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135.- Vicente y la oruga impaciente

Lourdes María Alonso

 

— ¡Sólo falta un día! — dijo Vicente, mientras coloreaba con un crayón amarillo el cuadrito que decía “martes”, en su pequeño calendario con forma de nube. Hace meses que esperaba ansioso la llegada de aquel fin de semana.

Papá y mamá, tenían un ritual, entre bailes y risas, preparaban el auto, acomodaban la casa y armaban las valijas. Y no podían faltar los deliciosos sándwiches de jamón y queso para saborear durante el largo viaje a casa de tío Antonio.

A Vicente le gustaba mucho visitarlo. Disfrutaba del fresco aire campestre y correr entre las ovejas y corderos del corral. Pero sobre todo… ¡adoraba pasar las tardes jugando entre los olivares!, en especial con uno de ellos.

Hacía unos años junto a su tío habían sembraron aquellas tierras con semillas de olivos. En uno de sus descansos, mientras se tendían sobre la hierba a comer los polvorones y beber el jugo de frutas que les preparaba la abuela María del Carmen, le dijo:

— Mira Vicente, en mi mano tengo un puñado de semillas de olivos. Ahora cierra los ojos y elige una.

Muy curioso se acercó con un ojo cerrado y el otro entreabierto. Escogió entre todas, una semilla pequeñita, que su tío al verla le dijo:

— Si quieres ponla de nuevo en mi mano y puedes escoger otra.

Estaba tan emocionado pensando cómo llamarla que no lo logró escucharlo:

— Tío aquí está mi nueva amiga. Te presento a… ¡Pequeñita!

Fueron pasando los meses y algunas semillas se convirtieron en frondosos olivos, de gruesos troncos y flores vistosas, otras alcanzaron una altura mediana y Pequeñita… ¡hizo honor a su nombre!

Vicente estaba tan orgulloso de ella, que no necesitaba compararla con los demás olivos para ver si era el árbol más alto, con más follaje o con las más hermosas flores. Saboreaba sus pequeñas aceitunas, el aceite de oliva que extraía de ellas y quedaba cautivado cuando comenzaban a brotar los blancos capullos de sus delgadas ramitas.

— ¡Llegó el día! ¡Estoy listo papá y mamá! ¡Apúrense! — les dijo, después de marcar con amarillo en el calendario de nube, que colgaba de su pared.

El viaje a casa de tío Antonio se hacía muy largo, por aquellas calles de piedra y tierra, pero Vicente aprovechaba para contemplar las verdes montañas que no tenía en la ciudad. Mientras tarareaba:

—Arbolé arbolé
Seco y verdé…

Mamá, que iba muy entretenida conversando con papá, de a ratos lo acompañaba con unas palmaditas para musicalizar. Vicente sabía que estaban llegando, porque después de subir una empinada lomada, le seguía una gran bajada y papá les anunciaba:

— Queridos pasajeros nos acercamos a la ¡gran bajada! Levanten sus pies a la cuenta de ¡tres!

Y allí entre el olivar estaba la casa de tío Antonio. Se oían sonar unas campanitas, era la abuela María del Carmen quien los podía ver desde lejos y anunciaba que llegaban. Su tío corría para poner sobre la mesa pan casero, salame, aceitunas y tomates.

Vicente saludó a todos y pasó como una ráfaga al olivar:

— ¡Pequeñita! ¡Pequeñita! ¡Llegué! — muy animado le decía, mientras esquivaba a las ovejas que se habían liberado del corral. Cuando le estaba por dar un fuerte abrazo, una oruga comenzó a gritar:

— ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Me vas a aplastar!

— Disculpas, no estoy acostumbrado a que Pequeñita tenga visitas.

— ¡No soy una visita! Vivo aquí con mi familia y comemos sus flores azucaradas.

— Pero no pueden comer a Pequeñita, es un olivo muy frágil y no creo que vaya a crecer mucho más.

— Nosotros aparecemos en mayo y cuando llega julio nos convertimos en mariposas, es allí que decidimos si nos quedamos a vivir aquí o buscamos otro olivo. Así que ¡no molestes niño, porque ahora este es nuestro hogar y no nos vamos a mudar!

Vicente estaba muy asustado, ¿cómo iba esto a solucionar? Pensó por un rato y luego con voz muy misteriosa se le acercó:

— Oruga, se dice en los olivares, que entre aquellas montañas hay un olivo que puede alimentar a muchas familias. Tiene un gran follaje y las mejores flores del valle. ¿Te gustaría probar?

La oruga era muy desconfiada, pero también curiosa y ¡muy golosa! Aceptó la propuesta, pidiéndole a cambio que le prepara un abundante banquete.

El niño corrió a casa de tío Antonio, agarró unas tapitas de botella y les puso agua. Luego fue al galpón y recogió unas maderas que usó como platitos para poner las flores más deliciosas que pudo encontrar.

