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117.- Pichón I «El Joven»

Esther Requena

 

Se nos apareció una mañana de agosto en el ángulo más recóndito del balcón que da a la plaza, detrás de la caja de cartón donde guardamos los papeles para reciclar.

Al principio no conseguíamos averiguar a qué especie de los seres vivos, palpitantes y aterrados podría pertenecer nuestro curioso visitante que solo se mostraba como una bola de pelusa moteada en gris y blanco, semioculta por un ala, como si le diera vergüenza algo de sí mismo y se quisiera tapar.

Esperamos, en total y absoluto silencio y recogimiento, a que el ovillito se fuera desenredando. Tras pensárselo mucho, ante nosotras emergió una cría de rapaz, ya un adolescente.

− ¡Por fin me llegó la carta de Hogwarts! − exclamó Paula con toda ironía, recordando su pasado de recalcitrante fan del que todavía quedaban secuelas.

Pero no era una lechuza porque las lechuzas tienen la cara aplastada como una torta de Alcázar. Era una cría de “búho”.

− No, porque no tiene “orejas”.

− Pues un mochuelo.

Quedó claro que ninguna de las tres éramos expertas. Como también que, mochuelo, búho o “animago” fantástico, el balcón de un adosado no era el sitio apropiado para un ave de presa en plena pubertad.

Mientras tanto él se mantenía prácticamente inmóvil en su rincón, ajeno a nuestras disquisiciones. De vez en cuando abría uno de sus ojos, brillante como canica anaranjada; luego lo cerraba, abría el otro y nos miraba. Así se mantuvo durante un rato, ante nuestro regocijo, porque ese guiñado de ojos, a veces rítmico, le confería un halo entre chulesco y displicente, realmente cómico. Como resultó divertido ver cómo daba tres o cuatro pasos, escorado a estribor, con cierto bamboleo de borrachuzo, sin saber muy bien qué rumbo elegir, si hacia nosotras o hacia la caja que le había servido de parapeto. Dudó durante un buen rato. Iba y venía, chocando su cabeza contra el cartón, hasta que finalmente, se decidió y, con un torpe aleteo, al segundo intento consiguió refugiarse dentro de ella.

En algún momento conseguimos romper el hechizo que nos mantenía prendidas a su desastrada figura para telefonear a la Protectora, porque estaba claro que necesitábamos sus orientaciones y profesionalidad para poder atender las necesidades del búhito, o del mochuelo, o del autillo, o de lo que fuera nuestro fascinante huésped.

Empezaba a hacer mucho calor. La calima de África había conseguido saltar sierra Lújar y con ella la aplastante y densa atmósfera que vencía a la misericordiosa brisa con la que a veces nos aliviaban los altos de la Alpujarra, el Padre Mulhacén o la Madre Veleta. No era cuestión de mantener al pobre bicho en esa caja, expuesto a la solanera, así que buscamos el recoveco más oscuro y más fresco de la casa, puesto que, aunque poco sabíamos de rapaces, conocíamos por los documentales que eran “de hábitos nocturnos”. Allí se quedó a gusto, en su nido de cartón, dormitando. Dado, el abuelo de la familia, nuestro dálmata, tan viejecito que apenas oía y apenas veía, ni se molestó en olisquear al nuevo inquilino, del que en seguida supo por instinto que no llegaba para quitarle lo que más le importaba en el mundo: la comida.

En la Protectora nos avisaron de que hasta muy entrada la tarde no podrían desplazarse a nuestro domicilio para evaluar al visitante, nos dieron unas primeras nociones de cuidado y auxilio a rapaces perdidas – sobre todo que no le falte agua– y aprovechamos la siesta del pequeñín para encomendarnos con convicción a San Google, a ver si entre las tres éramos capaces de encontrar datos que nos encaminaran a su identificación. Y de paso, lo más complicado: buscarle un nombre.

Porque nosotras, en casa, somos mucho de buscar nombres y, si no los encontramos, acudimos al resto del clan y entonces es cuando se lía parda, pero reír, nos reímos un rato.

“Ave del año” era demasiado ostentoso; “Daniel Miguel el Mochuelo”, tan literario, no iba a ser entendido por nadie que no hubiera leído a Delibes y “Pichurri”, el nombre tradicional de todos los pájaros que habían pasado por la familia, era la rendición, la opción última y desesperada.

