131.- De sibaritas y otras yerbas
Pasa de higo, aceite de olivo y de parra el vino.
Aceite de oliva, un poco de miel, un poco de ajo
Y todos los males se van al carajo…
Apeándome del caballo, dejé que pastara tranquilo. Mi intención en esta tarde de septiembre, era tirarme bajo el follaje umbrío de los árboles en la hierba de esmeralda, para recordar cada uno de los momentos por los que había transitado durante veinte días más allá del Mediterráneo.
Hija y nieta de mallorquines, amo las tradiciones que, en las islas Baleares, rigen la vida de las familias que con su labor le dan pertenencia a todo lo que el suelo otorga.
Desde mi ubicación, distingo más abajo, las reptantes guías de espléndidas plantas de melones. Ofrecen sensualmente sus frutos oblongos semejantes a voluminosos pechos de mujer, asegurando que su sabor y dulzura serán inolvidables para el que los paladee. Y mi mirada se distrae en el borde del camino que realiza una curva hacia el mar, donde los almendros se van despojando de sus atuendos albos ahuyentando a insectos polinizadores y a avecillas itinerantes, contenidos por esos muros de piedra y alambre.
Pero esto me resulta hoy, intrascendente a pesar de su belleza. Porque anoche, con emoción, regocijo y mi ego cerca de las nubes, fui recibida por mi familia después de mi periplo por Israel, ese país de leyenda, de mitos, de fe y de una geografía dominada por el tesón del hombre que del desierto va obteniendo las satisfacciones corporizadas en frutos, en huertos rozagantes, y en caminos que unen aldeas, ciudades y siempre, en algún hito histórico aprovechado y explotado.
Mi encantamiento se hizo añicos ante el tumultuoso avance de una bandada de pajarracos que buscaban sus nidos, avisando que la tarde en breve, daría paso al anochecer. Así que tomando mi caballo busqué la ladera opuesta de esta lomada, allá donde dormita mi casa, con sus muros protectores que, a manera de fortaleza, indican la entrada de la propiedad con sus interminables hileras de sinuosos olivos. El espectáculo del crepúsculo sobre la tierra dorada y las ramas besadas por los últimos rayos del sol, me fascina. No hay descripción posible; sólo vivirlo y amarlo, como hacemos nosotros a través del transcurso de las estaciones anuales.
Y ese apasionamiento hacia mi heredad, fue el motivo para que me inscribiera en la universidad para seguir la carrera de turismo que, vinculada al aceite de oliva, cerraría un círculo perfecto con aquella utopía iniciada por mis ancestros, empeñados en otorgar una gastronomía donde el olivo tuviera un rol preponderante. Y entre cosechas, distribución comercial de aceitunas, y estudios climáticos, fauna y flora zonal, a un paso de obtener mi título, debía presentar un trabajo final, mi master. Fue devanarme los sesos. Sentarme a cavilar en posición yoga frente a los silentes olivos para determinar qué tema presentaría.
Pretendía una especie de ensayo donde ensamblar el por qué con el para qué, con la lógica conclusión de no estar errada ante los beneficios que esta actividad campestre reditúa.
Hasta que la solución la encontré ahí nomás, cuando mi dulce y querido abuelo Bertín, pasó a mi lado arrastrando sus pies. Hice entonces, una comparación entre él que había dejado su vida en aras del cultivo de olivos, con esas plantas que longevas, van tornando su tallo en una especie de pitón a medida que envejecen, convertidas en un aquelarre donde ojos monstruosos se ocultan detrás de ramas nudosas semejantes a esqueletos clamando al cielo.
Y me pregunté: ¿Por qué los olivos tienen sus troncos tan retorcidos como si estuviesen cubiertos de una pátina ardiente? ¿Por qué parecen plantados como dentro de una hoguera que los calcina cual si fuesen papeles comprometedores destruidos en el calor? ¿Por qué denotan una muerte prematura a través de sus huecos y profundas cicatrices, sin que llegue por sus prolongaciones, ni una gota de savia? ¿Y por qué son testimonio de una vida centenaria, arrostrando inclemencias, maltratos, y toda índole de influencias de agentes externos que podrían malograr su productividad?
Remontarme al pasado, hurgando en la punta del ovillo histórico me ayudaría. Y con mi bagaje heterogéneo encerrado en una mochila de estudiante, tracé un itinerario. Punto de partida: el Mediterráneo, Mare Nostrum, hijo de Gea la diosa que lo engendró insuperablemente hermoso. Él me llevaría por ignotos lugares buscando el maná que saciaría mi sed de conocimientos. En esa travesía por sus aguas que se confunden con el color del cielo en primavera, dejando atrás mi suelo español, hice una simbiosis con seres invisibles como Dionisios, percibiendo sus ánforas que embriagando mis sentidos con fragancias de violetas, robles y frutos iban destilando su vino, roja sangre arrancada de las viñas. Y ni qué decir de la atracción irresistible que la poesía de Anacreonte, con su canto al sabor de las uvas y al perfume de las rosas, me remonta a aquel mundo mitológico donde los placeres urgían al ritmo de pífanos y laúdes.
