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128.- Barcelona – Madrid, Madrid – Jaén

M. M. Gómez

 

 

Miró el reloj de nuevo. Las dos menos cuarto. Una llamada y tres emails más y podía irse. Trabajó con ganas y con el ánimo renovado, mirando el reloj de cuando en cuando, hasta que por fin apagó el ordenador y se levantó.

Se despidió apresuradamente de sus compañeros y salió con una sonrisa ilusionada. Si hubiera sido cualquier otro día, no le habría importado quedarse un rato más por la oficina. Lo de siempre: charlar con un par de colegas, compartir alguna anécdota. Quizá incuso tomar una caña antes de comer. Pero no era cualquier día.

Aquel viernes de octubre empezaban sus vacaciones. Sus merecidas y esperadas vacaciones. Tras todo el verano trabajando mientras sus compañeros se iban de viaje al Caribe, le había llegado su momento de disfrutar.

Era el primer año que vivía allí solo, tan lejos de su familia. Siempre había sabido que antes o después tendría que irse: Barcelona era el lugar ideal para desarrollar su carrera como agente de publicidad. Pero solo mirar al cielo y pensar que ese mismo sol que veía era también el que iluminaba las paredes blancas de la finca familiar le ponía los pelos de punta. No había ni punto de comparación entre una ciudad y otra.

Llegó a su apartamento. Se puso algo de ropa cómoda, cogió la maleta que se había preparado dos días antes, y corrió hacia Barcelona-Sants. Le palpitaba el corazón con ese ímpetu que solo nace de la añoranza del hogar. Se moría de ganas por volver a su abuela.

En cuanto estuvo sentado en el tren se relajó un poco.

«Ya está», pensó. «Ya estoy en camino. Ahora solo queda esperar.»

Y se sintió todavía mejor cuando el tren arrancó. El traqueteo de las ruedas aumentó de ritmo hasta convertirse en un zumbido constante y agradable. Se había llevado su tableta con varias películas descargadas para ver por el camino. También llevaba el libro que se estaba leyendo. Solo le quedaban 50 páginas: confiaba en acabárselo antes de llegar.

Pero no fue capaz de enchufar la tableta ni de abrir el libro. Tenía demasiados pensamientos en la cabeza que se le agolpaban y le colapsaban la mente. Octubre había sido siempre un mes de reunión familiar. Era en octubre cuando empezaban la recogida de la aceituna. Y, aunque su abuelo se encargaba de contratar a gente para cubrir todo el terreno de olivar que tenía, siempre se aseguraba de dejar una pequeña zona intacta para que la varearan en familia.

Por eso, desde niño, octubre siempre había sido su mes favorito. En octubre era cuando volvía a ver a todos sus primos, y a sus tíos, y a todos los parientes que ya no vivían en Jaén. En aquellas dos semanas, la casa de sus abuelos se llenaba de vida y de voces y de niños correteando de acá para allá y de gente dándose besos y abrazos y de risas y de bromas y de alguna que otra partida de chinchón después de comer. Incluso desde pequeño, cuando veía diariamente a la otra mitad de la familia que seguía en Jaén, le parecía un evento glorioso. Pero ahora que llevaba lejos de allí casi un año… No había nadie a quien no echara de menos. La idea de volver se le antojaba paradisíaca.

Dos asientos delante del suyo había una pareja con un bebé en brazos. Se acordó de su tía Carmen, que había tenido otro hijo hacía poco. Solo lo había visto a través de las fotos que enviaban por el grupo de WhatsApp de la familia. Se preguntó si en persona sería tan redondo y tan simpático como parecía, si se reiría al verle como se reía en los vídeos que mandaban, con esa sonrisa tan brillante y tan mágica. Se preguntó también cómo estaría Carmen y si seguiría yendo al club de lectura de la biblioteca. Hacía tiempo que no hablaba con ella de literatura y echaba de menos sus recomendaciones. Era su tía favorita.

Pasó una chica joven con un carrito preguntando si querían algo de comer o de beber. No pidió nada, se había traído su propia comida. Pero la chica, tan maquillada y bien peinada, enfundada en su uniforme de Renfe, le hizo pensar en su prima Andrea. Andrea tenía solo dos años más que él y había sido su compañera de juegos y travesuras toda la vida, hasta que se sacó el título de azafata y se fue a viajar por el mundo. Se le escapó una sonrisa melancólica cuando se acordó de aquella vez que le rompieron a la abuela su jarrón chino mientras jugaban a deslizarse por la barandilla de la escalera a toda velocidad. Andrea no aterrizó bien y rodó por el suelo hasta frenar chocando con la estantería en la que estaba el jarrón, justo en frente. En realidad, la estantería entera se tambaleó y se cayó con todo su contenido, pero a su abuela solo pareció importarle la pérdida del jarrón.

—Si has sabido caerte, sabrás levantarte —Le había dicho la abuela a Andrea.

