124.- Legado
En diciembre de 2019 Jaén era un enjambre de rostros fugitivos, una marea angustiosa de cuerpos flácidos que chocaban entre sí sin rumbo fijo, era un laberinto Jaén, un hervidero de luces abigarradas y el sonido amortiguado de villancicos, reino hiperbólico del caos que se asumía y quizás se sufría, espacio de indefensión o de sumisión acaso, donde lo apócrifo y lo cotidiano se habían dado cita para meterse mano alegremente, conocida fusión extática. Desde una de las ventanas de la redacción, Juan Hierro, becario emérito y aspirante a redactor raso en el prometedor diario digital ‘Mercurio’, observaba atento los ríos de gente circulando por Roldán y Marín. Detrás del cristal se sentía estúpidamente a salvo, incluso un privilegiado. Veintidós años y tres cuartos, expediente académico impecable, verbo decidido y peinado de pinipón, una vez concluido su periodo de prácticas en septiembre había recibido la promesa de que se echaría mano de él para cumplir ciertos encargos y que, así, pudiera ir metiendo cabeza en la empresa. Dicho y hecho. Tres meses más tarde le citaron en las austeras instalaciones del medio, un local alquilado de unos 30 metros cuadrados con dos despachitos —uno para el director, Pedro Coloma, y otro para la redactora jefe, Sara Sutil—, un baño y una sala para los tres redactores. Si el pipiolo eligió ‘Mercurio’ para sus prácticas fue porque consideró que tenía más posibilidades de promocionar allí que en una empresa más grande. A priori le había salido bien la jugada, algo a lo que, por otra parte, estaba de sobra acostumbrado.
—Juanito, vente por aquí —Sutil, melena rizada e indómita, mirada firme, fumadora por pasión, resuelta, incansable y recién pasados los cuarenta, indicó al joven, teléfono pegado a la oreja, que pasara a su despacho. Él obedeció ipso facto. Sin abandonar su cierto aire de suficiencia, se sentó en la silla de Ikea que había ante el escritorio. Al otro lado, la periodista lidiaba con algún toro bravo del Gobierno local, según dedujo Hierro de lo poco que de conversación pudo escuchar antes de que la número dos de ‘Mercurio’ colgara. De ella admiraba su determinación, su facilidad para dominar la situación, su ausencia de floritura en el trato. Nadaba con envidiable fluidez en el hosco océano de los popes de la política jiennense, y el chico sabía que aprender de ella era lo ideal para convertirse también en un tipo influyente. Aquella era su oportunidad para dar sus primeros pasos en pos de ello y no cabía dejar pasar el tren.
—¿Qué pasa, niño? ¿Cómo estás? —Sutil, tras soltar el teléfono, se acomodó en su sillón de cuero marrón desgastado.
—Pues bien, bien, contento de que me llamaras, para qué te voy a engañar. Deseando que me digas qué es lo que voy a hacer, vamos.
—Coño, sin rodeos ni nada, ¿no? —la redactora jefe soltó una risotada, abrió un cajón y rebuscó dentro hasta encontrar un cigarro. El chaval ya sabía de sobra que en su despacho imperaba su ley, y su ley incluía vía libre para el empache de nicotina en cualquier momento, estuviera sola o acompañada—. No te molesta, ¿verdad? —se encendió el pitillo con un Clipper amarillo, dio una larga calada y expulsó el humo con elegancia regia—. Te comento. Bueno, tú ya sabes cómo se trabaja aquí, cuál es la dinámica y demás. Nuestra idea es darte un poquito más de responsabilidad de la que tuviste y que te foguees en el trabajo de campo, digamos. Fuera tanta redacción y tanto teléfono, y más reportajillos. Una cosa, ¿a ti cobrar en negro te da igual? Nosotros te proponemos pagarte por cada reportaje, ahora vemos cuánto, y, a ver, hacerte ahora autónomo va a ser un coñazo para ti, supongo. Además, tendrías menos pasta a la larga, y como esto es temporal…
El joven había visto a Sutil en plena negociación varias veces. Su método se basaba en dos premisas: concederle la palabra al interlocutor lo menos posible atosigándole con grandes dosis de información y ponerle entre Escila y Caribdis a la hora de tomar la decisión final. A pesar de ser consciente de ello, la admiración que le profesaba provocó que Hierro cayera rendido a sus pies.
—No hay problema, yo lo veo bien.
