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109.- Dieciséis minutos

Jose A. Alcalá

 

Degustaba los matices de cada pensamiento, aunque para su tristeza descubrió que eran esquivos e insípidos. Suspiró. Con los ojos cerrados, centró toda su atención en el ritmo pausado de su respiración. Lenta y regular, metódica y precisa. Una media e involuntaria sonrisa se dibujó en su rostro y comenzó a teclear con desenvoltura.

“Caminó varios centenares de metros hasta adentrarse en el terreno. A pesar de lo que comentaban las noticias solo encontró un par de curiosos navegando en sus aparatos de realidad aumentada, tan absortos en su tarea que ignoraron por completo su presencia. Cojeaba del pie derecho, arrastrándolo levemente, y dejando tras de sí una difusa huella escarlata. Ha sido una noche horrible, pensó D. adentrándose en el valle. Jadeaba entrecortadamente, por lo que en varias ocasiones tuvo que parar a recuperar el aliento. El puente recubierto de hiedra digitalizada no captó su atención, al igual que tampoco lo hicieron las señales de advertencia que gobernaban ambos lados de la calzada. A PARTIR DE ESTE PUNTO, NO HAY PROTECCIÓN, COBERTURA, NI RED. TODO LO QUE OCURRA SERÁ SU PROPIA RESPONSABILIDAD. EL MÁXIMO DE TIEMPO SEGURO SON 15 MINUTOS. Este mismo texto estaba escrito en los idiomas más comunes. D. continuó avanzando, aventurándose donde siempre había deseado ir.”

—Melocotones. Necesitó el olor de la piel del melocotón. Dame un momento D. —susurró con ternura mientras se encaminaba a la cocina. La luz crepuscular había inundado la habitación, por lo que tuvo que encender la lámpara.

Con el melocotón en la mano, inició su pequeño ritual creativo. Cientos, o quizás miles de libros ocupaban dos de las paredes del salón. Tocaba cada portada con el índice, sintiendo el cambio constante de material, grosor, personajes, textura, historias y sentimientos, regodeándose al mismo tiempo con un expeditivo vistazo del título. Se detuvo cuando alcanzó un lomo amarillento, roído por el tiempo y el roce, donde solo se intuían algunas letras: Isc Asi. Pasó las páginas con aleatoriedad, repitiendo en voz alta una serie de palabras que sus ojos descubrían sin razón aparente.

—Cultistas, interpondrían, sombríamente, cadera, el psicólogo, sala— repitió las palabras varias veces, hasta crear un mantra carente de sentido, pero sí de envolvente sonoridad.

—Cultistas, interpondrían, sombríamente, cadera, el psicólogo, sala.

—Cultistas, interpondrían, sombríamente, el psicólogo, sala… ¡Sombríamente!

“Más allá del puente, todo el espacio adquirió una luminosidad nueva. El aire parecía menos denso y la luz se filtraba acompañada de una trágica e inexplicable fuerza, resonando un mundo antiguo, de una olvidada época. Su identificador retiniano mostraba una cuenta atrás en números rojos: 14:57, 14:56, 14:55… Sintió un temor impreciso, no identificado, motivado quizás, por los incesantes mensajes de advertencia sobre la luz natural y los vestigios del pasado que había escuchado desde que era un crío. Les estaba totalmente prohibido pasar más de 15 minutos en aquella zona, las consecuencias eran devastadoras, y más aún, hoy en día, cuando ya nadie cruzaba. No había necesidad ni tampoco interés. Buscando el cobijo de su propio tacto, cruzó los brazos sobre su pecho, en un vil intento de sentir un poco de calidez. Había una pequeña loma árida, donde solo se adivinaban polvo y piedras. D. caminaba con la vista clavada en el suelo. Intuía la silueta, la presentía delante de él, pero todavía no quería conocerlo. Quería esperar a estar más cerca. Tragó saliva. Una suave brisa se levantó, y siguiendo el influjo de la corriente, se animó a levantar la barbilla. Sus ojos se abrieron delante del último árbol que quedaba en el otrora conocido como planeta Tierra: EL OLIVO ÚNICO”.