Le fue inevitable dedicarle un latido a su abuela. No le hizo falta mirar la foto suya que llevaba en la cartera para poder recordar su cara a la perfección. La había conocido ya con arrugas y tintándose las canas. Tenía temperamento y cariño a partes iguales. Y qué paciencia había demostrado con él toda su vida: cuando no rompía algo, estaba tirándole de la cola al gato o escondiéndose en algún rincón de la finca. Cada día se le ocurría una trastada nueva. Y cada día, allí estaba ella para reñirle y darle la merienda. La quería con locura. En los últimos años su salud había empeorado un poco: le costaba agacharse y se fatigaba muy rápido. Pero seguía siendo la reina de aquel hogar, la jefa y madre de todas las generaciones que iban a reunirse allí de nuevo.

El tren llegó a Madrid en un suspiro. Al menos, esa fue la impresión que le dio a él. Con la cabeza metida en sus cosas, casi no se había percatado de cómo cambiaba el paisaje. Mientras recogía sus cosas se dio cuenta de que no había visto ni una sola de las películas que se había traído. Tampoco le importó.

Paseó por Atocha un poco, mirando los escaparates de las tiendas sin demasiado interés y asombrándose con la cantidad de personas que había yendo y viniendo a todas partes. Oyó en megafonía la llamada para su tren.

«Ahora sí», pensó. «De aquí, directo a casa.»

Y se sumergió en su nuevo asiento, mientras inspeccionaba el vagón. Este estaba considerablemente más vacío que en el trayecto anterior. El viaje Madrid-Jaén no parecía atraer tanto público como el Barcelona-Madrid. No lo entendía. La gran ciudad estaba bien, pero no podía competir con los brillos y las sombras que emitían las hojas de los olivos al ser atravesadas por los rayos de sol.

En realidad, de pequeño tuvo una época en la que detestó los olivos. Se obsesionó con los árboles frondosos de hojas verde brillante, como los que había visto en Asturias o en Cantabria. Se preguntaba constantemente por qué le había tocado vivir rodeado de una planta tan sosa. Comparados con los árboles del norte, los olivos de la finca de sus abuelos parecían matojos en medio de un secarral, con ese tono grisáceo tan apagado.

Por suerte, fue solo una época. Se le pasó en cuanto descubrió que esos árboles tan llenos de verdor se quedaban desnudos al acabar el verano. ¡Si ese era precisamente el mejor momento del año! Entonces comprendió que la belleza de los olivos residía en su fuerza. Tal vez no tuvieran hojas de color esmeralda, pero nunca se quedaban vacíos. Y, aunque pudieran parecer sosos en el exterior, el aceite que producían era esencial para dar sabor a cualquier comida. Su valor estaba más allá de las apariencias. Cuando consiguió entender aquello, nunca más menospreció aquella planta que tanto bien había traído a su familia.

Sacó el libro, con intención de acabar de leer lo poco que le quedaba. Mientras lo abría, se quedó embobado mirando la ventana. ¡Qué gusto! Ya le iba sonando el paisaje, ya se iba volviendo todo más familiar y más cercano conforme el tren avanzaba. Solo con eso ya se sentía en casa.

Aquel último año viviendo en Barcelona le había hecho reflexionar mucho sobre el concepto de “hogar”. Antes pensaba que vivir en un sitio lo convertía automáticamente en tu hogar. Pero se había dado cuenta de que era más un sentimiento que un espacio físico. Hogar es donde quieres volver cuando te sientes perdido. Hogar es el lugar que echas de menos cuando has tenido un mal día. Y, definitivamente, comprobó que hogar era el lugar que te hacía latir el corazón tan deprisa solo con pensar en volver.

No se arrepentía en absoluto de haber estado trabajando en verano. Cuantas más vueltas le daba, más convencido estaba de que unos días en el Caribe no tenían nada que envidiarle a esa sensación de volver a estar con toda su gente. Tenía ganas ya de llegar, de extender las lonas bajo los olivos y de varearlos entre risas y charlas. Entendía que a otras personas le pareciera una afición extraña. Al fin y al cabo, todo el mundo lo veía como un trabajo. Pero para él era más bien como una fiesta. Esa era la excusa con la cual toda la familia se reunía.

¿Navidad? ¿Semana Santa? Nunca conseguían juntarse todos. Cada cual tenía sus vidas y sus asuntos y siempre faltaban algunos. Pero en octubre era otra historia. En octubre todos hacían un hueco en sus agendas para ir a la recogida de la oliva. Era como una promesa, una garantía: pase lo que pase, sin importar adónde nos lleve el destino, siempre nos veremos en octubre.

Paró el tren. No había conseguido acabarse el libro. Cogió su maleta y salió del vagón.

Casi se le escapó una lagrimilla cuando vio el furgón de su abuelo esperándole en la puerta de la estación.

Ahora sí.

Había vuelto.

Estaba en casa.

 

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