No iba a ser el caso. Cuando más enfrascadas estábamos en la tarea, de repente un aleteo en vuelo rasante pasó sobre nuestras cabezas y el buhíto, o el mochuelo, o el autillo…o lo que fuera, se chocó ligeramente contra la librería y tomó posesión de la maceta del potos. Y allí quedó, erguido y majestuoso (si no fuera por el continuo guiñar de ojos) con sus garras de vieja marquesa bien plantadas en el borde del tiesto, firme como una estatua.

− ¡Pero míralo, si parece Carlomagno! –

Todas reímos por la ocurrencia de Julia y porque cierto era. Así que aprovechamos la idea y entre las tres acordamos el dichoso nombre con el que le íbamos a conocer: Pichón I “El Joven”

Esperamos la llegada del agente de la Protectora pendientes de Pichón I “El Joven”, de sus escasas incursiones fuera de la maceta del potos, de sus ojos cada vez más centrados que se abrían como faros cuando nos dejaba tocar su suavísimo plumaje; mandando fotos y vídeos al grupo de whatsapp de la familia, intercambiando chistes, historias, refranes e incluso poemillas…

“Por el olivar
se vio a la lechuza
volar y volar…”

El agente de la Protectora torció el gesto cuando le vio caminar, más como una oca que como el buhíto, o el mochuelo, o el autillo que era:

−En esta época es frecuente que los jóvenes que emprenden sus primeros vuelos se desorienten y sufran todo tipo de percances. Me lo llevo, lo examinamos y mañana os podré dar alguna respuesta. No, no sé decirte, no soy experto en rapaces… pero podría ser un Búho Chico, casi una cría. Como os estoy diciendo, mañana sabremos más.

El viejo Dado recibió a Jaime y Luz, los agentes de la Protectora, con unos alegres bandazos de cola, no tan vigorosos como los latigazos de antaño. Nosotras sabíamos que tanto alborozo se debía a la creencia de que la caja en la que transportaban a Pichón I el Joven contenía comida, pero preferimos que pensaran que nuestro perro, además de casi ciego, sordo y –ahora ya lo confirmábamos– sin olfato era simpático y no un irredento glotón egoísta.

Primero nos agradecieron la sensibilidad y la preocupación, lo cual suponía una introducción apenas disimulada de que el “pero” que con toda probabilidad iba a proseguir, era antesala de malas nuevas.

− Pero − continuó Luz, la de la Protectora, echándose las rastas sobre el hombro− la mala noticia es que nuestro Pichón está muy enfermito.

Lo sostenía en su regazo e iba acariciando su cabecita, sus alas y su ceño con gran ternura…

− En algún momento de su primera aventura ha debido chocar contra algo, quizá haya caído desde alguna altura… no sé deciros. Pero ha sufrido un traumatismo craneoencefálico severo. Por eso sus pasos son tan inestables y su vuelo tan errático… no va a tener el pobrecito muchas oportunidades de sobrevivir…

− ¡Pero algo se podrá hacer por él!

−Si le mantenéis en casa será peor. Por mucho que le cuidéis, es imposible darle lo que necesita. Y, en nuestra situación, tan precaria, la Protectora tampoco puede hacerse cargo.

− ¿Entonces?

−Yo os recomiendo buscar un hogar para él. En este pueblo hay muchos olivares y el olivo, con sus oquedades y sus pobladores, es lo ideal para él. Claro, que mejor busquéis alguno más alejado de esta zona, que hay demasiada gente, demasiado ruido, gatos para los que es un manjar y quizá demasiados perros que lo tomarían como un juguete…

Descartamos la plaza por el gentío y los botellones. También los olivos que daban al parking, lugar de encuentro de los perros callejeros del barrio y, con todo dolor de corazón, el cortijo de Mercedes cuyo cachorro de labrador, Luke, no podía ser más inquieto, más curioso y más simpático.

Pero nos quedaba otra opción, quizá la mejor de todas: El olivar del Aco.