—Pues perfecto. Mira, para empezar he pensado darte algo que puede estar bien. ¿Te acuerdas del olivo casi centenario que hay en C***? Creo que sacamos algo de eso estando tú aquí en verano. Es el olivo más grande del mundo, no por decir, sino que lo es, con sello y todo —en efecto, Hierro se acordaba. Asintió, y lo hizo con escepticismo más que con curiosidad—. Quiero que te vayas allí por lo siguiente. Un segundo —abrió otro cajón y, tras trastear brevemente, sacó un papel viejo, amarillento y con las esquinas desgastadas. Sutil lo depositó con mucho cuidado sobre la mesa, ante el aprendiz, que lo observó detenidamente. En la delicada hoja había un pequeño mapa a mano alzada. Incluso podía ponerse en duda que el dibujo, cuya contemplación hubiera provocado que cualquier cartógrafo se escandalizara, llegara a la categoría de mapa. Lo atravesaba una línea discontinua comprendida entre un punto y una equis. En el margen inferior había, además, una leyenda: C*** 1936, M. H. C.
—Este mapa lo ha encontrado Pepe Rivas, un colaborador nuestro, en el archivo del Ayuntamiento. Lo sacó de allí de extranjis. Luego ya veremos cómo solucionamos eso. El caso es que Pepe dice que la cruz marca el lugar en el que está el olivo. Nunca se ha sabido el año exacto en el que se plantó, así que esta podría ser la prueba de que fue en el 36. Tendría 83 años, menos de lo que se pensaba, pero bueno, la cosa es que podemos darlo nosotros antes que nadie. Tírale para allá y a ver si puedes confirmarlo. Es un temilla chulo, ¿no?
Hierro continuó con los ojos fijos en la hoja de papel mientras paladeaba las palabras de Sutil. No, no coincidía con ella: en absoluto pensaba que fuera un tema goloso. Es más, le resultó ofensiva la propuesta. Por un instante hasta estuvo tentado de rechazarla. “Un temilla chulo”. No era lo que esperaba. Al final, por mera vergüenza, optó por domeñar su magma y cerrar la boca. No obstante, lo que no dijo lo expresó con su gesto, cuya displicencia no fue capaz de ocultar.
—¿Te pensabas que ibas a destapar el Watergate del Santo Reino?
El joven trató de mantenerse imperturbable y de disimular su frustración.
—No, a ver, está bien, lo que pasa es que, el pueblo este… ¿Qué me van a contar que no se sepa? Si ya se ha dicho todo.
—Quien no te lo voy a contar soy yo, que la última vez que trabajé sobre el terreno todavía se quedaba en ‘El Bodegón’. Anda, viaja mañana y a ver qué averiguas. Haz fotos, coge testimonios… ya sabes. Al día siguiente te vienes por aquí y me enseñas el material. Tú tenías coche, ¿verdad? Luego nos pasas los kilómetros y te pagamos la gasolina.
A las ocho a eme de la mañana posterior, Juan Hierro, becario emérito y aspirante a redactor raso de ‘Mercurio’, partió en su Ford Focus heredado de primo segundo rumbo a C***, pueblo de apenas 500 habitantes en el corazón de la campiña jiennense. La tarde de antes había quedado con la alcaldesa, Paqui Cazalilla, socialista de cuna y nieta del primer regidor del municipio tras el franquismo, sobre las nueve. Pepe Rivas, el colaborador del periódico digital, le había proporcionado algunos datos relevantes sobre el eminente olivo. Tenía algo más de quince metros de altura y siete de perímetro en la base del tronco. El año que más aceitunas dio fue 1964: cerca de 1.000 kilos, una cifra que quedó registrada como récord Guiness. En 2008 se decidió no explotarlo más, cercarlo y venerarlo. Había un proyecto municipal para construir un centro de interpretación a su vera, pero la ejecución estaba aparcada sine die, a la espera de contar con los fondos necesarios.