Y aquí entraría a tallar esta actividad tan antigua, tan espléndida, tan presente en las mesas junto a una copa de vino, es decir, la producción, explotación e industrialización del olivo y sus derivados…
Sí. Ese mar maravilloso, en la tarde veraniega que lo recibía rumorosamente, me mostró desde la lejanía, ese avance de construcciones semejantes a los colmenares de eficientes abejas. Tel Aviv, la blanca capital israelí se desprendía de su velo de dama misteriosa para que, con su bienvenida, comenzara mi objetivo investigativo. Y mi olfato no me engañaba, estaba en la dirección acertada para lograr un abundante material, ameno, instructivo y hasta, quizás, desconocido.
Siendo española hasta los tuétanos, sé perfectamente que la belleza de mi país, desde épocas inmemoriales, atrayendo con una magia de colores, ritmos, paisajes, sabores y tersuras, invade los cinco sentidos. Soy una apasionada del idioma castellano, con el que remonto vuelo recorriendo los fértiles campos, las construcciones fabulosas tanto del conquistador romano como del moro invasor, las calles populosas de los centros madrileños o barceloneses… y las amenas reuniones alrededor de mesas ostentando lo que los gourmets elaboran con lo que nuestra tierra ofrece. Debía desprenderme de ese sortilegio patriótico construyendo un muro intangible en esta ruta trazada en un país influenciado por los frutos de mar que le dan una característica especial a su cocina mediterránea.
Me aguardaba Daniel, un guía más experto que viejo; más judío que hombre; más patriota que soldado; más servicial que perro fiel. Sutilmente, se fue incorporando en mi ambicioso ensayo arqueológico-histórico-literario-gastronómico. Comenzamos pues, con la búsqueda en el Génesis. Los museos religiosos o no, se abrieron bondadosos ante mi inquietud, descorriendo como alas de mariposa, esas hojas de volúmenes exquisitos, frágiles pero poderosos, con el aroma de aquella rama de olivo que Noé tomó del pico de la paloma que llegó a su arca. Y ante la información de que el trigo, la cebada, el higo, la granada, el dátil y el olivo son las especies que bendicen a este pueblo, sentí que mi espíritu se embargaba del legendario relato en que las doradas mieses, la pradera aromática, las brevas de ámbar, los granos prietos y jugosos; los dátiles almibarados y las aceitunas colmadas de jugo, nunca dejaron con hambre a los seres de semejante región con suelos salinos, calcáreos o desérticos.
Todo Israel es una almazara gigante: el sol apoltronado sobre el territorio jordano, nos daba el puntapié matutino para emprender el desovillado entre cultivos de palmeras datileras, de huertos muy pródigos, de sitios arqueológicos más abundantes que concentraciones modernas y siempre, un olivar aletargado bajo el rigor canicular. Un paisaje conocido desde hace más de siete mil años, con sus molinos de aceite que muestran aún sus bocazas desdentadas como bestias prehistóricas, cuyo nombre engendrado del árabe az-zeit, derivó en aceite obtenido en los “maana”, los campos oliváceos del desierto de Néguev, allá en ese sur solitario, despojado del líquido elemento fundamental para la subsistencia.
Siguiendo la costa marítima que nos alejaba de las playas de la capital, sucesivos centros poblados y rurales se volcaban con sus parquizaciones, flores y templos, con sus nombres tan alejados del idioma español en busca del mítico y activo puerto de Haifa, próximo a la histórica ciudad donde me alojé considerándola una especie de búnker.
Allí, compartiendo una espléndida cena con Harold, un erudito en arqueología, en la que el pez espada cortado en filetes y dorado al horno con hierbas, se deshacía en mi boca, fui escuchando su relato. Por su ubicación excelente, siempre fue protagonista de aconteceres decisivos en la historia judía, dominando un amplio valle, en el que se han hallado actividades agrícolas explotando el olivo para macerar sus frutos, datando de cuatro mil años las almazaras más antiguas. Esa noche mi sueño tocaba dos puntos poderosos vinculados a mi búsqueda: debía hallar el eslabón perdido entre esta civilización y la europea y arremeter contra la punta de un iceberg imaginario, para encontrar las respuestas definitivas. Prioritario entonces, establecer pautas.
Comenzar a transitar el itinerario trazado por Daniel sólo puedo resumirlo en que la historia es dueña y señora, con la presencia de Jesús desde su infancia en Nazaret (previo nacimiento en Belén), su bautismo en las aguas del Jordán, su ostracismo en el desierto de Judea, sus milagros hasta la invocación en el monte de los Olivos anunciando su Pasión y muerte en el Gólgota, dejando sus pasos en la Vía dolorosa.