Cuando el Aco se fue a vivir a la punta más lejana del mapa, nos pidió que cuidáramos su cortijo porque él regresaría; no sabía muy bien cuándo, pero seguro que terminaría volviendo allí. Y eso hacemos: el cortijo del Aco (la casa, la alberca, los bancales) ha sido y es el refugio de cada crisis existencial, económica o sentimental de los miembros de la familia.

Y es que no hay tristeza que no se alivie bajo esa manta de luces que es el cielo que lo cubre, ni preocupación que no se desvanezca con el rumor de agua de la acequia. Ni dolor que no cure con una siesta bajo la sombra de uno de sus ancianos y hermosos olivos.

Dicen en el pueblo y en los folletos turísticos que fueron los romanos quienes los plantaron. Quizá exageran, quizá no, pero lo cierto es que los olivos del Aco, a la vera del camino del Beber, contemplaron desde su altura el paso derrotado de nazaríes y moriscos, el de las mulas que transportaban a los románticos ingleses para que llenaran de color lienzos y páginas; quién sabe si Lorca y Falla, que tanto disfrutaron del pueblo, pasaron cerca de ellos. Quizá los sabios olivos del Aco les susurraran versos y melodías en sueños…

Y ahora nosotros los mirábamos con reverencia y respeto, con el pobre Pichón I “El Joven” en brazos, pidiéndoles amparo y compasión para él, mientras íbamos examinando cada uno de ellos en busca de la oquedad más acogedora, aquella que le proporcionara frescor y tibieza, tan cerca del agua que no le exigiera un viaje largo o complicado…

¡Eran todos y cada uno de ellos tan poderosos, tan imponentes! Mirándolos desde la casa, parecería que una asamblea de Titanes se había reunido para conspirar contra Zeus, pero si te acercabas a los bancales, sus troncos leñosos, sus circunvoluciones, sus surcos, su tacto rugoso, sus misterios, su fauna oculta, las mil y una plantas que recoge y atesora, se liberan de su aspecto mítico y se presentan ante nosotros como esos abuelos que ven pasar la tarde compartiendo soledades en los poyetes de las casas.

Encontramos lo que buscábamos en el más cercano a la casa, quizá el más joven. Bajo el primer crucero, a una altura suficiente como para que llegaran nuestros brazos, pero no las fauces de las tres perrillas de la vecina, por lo demás amistosas y pacíficas. Algún ave de paso había aprovechado una cavidad relativamente profunda para hacer su nido de ramitas y todavía quedaban en él restos de plumón. Claro que si aún no sabíamos a qué familia pertenecía Pichón I “El Joven” – ¡Mira que olvidarnos de preguntarle a Luz, la de la Protectora! – mucho menos íbamos a poder identificar quién había dejado tales prendas de atavío en el nido abandonado. Y además, ¿a quién podría importarle?

Pero Pichón I “El Joven” no aceptó de buen grado ocupar el espacio que había sido de otros. Nada más depositarlo en él, emprendió un atolondrado vuelo de los suyos y huyó, buscando de nuevo el amparo de la caja de cartón. Nos lo había dejado sumamente claro.

Finalmente optamos por retirar el entramado y desgarrando la caja que tanto servicio nos había proporcionado, forramos la hornacina con sus pedacitos,

En esta ocasión, nuestra avecilla sí quedó satisfecha. Se retiró a lo más profundo, se ovilló y pareció dormir.

Decidimos esperar a la caída de la tarde para observar si Pichón I se sabía desenvolver en su nuevo entorno. Nuestra familia fue llegando al cortijo del Aco, algunos, Aco incluido, de forma virtual, aprovechando las facilidades de la tecnología para personarse, pero todos curiosos y expectantes.

Cuando cae la tarde, la Alpujarra se engalana como si quisiera acicalarse para volver a seducir a la luna de verano. Bajo el porche, sentados y en absoluto silencio, contemplábamos al sol, capitán redondo, pintando de anaranjado y oro el cielo, las laderas y los pueblos blancos. Los sapos, los jilgueros y un ruiseñor tempranero que vivía en el cañaveral interpretaban una serenata que era respondida, a destiempo, por un cuco no muy lejano. Zumbaban los abejorros sobre el granado… Una brisa, la que había ganado el pulso a la calima, movía las gráciles ramas de los majestuosos olivos, los auténticos dueños del lugar, y las aceitunas que asomaban bruñidas como lágrimas de azabache, se acariciaban levemente mecidas por el aire…el balate de madreselva, la verbena, el jazmín inundaban nuestro olfato de gozo.

