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151.- Una sombra muy particular

Marcos Gastón Gutiérrez Guala

 

¿Qué te trae por aquí? ¡Ah!… quieres que te cuente un cuento. Pero antes, te recomiendo que busques un mullido sillón para ponerte cómodo y dejes volar tu imaginación. Ahora prepárate para escuchar la siguiente historia…

Era otoño y se acercaba la hora de la siesta. Aquellas en las que después de almorzar algo calentito, provocaban bostezos graaandes como de cocodrilo.

En casa de la abuela Manuela se acostumbraba dormir largas horas, hasta que el despertador anunciaba la merienda, a las seis de la tarde. Pero a su nieta Josefina no le llegaba el sueño:

— ¡Abuela no tengo sueño! ¿Puedo salir a jugar?

Mientras la abuela se ponía las pantuflas y el camisón, le repetía:

— Duerme Josefina. Tienes que descansar, porque las sombras del olivar ¡te van a atrapar!

Josefina, muy astuta, se metió a la cama sin ponerse el pijama y comenzó a roncar:

— Grrr, shhh, grrr, shhh.

Al escuchar este sonido tan peculiar, la abuela se quedó tranquila y decidió descansar. Fue entonces que Josefina aprovechó la situación y dio un brinco de la cama al pasillo.

Para no hacer demasiado ruido, se sacó las zapatillas y en puntitas de pie caminó hasta la cocina. Agarró una bolsa y guardó canicas y plastilinas, ¡ah! y no se olvidó las galletas de chocolate que, con mucho cariño había preparado la abuela para la merienda.

¡Ahora sí, estaba lista para salir! De repente escuchó un ruido y ¡zasss!, el gato Tito no la iba a dejar escapar. Era tan tramposo que, para que no lo viera se había escondido detrás del sofá. Esperó que se acercara para pegar un salto y con un ligero zarpazo intentar arañar la cara de Josefina. Pero esto no le funcionó porque la niña estaba atenta a lo que tramaba.

¡Tito estaba dispuesto a todo! Antes que la niña saliera de la cocina, sacó de la despensa un paquete de fideos y lo rompió con sus garras ¡Una cascada de fideos comenzó a rodar por el suelo!, pero por suerte, las pudo esquivar muy hábilmente.

Ahora la enojada era Josefina y quería desquitarse. Se dirigió a la sala de estar, agarró el títere de perro que tenía guardado en la biblioteca de la abuela y detrás de la cortina lo hizo aparecer con bruscos movimientos, fuertes ladridos y espuma de detergente, que simulaba ser rabia.

Fue tal el miedo que el gato sintió al verlo, que huyó despavorido y la niña ¡al fin pudo huir! Una vez más logró lo que se proponía. Ahora le esperaba bajo la sombra de algún olivo una siesta de juegos con canicas y plastilinas.

No es que era desobediente con lo que le decía su abuela Manuela, sino que se aburría porque no tenía sueño. Distinto era su caso y el del gato, que disfrutaban dormir durante las siestas otoñales. Y si llegaba alguna visita, le tenían preparada una cama, un piyama y pantuflas para invitarlos a descansar.

— ¿Bajo qué olivo voy a jugar? — se preguntaba Josefina, mientras observaba el olivar.

Caminó muy segura hacia uno en particular. Había elegido el que más sombra le ofrecía para entretenerse con sus juguetes.

Un pájaro que venía volando por lo bajo le ganó de mano y llegó primero al olivo. Se apoyó en una de las ramas y comenzó a cantar. La niña lo miró furiosa porque quería tranquilidad. Lo echó con unas palmadas y se sentó sobre sus grandes raíces, sin mirar que hubiera alguien más.

Revisó la bolsa muy entusiasmada, pero no estaban allí las canicas, plastilinas y tampoco había rastros de las galletas de chocolate:

— ¿Dónde estarán? ¡Aaaah!, seguro fue Tito, por eso me dejó escapar y además ¡me cambió la bolsa sin que lo pudiera notar! –se quejaba en voz alta.

Miró hacia la ventana donde el gato se acostaba a descansar. Descubrió que estaba sentado comiendo las galletas y muy entretenido jugando con las canicas. Y ahora ¿con qué iba a jugar?

La niña se sentó a pensar. Estaba tan inquieta, que cavó una zanja en la tierra, con un movimiento de vaivén que hacían sus pies. Mientras tanto pasaban deprisa los minutos y parecía que la siesta se estaba por terminar.

¿Por qué esta vez no se le ocurría nada? A su cabeza no llegaban las ideas y se comenzaba a impacientar. Le siguieron unos bostezos que parecía que no los podía controlar.

