127.- Emmaline
Alcaudete, 1244.
Eugenia empujaba con todas sus fuerzas para alumbrar a la que sería su primogénita. Sus manos ateridas se aferraban a las sábanas empapadas por el sudor y la sangre de su cuerpo. Estaba agotada, hacía cinco horas que se había puesto de parto y el rostro del físico no auguraba un pronto desenlace. Se sacudía de forma espasmódica mientras buscaba la mirada de aliento de su madre. Margarita se mantenía arrodillada junto a la cama de su hija, a pesar de que sus huesos frágiles comenzaban a pedir a gritos un descanso o un cambio de postura. Hacía demasiado frío en la habitación por la helada acaecida durante la madrugada. El cabello ondulado de Eugenia había perdido su brillo por el esfuerzo y el agotamiento que suponía traer al mundo a un hijo en aquellas circunstancias. Descansó un momento para respirar y acelerar los movimientos de su vientre. Su madre la había aleccionado en profundidad sobre aquel momento, pero ningún consejo se asemejaba a aquella sensación de incertidumbre y dolor que se arracimaba en sus caderas y le recorría todo el cuerpo en forma de espasmos eléctricos. El físico hizo una mueca y la obligó a abrir más las piernas, aunque con aquel camisón tan estrecho era casi una heroicidad.
Juan había preferido quedarse tras la puerta de la habitación donde Eugenia estaba dando a luz. Su corazón latía desbocado cada vez que un grito retumbaba por todas las estancias. Amaba a Eugenia con toda su alma, incluso por encima de sí mismo. Jamás pensó que él podría llegar a romper su voto más sagrado, pues pertenecía a la Orden Militar de Calatrava —los frailes de las órdenes militares-religiosas, además de los votos religiosos de pobreza, juraban obediencia y castidad—. Se frotaba las manos para que entraran en calor; el frío que penetraba sibilante por la aspillera lo dejaba sin aliento. Escuchaba a Margarita alentar a su hija mientras el físico le pedía un último esfuerzo. De pronto, todo quedó en silencio y un sonoro llanto de bebé inundó cada rincón del castillo. Juan no pudo contener unas lágrimas incipientes que pronto comenzaron a inundar su rostro. Escuchó el chirrido de la desvencijada puerta de madera y Margarita salió con el bebé en los brazos.
—Es una niña —le dijo.
—¿Y Eugenia? —Sostuvo al bebé en sus brazos con delicadeza—. ¿Está bien?
—Ha habido algunas complicaciones, Juan. —Esquivó su mirada mientras sollozaba.
—¿Qué quieres decir? ¡Habla! —Juan se abalanzó hacia la puerta como impulsado por alguna fuerza invisible.
—¡No entres! —le ordenó Margarita.
—¡Necesito verla! —Juan enmudeció al divisar la ingente cantidad de sangre que había sobre la cama, el suelo y las ropas de los presentes. Eugenia yacía sobre la cama con los ojos cerrados y el rostro macilento. Sus mejillas habían perdido el color rosado y unas profundas ojeras denotaban el esfuerzo que había realizado—. ¿Está…? —Le entregó el bebé a Margarita porque sus manos temblaban.
—No, aún no. —El físico se limpiaba la sangre de la frente con un paño—. La niña tiene una marca de nacimiento en su espalda; es la forma de una cruz. Esta noche hay un eclipse, su hija ha sido bendecida.
—¿Bendecida? Si su madre muere…
—Cuando un niño nace el mismo día en el que se produce un eclipse, trae consigo una época de bienaventuranza —le aseguró el físico.
—Debe guardar el secreto, nadie puede saber que ha estado hoy aquí. —Juan le entregó unas monedas antes de que se marchara.
—No podemos hacer nada más por ella, lo siento. —El físico y sus ayudantes salieron de la habitación en silencio.
Margarita lloraba y acunaba a su nieta contra su pecho, como si aquel gesto aliviara de forma intermitente su pena.
—Emmaline, ese es el nombre que eligió para ella —musitó.
Juan se cubrió la cara y lloró amargamente junto al lecho de Eugenia, sostuvo su mano helada y la besó con enjundia.
—Debo avisar al Comendador —dijo con dolor.
Cuando Juan apareció por la escalinata trasera que daba a la torre del homenaje, su aspecto impresionó a Ricardo, el Comendador.
—¿Qué ocurre? —preguntó con voz grave.
—Emmaline, se llama Emmaline —acertó a decir Juan.
El cuerpo inerte de Eugenia fue enterrado bajo un olivo que crecía imperioso en la parte frontal del castillo. Sus raíces eran fuertes y sus ramas lucían majestuosas bajo el rimero de nubarrones que teñía de gris aquella tierra de olivos. Emmaline lloraba desconsolada en los brazos de Margarita y Juan permaneció arrodillado durante varias horas frente a la tumba de su amada. Recordaría aquel día como el más aciago de su existencia. Margarita anudó la medalla de Emmaline en la cruz de piedra que reposaba sobre la lápida de Eugenia. Tras una ligera llovizna, que empapó el campo y les heló la piel, aunaron fuerzas para regresar bajo el cobijo de un techo.
