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112.- Bajo la sombra del olivo

Amílcar Valencia

 

Roma, año 219 A.C.

— ¡Abuelo!

— Te he dicho cien veces que no grites. Manda un esclavo.

Padre me propinó uno de sus habituales golpes al cogote como reprimenda. Claro, que yo le había desobedecido otras cien.

— Se lo llevaré yo – refunfuñé rascándome la cabeza.

Filo, la vieja liberta, apareció desde el interior de la casa, strigili en mano y un ánfora de aceite en la otra, lo cual ya me dio una pista de cuál era el motivo de su llegada.

— ¿Es la hora del baño? — se sorprendió padre desperezándose. — Adelante pues.

Se incorporó de un salto y con un par de pasos se colocó bajo los rayos del sol. Con un movimiento seco se levantó la túnica para quedar desnudo y dejar caer el contenido de un cubo de agua sobre su cabeza.

— ¡Padre! Sabes que no es decoroso que te desnudes así en el patio – le reñí.

— Bah, déjame disfrutar un poco, en Germania veo el sol dos veces al año, es deprimente. Quiero aprovechar el poco tiempo que tengo – se defendió con las manos en cruz. — Puedes empezar, Filo.

Tras un suspiro se acercó para lavarle con el strigili.

Salté del triclinium y cogí el ánfora para dirigirme al montículo donde al abuelo le gustaba descansar, a la sombra del viejo olivo. Hacía un calor terrible y casi pierdo una sandalia en el ascenso poniendo en peligro el recipiente de cerámica, pero finalmente conseguí alcanzar la cima. El cómo subía el abuelo sin esfuerzo era algo que se me escapaba al entendimiento.

— Abuelo – resoplé tratando de no aparentar cansado, aunque probablemente la gota de sudor que amenazaba con caer desde la punta de mi nariz me delataría igualmente.

La edad había conseguido que al abuelo ya no le fuera posible leer pergaminos, y desde entonces apenas permanecía en casa, prefería estar al aire libre, eso sí, siempre a la sombra. Le imité sentándome sobre la tierra y apoyé la espalda en el tronco para retomar el aliento.

Al cabo de un minuto entendí por qué le gustaba pasar las tardes allí, el viento era fresco y mecía las ramas en una canción hipnótica, casi habría sido disfrutable de no ser porque padre, copa en mano, reía sus propias gracias complicándole la tarea a Filo.

— No tiene remedio – refunfuñó.

— Sois iguales – me reí, —ya verás cómo lo primero que hace al venir, es meterse contigo.

— Dame una oliva – dijo abriendo la palma de la mano.

Había decenas sobre la tierra, elegí la más grande.

Filo llevaba a sus espaldas años y años de experiencia, en pocos minutos padre estaba listo, su cuerpo depilado relucía con fuerza reflejando los rayos del mediodía gracias al aceite, éste se deleitaba con el buen trabajo de la liberta, que le perseguía con un pequeño recipiente con agua aromática mientras él se dirigía a nosotros con paso decidido. Cambió la copa vacía por otra llena a un esclavo y se colocó la túnica justo antes dar la primera zancada para ascender.

— ¿Qué hacéis, eh? No le estarás contando otra vez lo de Pirro y sus elefantes – se burló dando un trago. —Ni el mismísimo Marte aguantaría tus soliloquios.

El abuelo lanzó la oliva con tremenda puntería, atinando a padre en la frente, lo cual, teniendo en cuenta que era prácticamente ciego y que padre se lo merecía, me generó una risotada, que empeoró al ver cómo padre se enrojecía de furia.

— Cállate y siéntate – ordenó el abuelo, a lo que él se calmó de inmediato y obedeció.

— Bah – padre murmuró algo ininteligible cuando se dejó caer a mi lado.

— ¿Y os he contado cuando evité una batalla gracias a un ánfora de aceite?

— ¡Por Júpiter!

Estiré el cuerpo para alcanzar la nuca de padre y vengarme con un golpe en el cogote.

 

Treinta millas al sur de Tarraco, año 209 A.C.

El suelo era seco, avanzábamos en columnas de cuatro levantando una nube de polvo que se elevaba una decena de cuerpos de altura y te dejaba un sabor pedregoso en la boca que se quedaba contigo desde que amanecía hasta que anochecía. Conocía historias de sobra en las que la excesiva confianza y meros despistes habían hecho que legiones enteras cayeran en manos de los bárbaros, así que quise asegurarme dando una vuelta más.

Cuando llegué a las filas delanteras, no me sorprendí al ver lo que me encontré.