Volvió a releer lo escrito. Apenas corrigió un par de comas, pero borró la última palabra. Suena demasiado al anillo único, pensó con resignada empatía. ¿Y ahora qué? La pregunta flotaba en su cabeza, pero estaba rodeada por una tupida niebla. ¿Y ahora qué?

Se encaminó hacia la biblioteca, pero, en esta ocasión, sus pasos se dirigieron a su pequeño altar; al rincón más preciado, al estante donde custodiaba Sus libros. En los lomos figuraba su nombre: Elena y las iniciales de sus apellidos: H. M. Cogió uno azul turquesa. Trazas de lo infinito. Apretándolo contra su pecho, atravesó la puerta trasera que daba directamente a la finca. Un ruido metálico de cortinas entrechocando avisó de su llegada a la noche estival, que la recibió mezclando el perfumado olor a galán de noche con el tufo soporífico y penetrante, a pesar de la distancia, del estiércol en proceso de descomposición. Inmediatamente el rostro afilado de Melquiades, el eterno mago que convivía con la soledad, se le dibujó en alguna zona recóndita de su corteza visual. Aunque desfigurado por los años y su propia imaginación, no pudo más que sonreír ante tal compañía y sin molestarse en colocarse los zapatos, caminó descalza por la frialdad del secarral.

Una juguetona luna llena la acompañaba, de tal forma que la linterna no le fue necesaria para encontrar la fila de olivos que buscaba. Por todo el terreno se extendía una irregular matriz conformada por interminables filas y columnas de olivos, o como ella siempre las había conocido, una hilá de olivos. Aunque a plena luz del día, y para unos ojos no acostumbrados, hubiera sido esta una laberíntica tarea, ella no tardó en encontrar y caminar bajo el amparo de una fila en particular. Tras un centenar de metros recorridos, suspiró con melancolía al encontrar su cobijo de la infancia. Firme, en su lugar habitual, la rama permanecía suspendida varios metros sobre el aire, invitando al infinito que denotaba el cercano precipicio. Ya no estaba para reflexiones acompañadas de desafíos gravitatorios, por lo que apoyó la espalda contra el retorcido tronco y mimetizada con la noche se dejó adormecer bajo la estridulación de los grillos.

—¿Problemas de creatividad?

La voz la despertó. Por un momento pensó que era D., pero pronto volvió a la realidad.

—Sí, hijo mío. No sé cómo continuar…

—¿Te sientes presionada?

—¿Presionada? ¿Por qué? Sabes que ya no trabajo con editoriales, así que no me marcan deadlines, no tengo preocupaciones económicas, ni tampoco de estilo o control creativo— le contestó con tono conciliador.

—Lo sé. Pero, ya sabes… No siempre se escribe un primer libro después de recibir el Nobel— le sonrió con cariño desde lo alto de la rama.

Ella asintió por toda respuesta.

—Por cierto, aún no me has contado de qué va tu nuevo proyecto. Llevas ya demasiado tiempo como para seguir inmersa en Fase 3.

—¿Quieres dejar de analizarme y ponerme fases?

—Sabes que no puedo.

El velo nocturno ocultó la mirada desaprobadora que le lanzó Elena, aunque el hijo la intuyó perfectamente sin necesidad de observarla.

—Quiero hacer algo especial. Estaba pensando en escribir una historia que girara en torno al olivo, a su presencia, su necesidad en el mundo, su pasado y su futuro. Creo —su voz se entrecortó— que el pasado va a ser devorado por el futuro.

—¿Devorado? –preguntó el hijo.