Sin emitir ningún sonido, se asomaba una sombra por detrás del grueso tronco del olivo, donde ella estaba por descansar ¡Qué susto se llevó! Lo que le decía su abuela se estaba haciendo realidad ¿Quién se atrevería a acercase sin avisar?

Josefina a pesar de ser temerosa le gustaban mucho las aventuras y ¡aquí veía una, que no iba a dejar pasar!:

— ¿Quién anda ahí? No quiero molestar, pero yo llegué primero al olivo para jugar.

Nadie le contestaba. Aquella sombra era muy particular y no podía adivinar de quién se trataba o quién le estaba haciendo una broma, para variar. Apenas podía distinguir su forma: cuerpo de conejo, cola de rata, alas de halcón y una gran una cabeza que parecía… ¿¡de un dragón!?

¡Qué animal más raro! pensaba. Le dio tanta curiosidad, que no la iba a dejar escapar. Rodeó el olivo y… ¡nada pudo encontrar! Levantó unas piedras que estaban cerca de las raíces y solo halló una docena de lombrices.

Quizás se le mezcló el aburrimiento y el sueño con la realidad, por estar sentada largo rato pensando a qué jugar. Seguidamente comenzó a cantar un juego de manos que la abuela Manuela le había enseñado, así evitaba dormirse de nuevo y podría ver a la sombra si volviera a aparecer.

Después de un largo rato, las manos le ardían de dar palmaditas. Se puso a observar las ramas, hojas y las verdes aceitunas que colgaban del olivo, movió algunas que podía alcanzar, pero nada aparecía.

¿Qué era aquella sombra tan particular? ¿Por qué no se mostraba para jugar? O ¿será que no se acercaba por las ruidosas palmadas que ocasionaba?

Repentinamente se escuchó un sonido extraño que parecía el rugido de un león, pero… ¿con cuerpo de conejo, cola de rata, alas de halcón y cabeza de dragón? A Josefina, esta silueta no le convencía:

— ¡Sal de dónde estés! ¡No te tengo miedo!

Pero la sombra no se manifestaba. Después de unos segundos, una aceituna cayó al piso y… ¡allí estaba! Por fin la descubrió:

— ¡Te vi! ¡Ahora te quedas ahí y me explicas porque me quieres asustar!

— No te quiero molestar, pero tengo miedo de que me aplastes. Soy muy pequeña y con una sola sacudida me caería al piso y me golpearía— se lamentaba la silueta.

Después de conversar un poco, la sombra entró en confianza y se dejó ver. Se trataba de una araña amarilla, de largas patas a pintitas:

— Lo que hago durante las siestas, es hacer realidad un dicho que escuché de tu abuela, tejiendo sombras horrorosas con mi tela para asustar a cualquiera que se acerque al olivo. De esa forma me salvo de que me puedan aplastar.

Ahora comprendía el recelo de la araña ante cualquiera que estuviera demasiado cerca. Y fue de inmediato que, con un cerrar de ojos, ¡se le ocurrió a Josefina una ingeniosa idea!

— ¡Patas a la obra! – le dijo y la araña frotó sus largas patas antes de comenzar a tejer. Se concentró de tal manera, que ningún punto se le escaparía.

— ¡Titooo! ¡Ven aquí gatito lindo!— lo llamaba la niña desde el olivo.

El gato, como era desconfiado, miró primero a su alrededor para descartar que no haya ninguna trampa. Además, sólo abandonaba su lugar en la ventana si el asunto tenía suma importancia.

Mientras, la araña tejía velozmente un gran pez para tentarlo. ¡Tito no podía creer lo que veía! y sin dudarlo dejó la ventana dando un gran salto.

Cuando llegó al olivo se lanzó encima del enorme pez, ¡pero no lo podía atrapar!, se movía de aquí para allá. Enojado comenzó a maullar y sacó sus afiladas uñas para rasguñar a la niña. La araña, que estaba viendo todo, intentó distraerlo con sonidos y proyectando la sombra de una tela que tenía de reserva para estos casos de emergencia.

¡Tito estaba tan enfurecido!, que no se detuvo ni un segundo a pensar que podría tratarse de otra trampa que le tenían preparada. Se dio la vuelta para ver de dónde provenía ese ruido y… ¡la sombra de un perro con patas de elefante lo comenzó a acechar!

¿Qué era aquello? Y el pez ¿dónde estaba?, se preguntaba, pero como no se iba a quedar a investigar de que se trataba, salió corriendo tan rápido que, sus patitas anchas parecían dos palillos que apenas se podían divisar.

Josefina y la araña reían sin parar. Juntas habían logrado asustar al gato Tito y divertirse durante esa siesta otoñal. Ahora había encontrado una nueva amiga para jugar. Mientras en la casa, la abuela Manuela seguía durmiendo, sin notar toda la revuelta que habían armado durante la siesta.

 

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