— Y entonces me dice: “Los romanos no tenéis ni idea de lo que es el buen vino.”

— Por el escroto de Baco – respondió su compañero Tito recolocándose la visera, — un bárbaro diciendo que sabe más de vino que nosotros. ¡Solo me falta por escuchar que las hispanas son más hermosas que las romanas!

El comentario generó una risa que se contagió por varias filas del manípulo.

— No hables así de los dioses – le reprimendó el primero, Alucio. Aquellos dos ya me habían dado problemas anteriormente, así que esperé un poco más con la oreja atenta.

— ¿Qué más pueden hacernos los dioses, eh? ¡Dime, por Júpiter! — continuó tras escupir con desprecio —. Hemos perdido nuestro barco y vamos a pasar el verano en Hispania, no se me ocurre nada que…

Con un gesto de mentón indiqué al centurión Uxentio que hiciera callar al legionario Tito, éste recibió un golpe en el casco que le hizo saltar en el sitio, mirando a todas direcciones hasta que finalmente me vio.

— ¡Tribuno Tureno! — Saludó claramente avergonzado y perdiendo el ritmo de la marcha.

— Hablabais tan alto que ni escuchasteis mi caballo. Podéis hablar pero no gritar. Y nada de blasfemar, sabéis lo respetuoso que es el legatus con los Dioses. ¿Entendido?

— ¡Señor, sí, señor!

El sol era terrible, me estaba cociendo vivo bajo el casco, sentía que mis sesos iban a salírseme del cráneo en forma de humo, pero yo al menos podía ir cómodamente montando, al contrario que ellos, así que no le di más importancia al asunto. Tras un resoplo di un trago de vino que me recordó las tardes que pasaba a la sombra del olivo con mi abuelo, lo que me dio un poco de energía para continuar el día de buen humor.

Nos quedaba mucho camino por delante hasta Cartago Nova.

Dos días después llevaba mi manípulo de avanzadilla, ciento sesenta hombres para asegurar el camino al resto de la cohorte, aunque no teníamos todos los caballos que hubiera deseado y disponíamos únicamente de una docena, la mitad realizaba rondas a nuestro alrededor y el resto los reservaba para emergencias.

Llegados a un punto, avanzamos por un camino que me dio mala espina: a nuestra derecha quedaba una colina despejada, pero al lado contrario había un desnivel de tres cuerpos de altura desde donde podían emboscarnos fácilmente, ya que desde abajo la pared inclinada de tierra a nuestro flanco izquierdo nos impedía ver nada. Hispania no era un lugar donde podías jugártela, así que paré la marcha y mandé a cuatro jinetes a que confirmaran que fuera seguro; cuando volvieron trajeron noticias interesantes. Me fijé en que sus caballos acusaban tanto el calor como el mío y temí matarlos por deshidratación. Nosotros, al menos, teníamos vino.

— Es una finca de olivos – anunció un jinete secándose el sudor – de al menos cincuenta millas.

— ¿Qué hace aquí, y de quién?

El explorador se encogió de hombros.

— ¿Hemos cogido un camino erróneo? — Pregunté al centurión Uxentio, quien negaba con la cabeza revisando el mapa por enésima vez.

— ¡Tribuno! — un segundo jinete, Theotimos, el mejor que teníamos, volvía a toda prisa, con cuidado de no caer, bajando la pronunciada cuesta de vuelta al camino.

En cuanto los hombres vieron que llevaba un prisionero edetano a los lomos vitorearon con energía. Indiqué que lo sentara ante mí y señalé a Uxentio, mi segundo hombre de confianza, para que hiciera de traductor, ya que yo todavía no conocía su idioma suficientemente como para entablar una conversación fluida y prefería evitar malentendidos. Bastantes problemas teníamos como para encima cabrear a los hispanos que nos harían la vida imposible en todo el trayecto y hasta darnos serios problemas si conseguían reunir suficientes hombres. Debía evitarlo a toda costa. Di otro trago de vino y acaricié mi caballo para ganar tiempo mientras estudiaba al prisionero, que me miraba desafiantemente desde abajo, le habían dado unos buenos golpes sin duda, pero permanecía con el cuerpo bien erguido.

— Disculpa los modales de mi jinete. ¿De quién son estas tierras? — Señalé a mi izquierda. El hombre no ocultaba su desprecio a nosotros, pero con ciento sesenta hombres rodeándole no presentó mucha resistencia, ya que poca alternativa tenía a cooperar.

— Dice que es de su familia – tradujo el centurión —, y que no deberíamos estar aquí. Más o menos.