—Estamos muy próximos del velatorio de la agricultura tradicional. Que conste, que por tradicional, no me refiero al uso de varas, azadas, sacos y burros de carga que yo conocí. Ni siquiera al uso de los remolques, estridentes vibradoras o venenos, para los que vosotros mismos necesitáis un traje, pero sin pudor alguno bañáis a la tierra un año sí y al otro también. Eso, desde mi punto de vista, sigue siendo tradición pues se recoge la aceituna y se quitan las malas hierbas, aunque los métodos hayan cambiado un poco, o como os gusta decir, hayan evolucionado. Creo que mi preocupación va más allá— golpeó su palma contra el tronco del olivo, haciendo que un eco sordo dominara la noche. –Quiero plasmar un futuro, incluso uno esperanzador, ojalá pudiera relatar una utopía de esas que tanto te gustan, aunque me temo que acabo irremediablemente en su oscura hermana.

—Pero ese no es el problema, ¿verdad? – anticipó el hijo.

Elena negó con la cabeza y sonrió ante la rapidez mental de su retoño.

—Esta finca me persigue, todos estos olivos me enraízan y no consigo desprenderme de ellos. Mi vuelo es demasiado personal y me cuesta alcanzar las resonancias universales que deseo transmitir. El trasfondo de mis planteamientos se desmorona con mis propios sentimientos. Han sido tantas horas labrando este terreno, tantos desvelos literarios entre campañas, tantos mundos creados entre olivos. Se funden las vidas de tus bisabuelos con sus penurias, y sus carencias de libertad. Las luchas empecinadas de mis padres por sacar adelante la finca, arrastrando hasta el infinito su esfuerzo, en pos de una educación que me liberara de estas tierras. Parece que estoy tratando de rendirles su pequeño tributo, pero es uno muy propio, demasiado íntimo, violentamente personal. Al fin y al cabo, toda mi vida ha transcurrido aquí, por mucho que mi imaginación haya galopado por imaginarias galaxias.

El hijo se quedó largo rato pensativo, hasta que rompió la quietud con un ágil salto desde la rama, aterrizando justo al lado de la madre y apenas unos centímetros de una caída al vacío. Ella se mostró inalterable tanto al silencio como a la felina demostración de imprudente agilidad.

—Creo que te sigo. Siempre es difícil traspasar esa frontera entre la realidad vivida y la soñada. Mírame a mí, siempre con mis teorías psicológicas en la boca. Pero, creo que en muchos de tus libros homenajeas a esta tierra, a tu mundo real. Bebes constantemente de esta infinita fuente— abrió los brazos abarcando toda la finca.

La madre lo sopesó con la mirada. Sabía que era inútil preguntar por qué y en qué medida había dado forma a esa conclusión, puesto que nunca afirmaba algo sin los correspondientes datos.

—Sin ir más lejos, Trazas de lo infinito— señaló el libro que sostenía en su regazo. Cuando Mrytia viaja al planeta de las siete culturas legendarias, todos los personajes del planeta tienen una tonalidad de piel bastante sencilla de identificar. Verdes, púrpuras, negros, marrones, blancos, ocres y dorados. ¿Acaso no es la paleta de florecidos colores de una magnánima Artemisa? En Tiempo de susurros usan unas largas espadas que se elevan al cielo y caen con elegancia sobre los enemigos, primando la técnica sobre la brusquedad de los movimientos… ¡Puro arte del vareo! ¿Y qué me dices de Metodología de un desastre?, en ese libro describes un planeta que se encuentra atacado por un enemigo que hace que todo tiemble, desde los cimientos hasta la veleta de las casas. Si nos hiciéramos pasar por un olivo, ¿no crees que sería la perspectiva que él adoptaría? Enganchan sus infernales aparatos, y me hacen temblar desde la base misma de mis raíces hasta el ápice de mis hojas. Este libro lo publicaste tres años después de que adquiriéramos las ruidosas vibradoras. ¿Casualidad?

