
113.- Fecundo
El bistre se intensificaba danzando sobre los ocres de la montaña leonada amada por Dumas a medida que el sol durmiente bajaba sus cortinas en el inmenso campo verde esmeralda que se extendía durante leguas imposibles, cómo si el astro mismo descendiera cual emisario para despedir a Fecundo a medida que daba sus últimos pasos cansinos y reticentes entre los viejos olivares.
Desplazándose más extenuado de lo que se ha sentido en los últimos treinta o cuarenta años, sus botas y pantalón cubierto por un mantillo ligero de polvo y ajustándose el sombrero que le regaló su esposa muchos años atrás, cuando ambos, aún desconocidos el uno para el otro, empezaron a trabajar en el olivar de Don Paco, no deja de pensar, sin saber por qué, en sus tres hijos.
Las flores del olivo caían en nudosos racimos blancos, apenas acariciados por el glauco tenue que delineaba los delicados dientecitos que formaban las hermosas coronas de los pétalos abiertos, sedientos y carnosos, y la imagen de sus vástagos no lo abandonaba.
Cada racimo lo conocía como conocía sus propias manos. Manos que habían levantado junto a las de sus hermanos de labor las hileras verdes de pequeños y delicados árboles, longevos y eternos, sobre la tierra rojiza, una hilera a la vez, hasta abarcar el inmenso olivar, dispuesto como un trozo de vida entre otros cientos de olivares, de forma que cada hilera descendía y ascendía, descendía y ascendía una vez más, en lenta pero continua sucesión sobre colinas pardas y amables. Sus hijos habían nacido y crecido a semejanza: Uno a la vez, de su mano y en el seno de su hermosa Azucena. Luis llegó cuando apenas eran unos críos. Cabello rubio, ojos igual de verdes y ávidos que el fruto nacido cuando la sangre del olivar mismo lo coloreaba al empezar a crecer, con las ansias por conocerlo todo a flor de piel. Marcos lo siguió, pequeño pero fuerte como fruto de vecería, e igual de sorpresivo e intempestivo. Finalmente llegó el pequeño Fecundo, llamado como él mismo, y como su padre antes. Y si la llegada de Marcos los había tomado por sorpresa, la de Fecundo, justo cuando Azucena pensaba que era una imposibilidad determinada por la naturaleza misma, los dejó pasmados. Pasmados pero jubilosos.
“La naturaleza da y la naturaleza quita”, le había dicho ella la noche misma que recibieron la noticia, en la penumbra de su habitación y con su voz quebrada, afectada por lágrimas que él nunca supo cómo interpretar.
“La naturaleza da y la naturaleza quita”, recordó tan sólo unos cuantos años después, de pie junto a la cama blanca de barrotes y travesaños metálicos asépticos del hospital donde ella ya no sufría, ni lloraba de dolor, con Fecundo en sus brazos, adormilado aun por el vaivén rítmico del autobús que los había dejado allí tras recibir la llamada que esperaba pero que nunca había deseado.
“La naturaleza da y la naturaleza quita”, y durante años le dio a manos llenas tras quitarle a su amor y compañera de vida, su amante, su amiga y su copiloto en el largo viaje que habían emprendido, trunco, pero no abandonado. Le dio nietos y alegrías. Le dio un médico y un policía en sus hijos mayores y un camarada y cómplice en el pequeño Fecundo, a medida que este crecía y se hacía un hombre.
Todo mientras sus otros hijos crecían y se extendían, florecían y se multiplicaban, grandes y fuertes, de noble madera y vida renaciente.
“La naturaleza da y la naturaleza quita”.
Y ahora, con el sol a su espalda en el cielo despejado de primavera había llegado el momento de despedirse, no sólo de los amigos y compañeros, sino del olivar en el que caminó tomado de la mano con su Azucena, bajo sombras pequeñas y tímidas. En el que vivió el regalo de la existencia y el ciclo de perseverancia de la creación misma. El olivar de Don Paco, tan suyo como de los suyos, que le dio la vida como la conoce y gracias al cual pudo levantar su hogar.
Pero había llegado el momento de descansar.
—Estás enfermo. Tu cuerpo no es lo que era hace años. Hace tiempo que ya deberías estar en casa papá, y me duele tener que ser yo quien te lo diga, pero alguien tenía que hacerlo. —Le dijo en tono grave y mesurado Luis, su hijo. El mayor. El médico de gran ciudad, ojos verdes y cabellos del color de la paja dorada, y que con los años se había tornado igual de quebradizo.
Se lo dijo en el tono condescendiente propio de la ciudad que olvida al campo que la alimenta, en el inmenso y lujoso consultorio que era su orgullo, alto en las nubes grises de la metrópoli polucionada tan enferma cómo él mismo se sentía.