A pesar de haber sido capturado y estar rodeado no se mostraba intimidado, o de estarlo, sabía cómo ocultarlo bien. Estaba claro que esperaba que fuéramos a su villa y robáramos su comida, su vino y nos lleváramos a sus mujeres, pero ni para eso teníamos tiempo.

— Soy Tureno Décimo, mi manípulo está de paso – expliqué escueta pero diplomáticamente, intentando no sonar tampoco pomposo —, solo quiero asegurarme un pasaje seguro. Nuestros caballos están sedientos, necesito agua para ellos. Cualquier otra cosa que tengas y nos pueda servir te la compraremos al precio que tú consideres. No nos interesan vuestras tierras.

De repente, el hombre de unos cincuenta años y con cuerpo desgastado por el duro trabajo en el campo cambió su expresión y pareció más calmado: había dado en la diana.

— Cartago Nova – indiqué señalando al sur y gesticulando con mis dedos haciéndole entender que andaríamos todo el camino.

— Kart Hadash – confirmó el edetano.

Asentí complacido por haber conseguido hacerle entrar en razón.

— Me llamo Ablón, hablo un poco de latín – dijo para sorpresa nuestra.

— ¡Por Júpiter! — Elevé las manos en agradecimiento, parecía que nos íbamos a entender mejor de lo que me esperaba.

Entusiasmado, bajé del caballo de un brinco aterrizando estruendosamente, justo cuando el silbido de una flecha cambió el rumbo del día por completo, de no haber bajado me habría alcanzado en la cabeza. Me giré y mi caballo dio un salto elevando las patas delanteras.

— ¡Escudos, formación cuadrada, a la izquierda! — Ordené a pleno pulmón tirando de Ablón para que no escapara.

— ¡Edetanos! — Tito señaló hacia arriba con el pilum.

— Ven aquí – de un violento estirón pegué el cuerpo del prisionero al mío y le cubrí con mi escudo de los proyectiles —, ¡diles que paren!

Una lluvia de flechas cayó sobre nosotros, pero mis hombres, a pesar de perder las formas en ocasiones, se tomaban su oficio muy en serio, nuestra formación quedó perfectamente cerrada en cuestión de segundos, tanto al frente como por arriba.

— ¡Theotimos, alerta al resto, nosotros nos ocupamos! No podemos quedarnos aquí. ¡Formación, avanzad!

La cuesta era pronunciada y el ascenso iba a ser lento y torpe, además no sabíamos qué nos íbamos a encontrar, pero era mejor que quedarnos ahí como práctica de tiro para aquellos salvajes.

— ¡Adelante! — repitió Uxentio repitiendo la orden con su silbato.

Ciento sesenta pasos que eran uno, en perfecta sincronía, comenzaron a avanzar. El terreno pedregoso se rompía bajo nuestras sandalias y levantaba una nube de polvo rojiza que pronto nos dificultaría la visión, pero ésa era la vida de la infantería. Una flecha atravesó el escudo de Alucio, que estaba a mi izquierda, y casi le alcanza a Ablón, nuestro inesperado invitado en el interior de la falange.

— Este bastardo nos ha tendido una emboscada – gruñó Alucio dedicándole una mirada de desprecio al prisionero.

Los proyectiles continuaban cayendo sobre nosotros, a veces incluso piedras.

— ¡Diles que paren! — Ordené al edetano prisionero, que no dejaba de mirar en todas direcciones, probablemente buscando una oportunidad para escapar o peor todavía, cortarme el cuello.

Entonces el edetano gritó algo y los proyectiles pararon.

— Han tirado una piedra al avispero y se lo han hecho encima cuando se han dado cuenta de lo que se les venía encima – comentó Tácito, a lo que muchos le dieron la razón.

Dejé el escudo en el suelo y salí de la formación llevándome el prisionero conmigo.

— Maldito seas, Tureno, ¿A dónde crees que vas? — El centurión Uxentio tiró de mi manto rojo para impedirme avanzar más, pero yo ya estaba decidido.

— A evitar una carnicería.

— ¡Estás loco, vuelve aquí, no sabes qué hay al otro lado!

— Quedaos aquí, es una orden.

Dando largas zancadas y con Ablón agarrado del cuello continuamos escalando con cierta dificultad, pero conseguimos alcanzar la cima.

Tal y como había dicho Theotimos, estadios y estadios de olivos se extendían hasta el horizonte. A menos de un estadio de nosotros, un grupo de treinta jóvenes, algunos de ellos mujeres, esparcidos entre los olivos, que poca o ninguna protección ofrecían, se movían nerviosamente sin saber si quedarse o salir huyendo. Ablón me devolvió la mirada.