El hijo se quedó contemplando, esperando quizás una respuesta, o más posiblemente, rebuscando en su memoria el próximo ejemplo.

—¿Recuerdas aquellas minas lejanas del planeta Orfeo? En alguna órbita desconocida de Beta—243, brotaba un líquido verduzco, rozando lo pardo y que era la fuente básica para la vida y la auto-trascendencia de sus habitantes. Espera, ¿qué dijeron los críticos? Si no recuerdo mal el New York Times anunció: “Elena nos retrotrae a ese mundo primigenio racial y primitivo donde el amor a la tierra y a sus frutos nos convierte en demiurgos”.

—He captado tu idea, pero estás muy equivocado. Son meras pinceladas que brotan desde una inspiración cercana, una mera cobertura. En el fondo, jamás me he internado más allá de la corteza, nunca he explorado desde donde mana la savia.

— Puede ser, pero, aun así, en cada una de esas pequeñas inspiraciones, por nimias que te parezcan, ahí hay una pizca de tu esencia. No es de extrañar que los propios críticos te asocien directamente a universos futuros y épocas pretéritas. Siempre intentas vertebrar el viejo y el nuevo mundo. Es imposible no verlo en tu obra como novelista — hizo especial énfasis en la letra v, jugando con su sonoridad de forma burlona.

—No estoy de humor para disquisiciones pseudoliterarias. ¡Qué sabrán ellos! Y, además, ayúdame a levantarme; mis rodillas y mi culo me piden un cambio a gritos.

Los dos caminaron abrazados en silencio varios metros.

—¿Y qué hay detrás de esa corteza? — insistió el hijo.

—Quizás lleve toda mi vida pensándolo, aunque me da auténtico pavor hallar la respuesta. Temo quedarme expuesta, vacía, desarmada de motivaciones y simplemente volviendo de forma recurrente y obsesiva a las arcaicas raíces. Es más, no encuentro las palabras o la inspiración para describirlo, es solo un nudo en el estómago que retuerce el alma hasta su grito más ahogado.

—Eso no me lo esperaba de ti, la creadora de mundos. Estoy seguro de que si alguien le puede poner palabras eres tú.

—En ello estoy. Quizás el problema es que en esta ocasión son más que palabras, es casi que un presentimiento.

Los dos llegaron hasta el patio de la casa en silencio. Elena aspiró con profundidad la esencia nocturna: esa mezcla de aroma a hierba mojada, a silencio de estrellas y candor de luna llena.

—Es increíble lo sublime que es el alma humana. Siento que soy capaz de conocer el nombre del viento. Es como si Patrick Roftus estuviera escribiendo en mi cabeza ahora mismo.

El hijo la observó extrañado ante su particular sinestesia. En su mirada, se podía intuir una mezcla de sana envidia junto a la certeza de no comprender. Qué dura es la incomprensión cuando se carece de la base más necesaria: la simple sensación.

—No tardes mucho en acostarte, recuerda que mañana vienen tu hija y tus nietos desde Sevilla.

—También son tu hermana y tus sobrinos— le reprimió con afecto.

Lo besó con suavidad en la frente y recuperó su asiento delante del ordenador. Estuvo largo rato mirando la pantalla tratando de darle un destino a su protagonista.

“Lo primero que le cautivó a D. fue la estructura aparentemente caótica, pero perfectamente organizada del olivo. Las ramas caían hacia el suelo, formando una estela de puntiagudas hojas que descendían hasta prácticamente tocar el suelo, mientras que otras se afanaban por alcanzar el cielo. Suspiró de asombro. Con mecánica prevención se acercó, hasta tocar levemente una de las hojas. Su tacto afilado le sorprendió y pensó que a N. le hubiera hecho una pequeña gota de sangre. Sonrió al recordarla y su mente viajó hacía una noche cualquiera. 10:29, 10:28, 10:27…

—Un solo árbol queda en la tierra, ¿sabes? Hace no tantos años había miles de millones; ellos lo utilizaban como fuente de vida, estaban por todos sitios. No solo de ese tipo, sino de otros muchos: pinos, encinas, almendros, frutales… Millones de árboles. Y ahora, solo queda uno, un único remanente de lo que fue la vida pasada. Me encantaría verlo.