Para llegar al pueblo desde la capital había que tomar autovía y carretera provincial. El asfalto estaba en buen estado, por lo que el chaval no tuvo dificultades para completar el trayecto. Los quebraderos de cabeza llegaron cuando hubo de circular por las estrechas y sinuosas calles de C***, todas como ágiles serpientes que se contorsionaban hasta lo grotesco y cuyas lenguas bífidas confluían en la humilde plaza principal, la única en todo el municipio. Hierro aparcó allí, justo frente al Ayuntamiento, un coqueto edificio moderno que destacaba en el océano espumante de casas encaladas. En la puerta le esperaba Cazalilla, bajita, rechoncha y de generosos mofletes. Desbordante de simpatía, se subió en el coche y le plantó sendos besos estruendosos en las mejillas al periodista novato, amén de enemigo de la zalamería. La alcaldesa expuso sus planes: primero, visita al olivo; después, entrevista a su abuelo, Don Joaquín Berrios, que, a sus noventa y tres años, era uno de los dos vecinos que quedaban vivos del 36. El chaval, irritado, siguió las indicaciones de la regidora, que le condujo a una pequeña finca olivarera extramuros, pero no muy alejada del núcleo urbano. De hecho, las casas empezaban justo donde terminaba la propiedad. Durante el corto trayecto la alcaldesa habló a Hierro de que el olivo estaba causando en el pueblo ciertos problemas. El crecimiento continuo de sus enormes raíces, que ya eran kilométricas, hizo, hacía años, que estas invadieran algunas viviendas hasta el punto de hacerlas inhabitables, una circunstancia a la que no se había logrado aún poner remedio. Una vez en la finca, tomaron un carril agrícola que la atravesaba. Su titularidad se repartía entre los herederos de Martín Hortachuela Civantos, antiguo cacique del pueblo, según explicó Cazalilla, pero estaba permitido acceder para visitar el árbol, cuya majestuosa silueta se distinguía con facilidad, recortada en el celaje, desde amplia distancia. A Hierro le pareció entonces asombroso. Una vez lo alcanzó, abandonó el coche y lo tuvo delante, un ligero escalofrío recorrió su cuerpo de arriba a abajo. El olivo, como le había dicho Pepe Rivas, se elevaba más allá de los diez metros y sus robustas y frondosas ramas se dividían en innumerables brotes que tejían un laberinto insondable. En el tronco anchísimo se dibujaban miles de surcos y espirales capaces de hipnotizar y someter a cualquier mortal al instante. Siguiendo aquellas líneas, uno se embarcaba en un largo viaje de aprendizaje severo sobre el amor y la madre tierra contado en un lenguaje pretérito y arcano, anterior al mundo conocido. Era un grito ahogado en el pecho, era la hipóstasis de la rebeldía, era todas las épocas al mismo tiempo. Pasados unos segundos de contemplación, Hierro no pudo menos que sentir un vacío profundo, una acuciante angustia. Cazalilla, que había permanecido en silencio aquel instante eterno, retomó el asunto de las raíces. Señaló hacia el oeste. Esa era la única zona afectada de todo el pueblo. Aportó algunos detalles más al respecto a los que el joven no prestó demasiada atención. Tras ello, fueron a ver a Don Joaquín, que ya aguardaba su llegada.
La casa del ilustre exdirigente del pueblo, que se mantuvo en la Alcaldía durante veinticuatro años, no era por fuera diferente a las del resto de vecinos. Cuando Hierro entró, pensó que tampoco debía serlo por dentro. Don Joaquín se encontraba en la primera habitación a la derecha tras la cancela, sentado al calor de una mesa camilla, en una silla de ruedas. Tenía una imponente calva y su tez morena estaba plagada de arrugas. Los marcados pliegues nasolabiales y la flacidez de su piel hacían que su boca se asemejara al morro de un mastín. El labio inferior, además, era prominente. Sus ojos eran pequeños y oscuros, igual que dos botones. Hierro se sentó a su lado, en una silla de enea, y le saludó con cordialidad forzada. El anciano contestó moviendo levemente sus cejas, pobladas e hirsutas. Su nieta trajo un vaso de agua y le hizo tomar dos pastillas a regañadientes. “Está resfriadillo”, susurró antes de marcharse al chico, que, dispuesto a acabar con aquello cuanto antes, enseñó a Don Joaquín el mapa que le habían proporcionado y le hizo la pregunta del millón.
—Claro que fue en el 36. Diez años tenía yo, y la Guerra acababa de empezar. Era chico, pero de eso no se olvida uno. No, qué va. Mire usté, el olivo empezó a brotar después de que mataran a Manolo ‘Silbante’. ‘Silbante’ porque hablaba poco y siempre que te tenía que llamar la atención lo hacía con un silbido. Fue de noche, y el mismo día que eso pasó la Guardia Civil había tomao el pueblo. Vino un capitán. Del apellido no me acuerdo.
A Hierro le sorprendió la lucidez y la memoria de aquel hombre, al que había imaginado un viejo chocho.
—¿Qué pasó exactamente? ¿Por qué lo mataron?