Era difícil salir de aquel estado de ensoñación, pero con sumo cuidado y en silencio, nos acercamos a la casa de Pichón para apreciar su estado de confort o de disgusto.

¡Y ahí lo encontramos, en el quicio de la puerta, erguido y orgulloso, otra vez haciendo honor a su nombre tomado del Imperio Carolingio, con sus brillantes ojos como canicas de vidrio abiertos como compuertas y sin ese guiñar rítmico tan inquietante!

Mucha fue nuestra alegría, mucha. Sobre todo, al verle salir volando hacia la acequia y regresar, seguro, a retomar la guardia de su garita.

En casa surgieron dudas sobre su alimentación. Como no sabíamos si era un búho chico, o un autillo, o un mochuelo – ¡Mira que no haberle preguntado a Luz, la de la Protectora! – desconocíamos qué dieta era la adecuada para cubrir sus necesidades, no fuera el caso de tenerle que llevar la compra y no saber si encargar moscas o musarañas.

Cada tarde comprobábamos cómo Pichón I “El Joven” iba ganando en tamaño, plumas y galanura. A veces le veíamos regresar, planeando sobre la copa de su olivo, o asomar entre las aceitunas con batir de alas enmarañadas, o enseñorearse de alguna rama. Otras, permanecía impasible, mirando hacia la alberca. En ocasiones no conseguíamos verlo, quizá durmiera o explorara el resto del olivar del Aco…

Durante esas tardes de verano, se fue afianzando la costumbre de reunirnos allí sin necesidad de citarnos. En ocasiones echábamos merienda o unas cervezas fresquitas. Con la excusa de comprobar si todo iba bien “ancá” Pichón I, aprovechábamos para pasar el rato juntos, que luego llegaba el invierno y se nos ponía más cuesta arriba vernos. Con frecuencia recordábamos anécdotas vividas allí, como aquella vez que hubo que salvar a un ratoncillo de campo que había caído en la alberca y casi terminamos en el agua; o la Nochevieja en la que el pavo no cabía en el horno de pura enormidad y tuvimos que llevarlo en procesión a casa del vecino; o el tiempo que estuvo “El Goyo”, nuestro mítico R5, protagonista de mil aventuras, convertido en gallinero de lujo…

Pero, una tarde, Pichón I “El Joven” no estaba. Volvimos al día siguiente y el nido seguía vacío. Con lo mismo nos encontrábamos si subíamos por la mañana, o a mediodía.

Recorrimos los bancales, la acequia, exploramos cada balate, cada surco, cada plantón. Lo mismo hicimos en el camino y en los cortijos aledaños. De Pichón no quedaba signo de su existencia.

Llamamos a Luz, la de la Protectora y ella nos resultó tan sincera como la primera vez que visitó nuestra casa:

−Ya os dije que la situación del ave era complicada, difícil que saliera adelante con los problemas que arrastraba. Puede haberle pasado cualquier cosa, pobrecico…

−¿Y si, simplemente, se ha marchado, ha encontrado otro lugar, ha emigrado?

−Si os sirve de consuelo podéis pensar eso, efectivamente…

Charlamos con ella, de todo un poco. De las aves que van desapareciendo, de los animales que formaban parte de la comarca y que iban extinguiéndose al mismo tiempo que se abandonaban ciertas plantaciones o ciertas formas de cultivar y se arrasaba con el suelo. De los viejos olivos de la Alpujarra, que han resistido siglos de sequía, de sol abrasador, de frío extremo de montaña. Que han resistido a la codicia y la apatía del ser humano…

Por eso, cuando dos meses más tarde, Luz nos llamó pidiendo nuestra colaboración para otra ave que habían encontrado malherida y a la que habían curado, no dudamos en decirle un sí rotundo y entusiasta.

Y pensamos en el olivar del Aco.

Eso sí, antes de terminar la conversación le preguntamos:

−Una cosita, Luz. Este Pichón II “El Joven” que nos va a llegar… ¿es un búho chico, un autillo, un mochuelo? Por si tenemos que subirle la compra.

 

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