Con todo preparado y organizado, caminó una vez más hasta el olivo. Iba muy confiado y con aires de superado. Al llegar encontró a la oruga y su familia, dormidos de tanto esperarlo. Un día más con Pequeñita se iban a quedar.

Vicente la abrazó y dejó aquel festín a la sombra de su follaje, cubierto con hojas secas y pastizales. Pasó la tarde y llegó la oscura y fría noche. No le quedaba más que desde su ventana un puntito divisar, por lo que le tocó descansar.

Muy temprano al otro día, en chancletas y pijama salió corriendo al olivar. Para su sorpresa encontró un montón de animales e insectos reposando sobre sus raíces. Despacito llamaba a la oruga y a su familia, pero no los lograba despertar.

Entonces el muy pícaro, los puso en su mano con mucho cuidado y caminó entre los largos pastos, esquivando huecos y piedras. Estaba tentado de risa, ya no aguantaba más. Largó una carcajada ¡justo antes de llegar! La oruga se despertó y muy molesta le reclamó:

— ¡Bájanos de aquí! ¡Regrésanos a nuestro hogar! No cumpliste con el trato y nosotros ¡no nos vamos a mudar!

Vicente le hacía señas explicando que tenía sus oídos tapados y no la podía escuchar, mientras daba pasos largos para llegar más rápido al gran olivo que les había prometido. Nunca hubiese imaginado que tenía una gran cantidad de orugas viviendo en su follaje y que no le permitirían dejar una familia más:

— Hola Vicente. ¿Cómo estás? ¿Nos vienes a visitar?

— Hola orugas, vengo a traerles nuevos vecinos y ¡un banquete espectacular!

Comieron y se conocieron, pero hasta allí nomás la situación iba a llegar. De un solo grito los corrieron y se acabó toda la amabilidad. Un poco triste, Vicente comenzó a caminar. Arrastraba un pie, luego otro y la oruga impaciente no pudo dejar de reclamar:

— ¡Así no vamos a llegar!

En ese momento un poco contento, una idea se le cruzó para comentar:

— ¿Sabes oruga?… hay otro lugar, mejor del que nos echaron y mejor al que quieres regresar. Entre dos montañas tiene una laguna cristalina y hay mucho espacio para que disfrutes con tu familia. Si quieres los puedo llevar.

La oruga aceptó de mala gana, dándole otra oportunidad. Pero ¡estaba impaciente de volver a su hogar! Caminaron unos minutos y de repente vieron un brillo que se asomaba entre las montañas… ¡era la laguna! Emocionado Vicente, apuró el paso y llegaron de un sopapo. La oruga estaba maravillada y decidida a que este iba a ser su nuevo hogar. Cuando estaba todo arreglado se escuchó una rana croar:

— ¡Invasores! ¡El gran árbol quieren usurpar!

De inmediato volaron hacia ellos una bandada de pájaros acechándolos con sus grandes picos. Sin pensarlo Vicente, la oruga y su familia huyeron despavoridos sin mirar atrás.

No tuvieron suerte para conseguir un nuevo hogar. Volvieron todos callados imaginando cómo hubiese sido vivir en aquel bello lugar. Una vez en el campo de Tío Antonio, la abuela esperaba a su nieto con bollos calentitos y un jugo frutal:

— Vicente, ¿qué haces con esas orugas?

— Abuela, estas orugas viven en Pequeñita y ¡comen sus flores! Para que dejen de hacerlo, les prometí mudarlas a otro olivo.

De repente la oruga y su familia pegaron un brinco desde su mano hasta la rama más cercana de Pequeñita y se escuchó ¡crack!

— ¡Abuela! Además de comer sus flores, ¡quiebran sus frágiles ramas sin piedad!

— ¡Vamos a poner un poco de orden en este lugar! Orugas, quiero contarles que Pequeñita es un olivo frágil comparado con todos los demás, ¿por qué no eligen otro más frondoso para mudar su hogar?

— Nosotros llegamos a este lugar y ¡nos vamos a quedar!

— Entonces les aconsejo que para que Pequeñita resista su estadía, coman de sus flores dos veces a la semana y los restantes días, vayan a alimentarse del olivo más abundante.

Después de unos minutos de pensarlo la oruga y su familia aceptaron el trato con silbidos y aplausos. Antes de despedirse se escuchó una vocecita por lo bajo:

— ¿Nadie me pregunta si yo acepto el trato?

Para sorpresa de todos… ¡Pequeñita podía hablar!:

— Vicente, esta oruga puede parecerte muy impaciente, pero tiene que alimentar a su familia por unos meses. Cuando llega julio se convierten en mariposas, volarán a otro olivo y dejarán de comerse mis flores.

Vicente y su abuela quedaron pasmados escuchando a Pequeñita, se tranquilizaron y aceptaron el trato porque les fue suficiente aquel discurso tan convincente.

 

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