—Pero sabes que es peligroso, D. No se puede traspasar la burbuja. Los médicos han cifrado en solo 15 minutos el tiempo permitido.

—¿Y si no volviera atrás?

—¿Qué quieres decir? — le preguntó sorprendida

—No lo sé. No sé qué quiero decir.

El tacto rugoso e imperfecto de la corteza le traspasó la columna. Era una sensación única, ajena completamente al aséptico digital y sintético de su generación. Buscó un lugar donde apoyar su pie, y con esfuerzo lo utilizó como base para ascender. 7:12, 7:11, 7:10…La espesura de su ramaje interno dificultaba la subida, por lo que tuvo que contonearse en reiteradas ocasiones. Agradeciendo las horas del rocódromo, consiguió alcanzar una postura relativamente cómoda, donde las ramas no lo bloqueaban y parecía fundirse en uno con el olivo. Tenía una clara visión del paisaje, aunque pronto se topaba con la fortaleza y el túnel, de tal forma que su vista se reducía al secarral y a paredes blancas…5:00, 4:59, 4:58… Aún estoy a tiempo, pensó D. Incluso con la cojera del pie, podría llegar a la salida. Tragó saliva y alzó la vista hacia el cielo, maravillándose de un azul corrupto, de nubes disformes y de aquella sensación de imperfección perecedera presente en cada bocanada de aire. Al menos eso es lo que pensó D., acostumbrado a un cielo artificial y ajeno a cambios. “¿Qué estoy haciendo?” …1:23, 1:22, 1:21… “Escapar, eso es lo que estoy haciendo. Estoy escapando”. Su identificador comenzó a vibrar y a emitir un sonido de alarma cuando alcanzó el minuto “¿De qué estás escapando? Le reprochó su yo interior. “Escapo de lo irreal, de la falsa estabilidad, de las luces de neón y de los malditos identificadores”. Se aferró con todas sus fuerzas a la corteza del árbol, como queriendo extraer de sus entrañas toda la sabiduría arcana, el conjuro para dilatar el tiempo, mejor aún, aniquilarlo y destruirlo. Se dijo: “Esta rugosidad es real”. 0:15, 0:14, 0:13. Abrazó al árbol y cerró con fuerza los ojos, su respiración era frenética, y su corazón latía con el miedo desencadenado. Un fuerte pitido inundó todo. La cuenta atrás había terminado. Aún con los ojos cerrados, consultó su identificador retiniano, sorprendiéndose al comprobar que ahora simplemente mostraba: Dieciséis minutos. Cuando se atrevió a abrir los ojos, descubrió que nada había cambiado. Aunque, con la más sincera de las sonrisas en el rostro, presintió que todo era distinto.”

El ruido de un motor la despertó de su liturgia literaria. Apartó los ojos de la pantalla, asombrándose de que el albor matutino había inundado sin permiso su salón, oscureciendo la iluminación eléctrica. Sin demasiada imaginación, era capaz de escuchar las voces de sus hijos regañándola por volver a quedarse en vela toda la noche. Suspiró con dilatada nostalgia. A lo lejos, escuchó el agudo timbre melódico de un par de eufóricas e infantiles voces vociferando su nombre.

—Lo siento D., aún no estás preparado para conocerlo. Disfruta la expectativa mientras puedas, me temo que te espera algo mucho peor… Nos espera— se corrigió.

Cerró el documento y una simple pregunta apareció en pantalla.

¿Desea guardar los cambios en Más allá de las raíces?

Sin piedad, eligió la opción: NO.

 

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