Y precisamente, nuestro destino sería la legendaria Cafarnaúm, la que significa “Ciudad de Jesús”, y que en su idioma original se escribe Kfai Naum por ser el “pueblo de Nahum”. Para ello fue necesario internarnos en el valle de Yezreel, prodigioso paraíso en que poblaciones mayormente agrarias, muestran al mundo lo que sus hombres obtienen de lo que fuese aridez. Palmares interminables jalonan sus rutas, deteniéndonos al atardecer en un Kibbutz donde las comodidades junto a la higiene de sus corrales y la ornamentación de sus jardines, me apabullaron. Pero en esa región es fundamental aprovechar las primeras horas del día; y con el alba dejamos ese acogedor parador para continuar la marcha dejando la ruta 75 hacia el NE por la ruta 77. Dejábamos el verde fresco de los huertos para atravesar el escenario de la vida pública de Jesús en un suelo montañoso con poblaciones tan vinculadas al cristianismo: Nazaret, Canaán, Cafarnaúm Tiberíades, para arribar al mar bíblico de Galilea que es el lago Genesareth
El aire más tibio, más suave, más cargado de emociones está ahí. ¡Estaba en el Mar de Galilea! Perdiendo mi mirada en la lontananza, atendía la información de Daniel acerca de Golan, tierra fértil disputada por pueblos vecinos, con famosas excavaciones que brindaron datos interesantísimos de civilizaciones antiquísimas, con hallazgos fabulosos como Gath-Amaire, denominada así en arameo, con la primera prensa de aceite.
Recorrer, bajando y subiendo polvorientos caminos de acceso a explotaciones de olivos, me dio la dimensión exacta y universal que buscaba, con gente que me hablaba de igual a igual, en idiomas que traían en su sangre desde los países en que nacieran procurando emigrar a la tierra ancestral. Hasta que una tarde en las afueras de Cafarnaúm, con una gentileza que me emocionó, un señor de piel de ébano y ojos de mar, me invitó a su mesa, tendida en el patio, a la sombra de la casa. Allí, en rústicas vasijas yacían como piedras preciosas, aceitunas verdes, púrpuras y negras, ya maduras, listas para el consumo, después de haber pasado el proceso de secado. Este cisjordano vivía desde tiempos incontables en ese lugar y mientras me servía un aperitivo que sabía a granada y miel, me fue dando más datos que enriquecían mi investigación.
Y mientras yo tocaba el cielo con las manos degustando esos frutos, nacidos del suelo dominado por el sacrificio constante de generaciones castigadas por la guerra, el anciano, abarcando con sus brazos la extensión campestre, fue narrando sus vivencias, increíbles, admirables. A los doce años, dejando de ser considerado niño, se instaló en la zona de Galilea formando parte de un equipo de arqueólogos, cumpliendo la función de cocinero, lavandero y chico de los mandados. Sus padres aliviados de una boca menos que alimentar, esperaban en Jordania. Él no sabía qué actividades realizaba esa gente, pero en una ocasión, notó el optimismo que manifestaban. No era para menos, ya que en sus prolongados estudios de laboratorio detectaron lo que fue el premio a su dedicación. Sí, consternados habían descubierto de esta era geológica – el Holoceno – el polen fosilizado perteneciente a un olivo, determinando que era una planta silvestre, nacida a la buena de Dios para abastecer con sus frutos desde Galilea hasta el Mar Muerto, soportando inclemencias al límite, que fueron forjando, definitivamente, sus características, ya que, saliendo de una etapa glacial, muchas especies iban desapareciendo. Los contrastes de temperatura dejaban pues, las consecuencias de tierras transformadas en desiertos y el movimiento orogénico provocado por el avance y retroceso de los hielos, más allá de determinar nuevos continentes, había alterado la fauna y la flora.
Pero este productor con su sapiencia de años, afirmaba que los “antiguos” confirmaban en sus relatos que los olivos debían su estructura autóctona a ese trance histórico.
No podía ni quería alejarme de su finca. Sedienta de conocimientos, había encontrado el mejor maestro, el encantador anciano que depositaba generosamente en mí, su aprendizaje de años, su vocación de oleoproductor que le costase lágrimas y mucha, mucha soledad, hasta que pudo traer a sus padres, viejecitos y “arrugados como pasas”, según su expresión.
Con la mañana siguiente, recorrer su predio oyendo más anécdotas fue glorioso, como el almuerzo que compartimos con su familia, donde descollaban aceitunas aderezadas con hierbas; otras drupas estaban rellenas de pasta exquisita que me colmaron de satisfacción; otras estaban trozadas en un lecho de verde y tierna ensalada, besadas por un aceite de oliva sugerente y afrodisíaco, en tanto con la pala de largo mango de madera sacaban del horno de barro, doradas pizzas a las que completaron con queso de cabra y aceitunas…
Aprendí también, a prepararlas y presentarlas de otras maneras, dignas de sibaritas. Pero eso, no lo cuento, queda para una próxima…
Luego, la despedida de todos ellos en un local céntrico de Cafarnaúm, donde me extasiaron los productos derivados del olivar, los cosméticos, los fármacos y los aceites, como éste que regalé a Bertín.