—Eso fue cosa de envidias. Asín como se lo digo. La envidia es veneno, ¿sabe usté? ‘Silbante’ le trabajaba las tierras a Don Martín, que malo no era. Pagaba bien, eso decía mi padre. “Qué buenos jornales paga Don Martín, qué buenos», decía. Había dos vecinos, Felipe ‘El Mosca’ y Grabié ‘Picatoste’, que estaban sandico de pillá ese tajo. Iban a llorarle a Don Martín, pero él estaba mu contento con Manolo, que no se metía con nadie, pero tenía sangre, como cualquiera, y alguna peleílla tuvo con esos dos por aquello. Entonces, cuando empezó la Guerra, ‘El Mosca’ y ‘Picatoste’ fueron a la Guardia Civil a acusá a ‘Silbante’ de rojo. ¿Era verdá? Contaban, contaban —hizo hincapié en el verbo la segunda vez— que Manolo había ocupao con otros campesinos unas fincas de un pueblo de aquí al lao, T***, pa protestar porque no había tajo pa tol mundo y porque no se pagaba bien. Eso fue en marzo o… en febrero de ese año, y poco después fusilaron a algunos de los que estuvieron allí. Pero cuando empezó la Guerra en julio, se ajustaron cuentas de verdá. Como los dos desgraciaos estos acusaron a ‘Silbante’ y la gente decía que sí, que también había estao en las protestas de T***, la Guardia Civil ni se lo pensó. Entraron de noche en su casa. Lo sacaron de la cama y se lo llevaron. Delante de la mujé y las niñas. Dos tenía. Tiraron p’allá —señaló hacia su derecha, en dirección al olivo y las casas invadidas por las raíces—. Nadie salió, pero los tiros los escuchó tol mundo. Tres fueron. Como si los estuviera oyendo ahora mismico.
El anciano hizo una breve pausa que Hierro aprovechó para mirar el mapa. Imaginó a aquel hombre, casi desnudo, caminando a la fuerza hacia su fatal destino. Observó los garabatos que representaban olivos, los rectángulos irregulares y la línea que partía de uno de estos y que acababa en la equis, y se estremeció.
—Y to por rojo —continuó Don Joaquín—. Sin haberle hecho mal a nadie. Don Martín decía primero que él qué iba a hacé, que no se habiera metío en problemas. ¡Si no se metió, coño! Pero él también quería asustá a la gente, que no habiera más valientillos, y no lo defendió como tenía que haberle defendío. Con el tiempo se arrepentió. Lo sintió mucho, mucho, eso se lo digo yo. Por eso metió a la mujé y a las niñas de ‘Silbante’ a trabajar en su casa. La de ellas se la quitaron. La casa digo. Luego ‘El Mosca’ y ‘Picatoste’ lo arreglaron con Don Martín pa trabajarle a él las tierras. ‘El Mosca’ se murió toavía joven, un ataque al corazón le dio. El otro juntó dinero y se hizo una casa cerca de la finca. Ese sí se murió viejo, pero de su casa ya no queda na en pie. El olivo, el olivo se la comió. Esos dos acabaron malditos. Igual que la familia de Don Martín. Usté viene de verlo.
—¿Cómo que malditos?
—Lo caoído.
—Bueno, eso se diría en aquella época, pero ahora…
—La tierra es de quien la ha trabajao con honradé y con cariño, aunque no lo ponga en un papé, y eso no cambia ya esté uno vivo, en la tumba o… o Dios sepa dónde. Ni de Don Martín ni cojones, la finca aquella era de Manolo ‘Silbante’, y escúcheme esto: todavía lo sigue siendo.
—¿Y el cuerpo? ¿Se sabe dónde está?
Don Joaquín apoyó las manos en la mesa y se aproximó a Hierro muy despacio hasta casi poner frente con frente.
—Se dice que no. Que si hicieron un hoyillo al lao y lo metieron ahí, que si ya se ha buscao en to los sitios, que si no sé qué… Pero hubo uno que siempre lo supo. Hasta lo dejó dibujao en el papel ese que usté ha traío. ¿Sabe por qué? Porque le comía la conciencia, le comió lo que le quedó de vida, y pensó que así honraba a Manolo—. El chaval volvió de nuevo al mapa. No tardó en comprender a lo que se refería el anciano. El dibujo indicaba ahora el punto en el que se hallaba el olivo, sí, pero, inicialmente, M. C. H., o Don Martín Hortachuela Civantos, antiguo cacique de C***, lo plasmó con otro objetivo: marcar el lugar en el que mataron a Manolo ‘Silbante’.
—¿Y dice que el olivo nació justo después de que fusilaran a este hombre?
Don Joaquín Berrios, primer alcalde de la democracia en C*** y guardián de la historia reciente de su municipio, volvió a apoyar su espalda en la silla y dedicó al joven una sonrisa de complicidad.
Durante el camino de vuelta a la capital, Hierro reflexionó acerca de la futilidad y la soberbia. Tres días después, firmó en ‘Mercurio’ un reportaje sobre el fusilamiento en 1936 de un campesino, Manuel Sánchez ‘Silbante’, por haber defendido la justicia en el trabajo. El titular: ‘El olivo custodio del legado jornalero’.