Alcaudete, 2020
María caminaba con las manos aferrándose a su crecido y dolorido vientre, con muestras evidentes de que el parto se aproximaba. Buscaba un lugar seguro para tumbarse y descansar antes de que naciese su hijo mientras deambulaba por callejones angostos, rodeados de casas con la fachada de piedra. Se apoyó en una pared para mitigar el cansancio y reanudar el ritmo de su respiración. Un olor a carne asada le anunció que ya era mediodía. A medida que ascendía por aquella ligera pendiente, se topó con algunas personas disfrazadas que corrían entre brincos y gritos estentóreos. Algunos de ellos tocaban instrumentos y otros guiaban a sus animales. Sin percatarse, divisó a su paso por la izquierda a algunos titiriteros que entonaban melodías alegres con sus tambores y flautas. Tras ellos, una multitud de niños disfrazados con vestiduras medievales danzaban al compás. Algunos de ellos la rodearon y la invitaron a que les siguiera, pero María no podía bailar a causa de los fuertes dolores que sentía y se hizo a un lado. Al final del callejón vislumbró una plaza monumental repleta de puestos medievales y gente disfrazada. Sintió un dolor agudo que le cortó el aliento, pero tuvo fuerzas para pedirle ayuda a un hombre que iba disfrazado de la Orden de Calatrava. María se tumbó en el suelo, sobre la capa blanca que él había depositado y cerró los ojos.
—No se preocupe, soy médico —le dijo con voz tranquilizadora—. La
acompañaré hasta que llegue la ambulancia.
—Siento estropearle la fiesta, pero parece que no puedo aguantar más… —María apretó los labios y resistió con estoicismo los embistes de su primogénito.
—Empuje a mi señal. —Aquel desconocido se preparó para ayudarla en el parto.
María se agarró al tronco inmenso de un olivo que se mantenía indemne, como una señal atávica que mitigaba su dolor y su desazón. Sus manos se rasgaron y comenzaron a sangrar. Cerró los ojos al escuchar el llanto del bebé.
María despertó horas después en el hospital. Se giró y divisó la cuna en la que descansaba su hija recién nacida. A los pies de su cama palpó algo que le llamó poderosamente la atención —se trataba de una capa blanca con una cruz roja y una medalla en la que figuraba el nombre de Emmaline.
Cuando María recibió el alta, decidió contactar con aquel oportuno desconocido. Descubrió que su familia tenía una finca muy cerca de donde se habían encontrado. Acunó a Diana hasta que el taxi se detuvo en el camino colindante que les guiaría hasta el lugar. Bajó la ventanilla para inhalar los aromas que le ofrecía la mañana: tomillo, tierra mojada, frutas silvestres, miel… Las ramas la empapaban a su paso como una ligera lluvia otoñal mientras amanecía en tierras jienenses. El castillo de Alcaudete lucía imponente sobre el risco, podía verlo muy de cerca. Escuchó el murmullo de unos jornaleros que trabajaban sin descanso tras una cima que se ocultaba en el meandro del camino. Los rayos de sol formaban la urdimbre entre las hileras de olivos que resurgían con elegancia palmaria. Observó cómo uno de los trabajadores se alejó caminando en silencio sin rumbo fijo. María permaneció en el mismo lugar hasta que lo vio volver con ramas secas y palos. Los depositó en el suelo y prendió fuego a la yesca; pronto emergió una llamarada con vehemencia que le llegó casi a la rodilla.
—¿Busca a alguien, señora? —dijo un joven tras ella.
—Sí, estoy buscando a un chico que me ayudó hace una semana a dar a luz, pero ni siquiera sé su nombre.
—Se refiere a Jacobo, es médico y el dueño de esta finca. —El joven lo buscó con la mirada.
—Quería darle las gracias personalmente y devolverle esta medalla, creo que se le debió de caer en el hospital. —María le mostró la medalla.
—¡Mire, allí está! —le indicó el muchacho.
María se acercó con cuidado al lugar en el que se encontraba Jacobo, pues el suelo estaba resbaladizo por la helada acaecida hacía unas pocas horas. Se percató de que Jacobo estaba parado frente a una cruz granítica de medio metro.
—Disculpa si te molesto —dijo tímidamente—, pero no podía irme sin hablar contigo.
—¡Menuda sorpresa! ¡Cómo ha crecido en tan solo unos días! —Jacobo acarició la cabeza menuda de Diana.
—Te dejaste esto en mi habitación. —Extrajo la medalla de su bolsillo.
—Es un regalo para tu hija. Curiosamente, nació el mismo día que ella, Emmaline. Fue una gran mujer. Mi familia heredó estas tierras; aquí yacen ella y su madre. Tu hija nació en un día muy especial, la medalla es suya.
—¿Puedes hablarme más sobre Emmaline? —María se acercó a la cruz.
—Claro. Fue una especie de heroína en su época. Ayudó a varias familias a salvarse de un terrible aguacero cuando el lodazal inundó sus hogares. Se cuentan muchas historias sobre ella, pero primero tomaremos un chocolate caliente en un bar que hay junto al castillo.
Jacobo tocó la cruz y caminaron por su finca con la extraña sensación de que el día se había tornado más amable.