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111.- Finca Rosales

El Mendigo

 

Amalia cerró los ojos. Su rostro fue esbozando lentamente una sonrisa. A sus oídos llegó la algarabía de niños corriendo, el sonido de las varas sobre el olivo y la lluvia de aceitunas en el fardo. Aspiró profundamente, dejó que aquel perfume inundase su nariz y hasta el último poro de su piel. Tortilla de patatas, tocino, ajos, pan recién amasado…. y las aceitunas de la abuela Ángeles. La boca se le hizo agua al recordar su sabor. Esa era la primera vez del año que visitaban el olivar. Poco antes del día de difuntos. Cada uno con su cubo recolectaban las aceitunas de agua, para esa tarde partirlas con el mazo de madera y ponerlas a remojo. Durante veinte días consecutivos era necesario cambiar el agua por otra nueva. Después se añadían tres naranjas y tres limones partidos en cuartos, unas ramas de tomillo, romero, hinojo, dos cabezas de ajos y un buen puñado de sal. Se dejaban reposar durante cinco días, y listas para servir. En el plato de latón, con una patata asada y la lumbre encendida. Las imágenes se fueron amontonando en la mente de Amalia. El viejo Renault seis sufriendo por aquel camino intransitable, su padre conduciendo y su madre junto a él. Los niños, los fardos, los sacos, todo revuelto en el maletero disfrutando del ajetreo del viaje. El cartel, pintado a mano, indicaba el desvío hacía la finca Rosales y anunciaba el fin de trayecto. Bajaban del coche para comenzar a descargar. Pronto vendrían los tíos, los primos, el abuelo, y los vecinos de tierras.

En media hora el suelo se teñía de gris y todos acometían la tarea con ahínco. Los niños a correr, saltar, molestar, e ignorar las regañinas. Los mayores a varear el olivo con fuerza y mimo a la par, sin hacerle daño a la planta. Las distintas cuadrillas hablaban entre ellos, casi las podía escuchar con nitidez. Así pasaba la mañana, hasta que el olor a chorizo asado, tocino, tortilla, y morcilla, avisaba a los estómagos que era hora de la comida. En unos instantes unos cubos boca abajo y una vieja puerta de madera se convertían en una mesa repleta de manjares autóctonos de la zona. Cada cuadrilla con su merienda y su bota de vino, que pasaba de mano en mano. Igual ocurría con la comida. Se intercambiaban los productos elaborados por ellos mismos, se alababan su buen hacer, y cuando el festín parecía tocar a su fin, aparecía alguna mujer precavida, que aquella misma mañana había madrugado y había hecho café para todos. Sacaba su termo e iba repartiendo. Aquella era la gran familia de Rosales, solo se juntaban unos días al año, por diciembre, pero era bonito. Cuando la tarde tocaba a retirada, todos volvían a los vehículos, salvo varas, cubos y fardos o mantas, como las llamaba el abuelo, que se quedaban allí hasta el próximo día. Era inconcebible pensar que alguien podía robarlas, eso no ocurría en Finca Rosales. Las mujeres a la casa a lavar niños, preparar cenas y meriendas para el día siguiente. Los hombres a la cooperativa del aceite para pesar y entregar la aceituna recolectada. Todos los sacos a la gigantesca báscula. Ya nada ocurría así. Ya no estaban el abuelo Juan ni la abuela Ángeles. No existían las mismas torrijas, las mismas tostadas de aceite con azúcar, o con sal. No, no existían, por mucho extra virgen, premium oleum, reserva picual, hojiblanca, o cualquiera de los extraños nombres que les ponían. Todos presentados en bonitas botellas, como si fuesen perfume. ¿Dónde estaban las grandes jarras metálicas, las alcuzas, la pequeña aceitera de la abuela con la que vertía el aceite en su tostada de pan casero? Ningún aceite del mundo estaba mejor que aquel.

Hacía calor allí. Notó como algo golpeaba su brazo ligeramente.

– Amalia, te has dormido. Despierta – susurró la voz de su marido.

Abrió los ojos instantes antes de que se encendieran las luces de la sala. Aun así, notó que algunos de los presentes la miraban con una ligera sonrisa en los labios.

“Lo que han visto no es más que un resumen del largo proceso de elaboración del aceite que normalmente consumimos en nuestros hogares. Nuestras variedades Picual, Picuda y Arbequina son el orgullo de nuestra casa. En la siguiente sala tendrán ocasión de disfrutar de una pequeña degustación de cada variedad, y por supuesto de adquirir la cantidad que deseen.”