— Diles que no les haremos daño.

Me miró indeciso y finalmente asintió. Elevando las manos saludó a su gente para que vinieran.

Un minuto después estábamos todos reunidos en el olivar descansando. Ablón mostró su desaprobación a su gente, sobre todo a su hijo, a quien le dirigió terribles insultos que no eran necesarios traducir para entender.

— Cuando bajaste del caballo de un salto – explicó Uxentio – se pensaron que ibas a matarle, es el padre de familia y quisieron protegerle. Admiten que fue un error.

Theotimos llegó al galope y todo quedó en una falsa alarma.

— Acompáñame.

A escasos treinta pasos vi uno de los olivos más grandes, lo suficiente para tener algo de intimidad, y nos sentamos a su sombra.

— Bebe – le ofrecí de mi cátedra y tras asentir en modo de agradecimiento, dio un trago. — Yo también tengo olivos, ¿sabes? — Expliqué. — Pero no tantos. Ni hablar.

Ablón alargó la comisura de los labios hacia abajo.

— ¿Qué pasa, el vino romano no te gusta?

— Vino romano, aceite romano. No buenos.

Encogí el cuerpo de la risotada.

— Qué ridiculez – me burlé.

El hijo del edetano llegó con un vaso de vino. Ablón me invitó a beber con un gesto y cuando lo probé sentí que los que estábamos haciendo el ridículo éramos nosotros.

— ¡Este vino es bueno! Muy bueno.

Asintió a modo de agradecimiento por el cumplido y una de las muchachas trajo una pequeña ánfora para aceite.

— Apuesto a que también es bueno.

— Mejor que el romano. – apuntó con cierto tono orgulloso — Caballo importante. Yo… pagar.

Elevó la mano y me mostró el terreno. Sí, podía aceptar una compensación por mi caballo, pero entonces tuve una idea mejor. Si podía hacer negocios con él y llevar sus productos hasta Roma, podría hacerme realmente rico, y si algo siempre necesitaba Roma, era grano y aceite.

El viento era fresco y mecía las ramas en una canción hipnótica. Era justo como en casa, la ironía hizo que me se me escapara una sonrisa melancólica.

 

Roma, treinta años después.

— ¡Abuelo, abuelo!

Los tres pequeños diablillos se esforzaban por subir el montículo compitiendo por quién llegaba primero.

— ¿No es la hora del baño?

— Nos hemos escapado – admitió Marco, el mayor de los tres.

— Taria nos está buscando – se rio Melita dejando caer el peso de su cuerpecito sobre mí.

— Cuéntanos algo, abuelo.

— ¡Sí, los elefantes! — Marco imitó la trompa de un elefante a lo que Valerio se unió entre risas.

— ¿No os cansáis de los elefantes?

Debía haber contado aquella historia al menos veinte veces, pero los tres se encogieron de hombros al unísono.

— ¿Es verdad que Aníbal era un gigante? — preguntó Melita.

— Y tenía orejas de elefante por donde lanzaba rayos – dije, a lo que reímos todos.

— ¡Haz el elefante!

— ¡Sí, el elefante!

— Aquí llega… ¡el elefante!

Con un rugido me incorporé como si pesara cien veces más, Melita se enganchó a mi cuello mientras que los otros dos se agarraron a un brazo cada uno entre risas mientras daba pasos exageradamente lentos. Como tantas otras veces antes, comencé a descender por la tierra con mucho cuidado de no resbalar.

— ¡Qué fuerte es el abuelo!

— ¡Por Juno! ¡Padre! — Mi hija Atia cruzó el umbral de la puerta con las manos en la cabeza y de una carrera nos alcanzó.

— Estoy bien – me defendí.

— ¡Si te caes te llevarás a mis hijos por delante, necio! — Gritó dándome bofetones al hombro, al ver el enfado de su madre, los niños bajaron con prisa para escapar del inminente castigo, pero no les iba a ser tan fácil.

— ¿Y a vosotros qué os pasa, es que sois babuinos?

Atia les dio una palmada en el culo a cada uno mandándoles al baño sin opción posible a rechistarle. Cuando entraron en la casa, me miró con desidia y puso los brazos en jarras.

— No estarías contándoles otra de tus batallitas.

Me reí al pensar que tal vez estaba empezando a repetirme un poco, igual que mi abuelo. Giré la mirada para observar el mismo olivo en el que tanto le gustaba descansar. Entonces me acordé de algo. Abracé a Atia del cuello y nos dirigimos al interior.

— ¿Te he contado cuando evité una batalla gracias a un ánfora de aceite?

 

 

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