracaibo y luego si todo queda bien, a España; tengo miedo, para allá no voy desde la salida de mi barca.
Padre e hijo salieron del brazo, como amigos, mientras esa noche cerró definitivamente La Gran Tasca. Pasó mucho tiempo colgado aquel último cartel cuyas letras perdieron poco a poco el original brillo y gracia: Hoy Show: Jaén de Jaén.