Hacía dos años que su hijo el mayor no visitaba la pequeña casa cálida y amable que levantó el amor de Fecundo y Azucena en el viejo Jaén. Ni siquiera para que él pudiera ver a sus dos nietas, que extrañaba con el alma.
Sin embargo, calló y escuchó.
—Estás viejo papá y si caes en un hospital por testarudo nadie podrá cuidarte. Dios sabe que yo tengo lo propio y nadie me ayuda a mí tampoco. Además, la pensión ya la tienes, así que estás trabajando sin necesidad. Si yo tuviera la pensión que tú tienes dormiría hasta la tarde y me levantaría sólo a comer, ver el futbol y tomarme unas cervezas. No me gusta ser yo el que lo diga, pero tengo la obligación de hacerlo. —Le recriminó su hijo Marcos en un tono cargado de amargura y hablando tan rápido como le era posible, quizás para salirse de eso tan pronto como pudiera, como quien apura un purgante de viscoso regusto. Su hijo del medio. El policía de naturaleza inconstante, pero que con el tiempo se había convertido en un hombre ambicioso y predecible.
Se lo dijo con la motivación errática propia de la inconformidad y codicia de quien nunca ha construido nada con sus propias manos, pero tiene la certeza de que el mundo y todos los que habitan en él le debían algo.
Hacía seis meses que no visitaba a su padre, pero vivía en la misma ciudad que a ambos los vio nacer: el viejo Jaén.
Pese a ello, de nuevo calló y escuchó.
—Estás cansado papá. Tú lo sabes y yo lo sé. Ya es momento que descanses. Es lo que mamá querría. Además, no estás abandonando tu olivar. Ahí estoy yo y lo cuidaré bien, ya lo sabes. Es tu decisión, pero me gustaría que confiaras en mí, y me dieras el honor de hacerlo. —Le dijo su hijo menor, el pequeño Fecundo, que con apenas veinte años ya pasaba del metro noventa, moreno como su madre y fuerte cómo lo fue él mismo cuando la conoció.
Se lo dijo mirándolo a los ojos, mientras cenaban en la casita fresca que levantó el amor de Fecundo y Azucena en el viejo Jaén.
Se lo dijo el día que empezó a trabajar en el olivar de Don Paco, en un tono paciente, cómo solía hablarle su dulce Azucena. Su hijo más pequeño. El que había decidido seguir sus pasos, amando lo que su padre le enseñó a amar, y sin olvidar la voz que lo trajo al mundo.
Y esta vez escuchó, pero no calló.
Fecundo nunca había conocido el significado de muchas palabras, pero el llamado del hogar y la familia le eran suficiente ahora que sabía que sus olivos estarían bien cuidados.
Después de ver como descendía por fin el sol cálido y seco sobre la colina que enmarcaba el inmenso olivar, caminó hacia la verja de hierro junto a la que lo esperaba su hijo más pequeño, rodeado de los trabajadores que habían sido su segunda familia durante años.
“La naturaleza da y la naturaleza quita”, se dijo con la voz aflautada de un pasado que nunca lo había abandonado, mientras recorría el camino de tierra tostada desnuda, pasando junto a la vieja almazara de muelas cónicas de un siglo olvidado, que, como él, hacía parte de las reliquias obsoletas de un pasado romántico. Un trujal que no operaba desde antes de su llegada al olivar pero que nadie se atrevía a mover.
Nunca se había sentido tan viejo como en ese momento, sin embargo, a pocos metros lo esperaban los suyos, por lo que contuvo su expresión herida y recapacitando en que no era propio de un hombre que ya era abuelo soltarse a llorar, recordó a sus hijos, el presente tanto como los ausentes. Pensó en el Hijo Predilecto de la ciudad, Nuestro Padre Jesús Nazareno y sus milagros en el momento de mayor necesidad cuando eran azotados por la peste y en cómo de la muerte y enfermedad había surgido un nuevo comienzo.
Pensó en su Azucena y en su pequeño hogar, y sin saber en qué momento preciso ocurrió, sus pasos reanudaron automáticamente la marcha hacia el nuevo destino que le aguardaba.
“La naturaleza da y la naturaleza quita” musitó en voz baja, bajando la cabeza y fijando la vista en tres pequeñas aceitunas de brillante piel aceitosa. Con aire ausente Fecundo se inclinó para tomarlas y emprender inmediatamente después la marcha mientras guardaba los frutos en el bolsillo de su peto, mientras una sonrisa tímida afloraba en sus labios.
“La naturaleza da y la naturaleza quita”, repitió mientras echaba los brazos sobre el gigante en que se había convertido su hijo más pequeño.
— ¿Qué dices? —Le preguntó Fecundo, el joven.
—Nada. Sólo algo que me dijo tu madre una vez. —Respondió Fecundo, el viejo, sabiendo que esos frutos marcaban el hola de un adiós que había pospuesto ya por demasiado tiempo.