Los asistentes se levantaron de las butacas. Amalia, aún con la mirada de reprobación de su marido clavada en el rostro, esperó a que pasaran todos delante de ella para incorporarse al grupo. Lo encontraba todo demasiado artificial, demasiado frío. Las paredes de azulejos blancos inmaculados, los depósitos de acero inoxidable. Procesos de molturación, centrifugación, atmósfera inerte. No recordaba muy bien por qué habían incluido aquella visita en su viaje, pero comenzaba a arrepentirse.

Situada en el extremo de una gran mesa, observó cómo le servían distintos aceites en pequeñas copas de cristal. Imitó al resto de asistentes, tapando la copa primero, luego rodeándola con ambas manos, moviéndola para que el aceite impregnase todas las paredes. Después situaron la copa a la altura del pecho y aspiraron, a la altura del cuello y aspiraron, finalmente la acercaron a la nariz y aspiraron. Olía a aceite. No encontró matiz alguno parecido al tomate verde, ni a la hierba recién cortada, pero calló. Se acercó la copa a los labios y bebió. Estaba amargo, puede incluso que picase un poco, pero ni rastro de hierba recién cortada, tomate, y mucho menos plátano verde, como afirmó el guía, pero calló. Casi todos asentían. Miró a su marido y en sus ojos pudo leer que él tampoco encontraba esos matices, a pesar de sus gestos afirmativos. El siguiente paso fue el de la adquisición de productos, con un tanto por ciento de descuento, por ser visita guiada, o por ser diez de abril, o por guapos, o por simpáticos, qué más da, pensó. Javier, su esposo, se apresuró a anotar en la pequeña ficha que les habían entregado al entrar, sus datos y la cantidad que deseaban adquirir de cada una de las distintas variedades. Mientras, Amalia comenzó a recorrer la estancia, repleta de estanterías y vitrinas, con distintas botellas de tamaños y colores dispares. Reconocimiento Flos Olei, premio Olive de Japón, premio Gold Terraolivo.

– Ese es nuestro premio más emblemático. Lo conseguimos hace tres años, fue muy emocionante. Se celebra en Jerusalén, en las laderas del Monte de los Olivos. Estuvimos una semana allí. Al contrario de lo que pueda parecer, te sientes pequeño allí, a pesar de haber sido galardonado, de las felicitaciones, de los diplomas, discursos, etc.– dijo el guía situado a su espalda.

– Yo, la verdad es que no entiendo mucho de esto. Lo uso en la cocina, poco más. Mi marido es el que se siente atraído por este mundo– comentó Amalia, sorprendida por la inesperada presencia de aquel muchacho.

– Sí, durante la cata he tenido la sensación de que nuestros productos no le decían nada especial. Permítame un nuevo intento. Acompáñeme por favor– dijo el guía mientras comenzaba a caminar hacía un rincón de la habitación.

Amalia no dijo nada. Giró la cabeza en busca de su marido y lo encontró cargando una caja de cada variedad de aceite. El muchacho se había detenido junto a una vitrina colgada a mitad de pared. Sacó de su bolsillo una llave y extrajo una botella pequeña, con una escueta y sencilla etiqueta que Amalia no pudo leer. Sin premios, sin distinciones, sin menciones especiales.

– Cierre los ojos–le sugirió el guía. –Le voy a traer un poco de pan tostado y lo voy a bañar con este aceite. Quiero que no piense en nada. Solo en que va a degustar aceite y pan. Saboréelo, sin prisa, busque sabores, sensaciones. No se esfuerce en encontrar toques frutales, matices. No haga nada, solo deje actuar al aceite sin abrir los ojos, sin pensar más que en lo que este dice a sus sentidos.

Durante unos minutos para Amalia todo quedó en silencio, a pesar de las animadas conversaciones unos metros más allá, del transporte de cajas, de las despedidas, de los agradecimientos. Su mente estaba concentrada en saborear aquel líquido. Se recreó en su sabor, en su textura durante un buen rato, hasta que este se fue extinguiendo lentamente, como un buen sueño. Abrió los ojos. Todos la miraban expectantes. Estaba llorando.

– ¿Le ha gustado? – preguntó el joven. Amalia no pudo contestar, solo asintió con la cabeza.

– ¿Qué sabores ha encontrado en él? – volvió a preguntar el guía.

Titubeó un poco, durante unos segundos, pero al final, de sus labios emanó algo parecido a un susurro.

– Tortilla de patatas, tocino, ajos, pan recién amasado… y a las aceitunas de la abuela Ángeles.

Todos observaban, mientas las lágrimas seguían cayendo por su rostro. Su marido se situó junto a ella y la abrazó. El muchacho, se acercó sonriendo. Giró la botella colocando la etiqueta frente a sus ojos. “Finca Rosales” pudo leer Amalia entre sollozos.

 

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